A menudo me pregunto por qué existe dentro de nosotros esa fuerza denominada «resistencia al cambio», incluso cuando comprobamos que nuestros viejos esquemas ya no nos sirven, han perdido su utilidad y conservarlos solo nos conduciría al más pesaroso de los estancamientos. Desde su origen, perdido en la noche de los tiempos, la mente humana constituye un instrumento prodigioso. Bien es cierto que según el uso que hagamos de la misma, esta nos puede conducir al pedestal más alto de la gloria o a la zona más oscura de nuestras calamidades.
Somos seres sometidos a progresiva transformación, la necesitamos como la tierra precisa del agua para dar sus frutos y aun así, en innumerables ocasiones nos negamos a aceptar la razón de este argumento. En muchos casos, deseamos retrasar lo inevitable, intentando hacer oídos sordos al sonido de los potentes nudillos que llaman sobre la puerta de nuestra casa. Llega así, ineludiblemente, el momento en que la conciencia se activa y comienza a deslizarte en la oreja el mensaje de que se hace improrrogable el cambio.
Incluso cuando conquistamos una elevada cumbre, después de disfrutar de los efectos de un sacrificado trabajo, se alcanza el instante en el que hasta ese logro caduca, se queda anticuado, por lo que se requiere introducir otros hábitos que nos permitan seguir con nuestro crecimiento. De este modo, lo que ayer nos servía para mantenernos en un nivel adecuado, puede que hoy o mañana mismo ya no nos resulte útil.
Todos los cambios atraviesan por un proceso similar, aunque la intensidad de los síntomas que se presentan puede diferir en cuanto a su manifestación. Tarde o temprano, las primeras señales empiezan a exteriorizarse y cuanto más nos aferramos a nuestras anteriores ideas, más nos pellizca la conciencia nuestra piel hasta traspasar el umbral del dolor. Pasada esa fase y si no hacemos nada, las cosas discurrirán por derroteros cada vez más sinuosos, de forma que la falta de resultados en nuestro proyecto vital se verá envuelta en la crisis y en las convulsiones que la acompañan. Si aun así, el sujeto se empecina en sostener sus vetustas rutinas, la quiebra que surgirá será aún mayor acercándole a este a la hecatombe.
No podemos silenciar el eco de nuestra voz interior, esa que el Creador situó inteligentemente en nuestro yo más íntimo. Se sabe que muchos luchan con denuedo por acallarla, lo cual nos indica que todas las criaturas tienen la posibilidad de oír con nitidez sus avisos. Es algo parecido a una alarma que salta y se dispara en cuanto detecta el humo o el fuego. En nuestro caso, esa advertencia se despliega con toda su fuerza en cuanto percibimos la exigencia de mudar de costumbres, traducida a los hechos más concretos porque la inadaptación y el más irritante malestar se apodera de nosotros.
¿Y qué conviene hacer en ese tipo de coyunturas en las que se intuye con claridad que debemos transformarnos?
Lo prioritario es atender a los síntomas. El procedimiento de actuación es idéntico al que se realiza cuando nos envuelve una enfermedad. En cuanto aparecen los primeros indicios hay que actuar, pues así nos será más fácil manejarla y vencerla a fin de recuperar nuestra salud. Nunca está de más recordar los tradicionales consejos médicos que nos invitan a tomar medidas en cuando notamos algo extraño o doloroso en nuestro organismo. Si postergamos nuestra actuación, lo único que lograremos será que nuestra perturbación aumente, con el consiguiente empeoramiento de nuestro estado.
La misma existencia en sí es inteligente, por lo que posee sus propios mecanismos reguladores. La vida no pretende que permanezcamos estáticos todo el tiempo del mundo, apoltronados en un mullido sillón y sin movernos. ¿Qué locura sería esa? Incluso hasta cuando dormimos, realizamos pequeños movimientos metódicos e inconscientes que nos permiten descansar mejor y aprovechar bien el sueño.
Está escrito en la esencia del hombre que debe evolucionar, a mayor o menor velocidad, pero que no puede detener por un período muy extenso la marcha de ese avance al que todos, sin excepción, nos hallamos felizmente destinados gracias a la ley del progreso. Somos seres vivos y tenemos la posibilidad de observar a nuestro alrededor, en el ambiente en el que nos desenvolvemos, la aplicación de esa norma que sin estar grabada en ningún código ni de papel ni de piedra, ejerce sobre nosotros una influencia decisiva.
Rebelarse ante este fenómeno es tan absurdo como aquel que desea con toda su alma que no termine el verano nunca porque le molestan las lluvias y los vientos del otoño. ¿Qué dirían entonces los árboles, las plantas y los animales si tras el cálido estío no llegaran las ansiadas lluvias de esa estación en la que los prados se tornan verdes y las hojas se caen para que broten con fuerza en primavera?
En la Naturaleza, todo esto de lo que estamos hablando parece aceptarse con suma naturalidad. Sin embargo, dada la complejidad del ser humano, este proceso puede desarrollarse de muy diversas maneras. Ahí reside el secreto de nuestro libre albedrío; disponemos de una inteligencia superior, podemos elegir entre una amplia gama de opciones, pero debemos considerar que acorde a lo que hagamos, es decir, a la decisión que acabemos por adoptar, seremos deudores de la misma. Ante la dificultad del cambio, podremos escoger el camino a tomar, pero una vez que emprendamos la nueva ruta no habrá marcha atrás. Experimentaremos las consecuencias derivadas de ese nuevo rumbo, pero no nos está permitido retroceder en el itinerario de la vida, tan solo está contemplado lanzarnos por un nuevo sendero pero más adelante, cuando hayamos sentido los efectos de nuestra primera elección. Este es un ciclo que se repite de forma reiterada a lo largo de los años en los que ocupamos temporalmente un cuerpo revestido de carne y huesos.
…continuará…