—Y fue así —añadió Verónica— cómo, antes de despertar por la noche, la madre fundadora me indicó que la hermana Concepción debía dirigirse al vestíbulo del convento para darle a ella una señal. Y este es todo mi relato. Solo espero que nosotras saquemos nuestras propias conclusiones.
Una vez terminada la narración, un silencio impactante se apoderó de la sala. Las tres se quedaron mirando al suelo, como si tratasen de asimilar el significado de lo acontecido en los días previos. Pasado un rato, la madre Juana, entre lágrimas, miró a las otras dos mujeres.
—Creo que hoy es el día de los abrazos, mis queridas hermanas, una forma que puso Dios entre las personas para cumplir su principal mandato: el del amor. Levántate, Verónica; deja que te abrace y que, de algún modo, comparta la bienaventuranza de esa misión que la madre Beatriz te ha asignado. Me alegro mucho también de que tu madre haya dado señales de vida para consolarte al ejercer de perfecta abuela, lo que aliviará, en parte, tu desasosiego por la retirada de tu hija.
—Muchísimas gracias, su reverencia. Es un honor escuchar sus palabras de ánimo —contestó con gesto agradecido la joven.
—Y para ti, Concepción, mi mayor enhorabuena por tu maravilloso encuentro. Parece que vamos a formar un excelso equipo de trabajo cumpliendo con la voluntad de las alturas. Que Dios os bendiga a ambas y que vosotras, que sois mucho más jóvenes que yo, os sintáis rodeadas de la sabiduría y la benevolencia de nuestra inmortal madre.
Poniéndose de pie, las tres monjas se dieron un largo abrazo de fraternidad. La lealtad entre ellas había quedado reforzada al máximo. Cuando las dos hermanas se disponían a volver a sus quehaceres habituales tras salir del despacho de la abadesa, la voz de esta las detuvo.
—Un momento, queridas. Tengo algo que comentar que me parece esencial. Y no podemos olvidarlo.
—Pues su merced dirá —respondieron al unísono las dos hermanas mientras que volvían su vista hacia la superiora.
—Veréis, soy persona de darle vueltas a las cosas y de tratar de anticiparme a posibles hechos futuros. Entrad de nuevo y cerrad la puerta —indicó Juana mientras que se aproximaba a ellas—. Mirad, esto que ha pasado hoy y que me habéis contado no debe salir de aquí. Conozco el corazón de una monja joven, entre otras cosas porque yo también lo fui, y sé que el impulso irrefrenable del momento sería compartir con vuestras hermanas el calor y la afectación por lo sucedido. Tenéis que darme vuestra palabra de que no será así. Creo que lo entendéis. Si esto se supiera, despertaríais la admiración en el resto de la comunidad, pero también… la envidia. Esto es importante y ha de evitarse a toda costa porque causaría perturbación en la normal convivencia entre todas nosotras. El resto de hermanas se quedaría estupefacta con vosotras, pero de la veneración a los celos solo existe una delgada cortina que tan solo hay que descorrer para que se haga patente. Soy veterana en estas lides y conocedora, por mi edad, de las flaquezas humanas. Sería un gran error pensar que todas se van a admirar con vuestras arrobadoras experiencias de misticismo. En resumen, que no transcurriría demasiado tiempo hasta que alguna de vuestras compañeras empezase a ser corroída por las gotas de la envidia en sus delicados corazones. Todo muy humano ¿verdad? ¿Me he explicado lo suficientemente bien? ¿He sido clara en mis intenciones? No podéis salir de esta habitación sin confirmar con vuestras cabezas que habéis comprendido el fondo de este asunto.
—Madre Juana, con todos los respetos, ¿de verdad pensáis eso? —preguntó extrañada Concepción—. El clima de convivencia en este monasterio es extraordinario. Yo nunca he tenido una experiencia desagradable al respecto. No creo que fuera a surgir ninguna rencilla por lo que nos ha ocurrido.
—Lo siento, pero no estoy tan segura de eso que comentas. Te lo dice una monja que sabe de la vida monacal, no por ser la encargada de este lugar, sino por la vejez que acumulo en mis espaldas. Que yo sepa y hasta el momento, no conozco a ninguna santa entre estos muros. Si no sois prudentes y guardáis el debido secreto, pronto escucharé frases como: «¿por qué esa ha sido elegida en vez de mí» o «que el trabajo más duro lo haga esa, que para eso ha sido distinguida» o peor aún, «esa hermana se ha inventado esa fantasía del encuentro con la madre fundadora para saciar su orgullo» a lo que otra responderá con un terrible «no lo consentiré, ya hallaré la forma de desenmascararla».
Ante la expresión de preocupación que reflejaban el rostro de las dos jóvenes, Juana continuó con su discurso…
—Perdonad por mi desconfianza, pero no quiero ni imaginar a este convento que marcha tan bien sumergido en una guerra de egos. Creo que la Virgen Inmaculada prefiere el trabajo silencioso. Es más efectivo, como el que realizó precisamente la gran Beatriz de Silva desde su profunda humildad, siendo como ella prima de nuestra inigualable reina Isabel la Católica. Nuestra madre se hizo grande conforme vivía de forma más sencilla. Por último, aunque vivamos en clausura, siempre hay asuntos que finalmente traspasan los muros, por muy anchos que estos sean. Y eso, ¿qué significa? Que todo lo que me habéis relatado podría acabar llegando a los oídos de las autoridades y cómo no, de la mismísima Inquisición, suprema valedora para que las verdades oficiales no cambien. Ya sabéis el precio a pagar. No soportaría que ninguna de las dos fueseis detenidas, juzgadas o condenadas por haber visto o experimentado «cosas» del Diablo. Creo que ya sabéis que el maltrato y la tortura forman parte del método tradicional del Santo Oficio para empujar a los acusados a revelar determinadas cosas y arrancar confesiones. Os lo digo, hermanas: de eso nada y nada de correr riesgos. Es increíble cómo algunas historias pueden extenderse incluso fuera de aquí, aunque vivamos en recogimiento. Queridas, en ese caso, yo me uniría a vuestra causa, porque aquí donde me veis, soy una eterna, aunque prudente luchadora y yo iría con vosotras hasta la muerte, pues no existe más alta causa que la de defender los principios en los que crees. Bien, ahora ya sabéis que una gran verdad también comporta un gran riesgo. Esto es una prueba para ambas y para mí. Solo espero que seáis juiciosas por el bien propio y el de la comunidad. ¿De acuerdo?
…continuará…