—Lo entiendo, querida. A veces, las órdenes de los mayores son difíciles de aceptar, pero antes de desesperar, medita y reflexiona sobre el fin último de su disposición. Yo también he pensado en tu caso, Verónica y creo que tu progenitor solo buscó lo mejor para ti y para tu hijo. Si empiezas a contemplar su acción desde esta perspectiva, quizá los síntomas de tu melancolía se suavicen.
—Mi señora abadesa, no dudo por un instante de la buena voluntad de don Diego para con su hija. ¿Qué padre querría provocar un sufrimiento horrible en el alma de su benjamina? Y, sin embargo, me llegan ideas muy turbias sobre mi futuro y el de esta criatura que seguro nos está escuchando —expresó la joven mientras que se tocaba la barriga suavemente.
—Mira, si te cuesta trabajo admitir la intención del conde, acepta al menos la voluntad de Dios, que todo lo sabe y todo lo maneja. Él conoce nuestras inquietudes, nuestros dolores más íntimos y nuestros anhelos más profundos. Estoy convencida de que Él, conforme a tus merecimientos, sabrá organizar tu vida y la de tu niño para que todo llegue a buen fin.
—Madre, los intereses humanos son imperfectos y a menudo, producen errores que implican padecimientos. En cambio, de nuestro Señor no tengo dudas, pero desconozco cómo encajar sus designios.
—Estoy de acuerdo contigo, hija. Ni tú ni nadie. Yo también me he hecho esa pregunta muchas veces. Si pudiésemos escuchar su voz seríamos santos y nuestra misión aquí en esta tierra está clarísima. Solo algunos seres muy adelantados han experimentado ese fenómeno en sus adentros, porque la santidad, desde siempre, es condición necesaria para atender a las palabras que proceden de lo alto.
—Discúlpeme vuestra merced, pero se lo digo por las circunstancias tan hirientes por las que camina mi destino. ¿Es posible que yo algún día oyese esa voz, esa maravillosa guía que encaminaría mis pasos de la forma más recta posible?
—Ay, hija ¿quién sabe de los designios del Creador? Nadie conoce por anticipado la voluntad de nuestro Señor que es quien rige nuestras vidas. Sus señales, para aquellos elegidos, resultarán evidentes. Te aseguro que, llegado ese momento, lo sabrías.
—Gracias de todo corazón, madre Juana. Recibir vuestras sabias palabras me llena el espíritu de paz y serenidad. Solo espero que Él se fije en esta humilde servidora para que me inunde de sosiego. Lo necesito, sin duda.
—Por supuesto, hija. Mira, atendiendo a tus requerimientos y si me lo permites, te daré un consejo.
—Os escucho con atención, mi señora, pues mi alma precisa ahora de la orientación de personas experimentadas y vos, con certeza, lo sois.
—No sé si mis conocimientos se apoyan en los años que he vivido, en mi particular trayectoria personal o en ambos a la vez. No obstante, te haré una sugerencia. Encomiéndate a las enseñanzas y al ejemplo de nuestra madre fundadora, Beatriz de Silva. A mí me ha ayudado mucho en los momentos más difíciles de mi travesía. ¿Por qué no lo iba a hacer también contigo? Estoy convencida de que su figura se mueve por entre las paredes de este convento. Hay personas que desarrollaron una gran categoría a lo largo de su paso por la existencia. A ellas, Dios y nuestra santísima Virgen les ofrecen el santo consuelo de la intervención, el don de influir sobre la vida de las personas y especialmente, de las hermanas que permanecen bajo su custodia. Y no olvidemos, querida Verónica de Nebrija, que tú, en tus actuales circunstancias, formas parte de nuestra congregación y, por tanto, te hallas bajo su protección.
—¿De veras pensáis, mi señora, que la madre Beatriz me encontrará digna para recibir sus sabios consejos?
—Sin duda, hija, a menos que tú los rehúses. Su espíritu es tan grande que se fijará en ti. Yo, personalmente, oraré y le pediré su atención sobre ti. Además de eso, se me ocurre otra buena acción para aliviar tu sufrimiento. Te vendrá bien.
—¿El qué, vuestra merced?
—Mira, el padre Damián acude a nuestro monasterio varias veces a la semana para dar la santa misa y por supuesto, acepta en confesión cualquier manifestación que como cristianas queramos proporcionarle. Dios perdona nuestras faltas a través de ese sacramento tan importante y ninguna de las que estamos aquí está exenta de pecar por egoísmo u orgullo. Conozco bien a ese sacerdote y te garantizo que te dará buenas indicaciones para enjugar tus lágrimas. Sus palabras arraigarán en ti la fuerza de la fe.
—Mi señora, ¿no consideráis a ese fraile un tanto joven para ofrecer lecciones de sabiduría?
—Es solo mi opinión, Verónica. ¿Por qué no, a pesar de su juventud? Los franciscanos son religiosos bien formados y se hallan bien conectados a la voluntad de Francisco de Asís, su fundador, alguien a quien admiro desde mi etapa como novicia. Nuestra amada fundadora también estaba muy unida al espíritu de ese gran hombre, un verdadero santo que vino a renovar a la Iglesia de Cristo en la incertidumbre que reinaba en el siglo XIII. Apuesta por él, que no te equivocarás. Dios te va a asistir con tu futuro hijo y lo va a orientar hacia el bien. Que nuestro Señor te guarde.
—Gracias, reverenda madre. Trataré de seguir bajo vuestra prudente guía. Por favor, seguid pendiente de mí, que yo atenderé vuestras recomendaciones.
Dos días después de aquella conversación, la abadesa hizo llamar a la joven hija del conde de Valcárcel.
—Mi querida niña, que ya cuentas con diecisiete años de esperanza; tengo abajo esperando a una visita que supongo resultará de tu agrado.
—No me digáis que, por fin, mi padre se ha dignado a venir hasta aquí para ver a su hija del alma.
—Bueno, me gustaría que lo verificases por ti misma. Anda, baja al cuarto de visitas y compruébalo a través de tus propios ojos.
…continuará…