Para los que abrazamos hace ya tiempo la Doctrina codificada por Allan Kardec, quizá la expresión del título de este artículo pueda resultar insuficiente o incluso confusa. A priori, cuando alguien se decide por profesar unas ideas, da la impresión de que lo hace por libertad de elección. No es coaccionado, salvo los casos ya conocidos y excepcionales de las sectas, donde se efectúa un auténtico “lavado de cerebro” a sus integrantes. A lo que me refiero es a que esa opción que el individuo escoge podría proceder incluso de otras vidas, dado que puede resultar probable que el sujeto se haya dedicado de antemano a estudiar el Espiritismo en el pasado o lo traiga ya inserto en su “programación”, es decir, en todo el conjunto de vicisitudes por las que el alma debe pasar a lo largo de su existencia física.
Por todo ello y aunque nadie me obligó a fijarme en las insignes obras del amigo Denizard Rivail, estoy convencido de que mi disposición por hacerme espírita me viene de muy lejos y que es un compromiso que he aceptado de buena gana porque lo considero como un instrumento más que útil para acelerar mi progreso. Después de todo, la evolución no se detiene y si permanecemos en la actualidad viviendo en un cuerpo físico y sometido a una serie de pruebas más o menos duras, es por la sencilla razón de que la ley del progreso siempre actúa sobre todas las criaturas que pueblan el Universo, unas como espíritus y otras como almas revestidas temporalmente de un envoltorio carnal.
Considerando que estamos aquí de paso, en esta escuela terrenal en la que nos examinan constantemente para comprobar los avances que realizamos, no hay que perder de vista que nuestra verdadera morada no es esta con la que nos topamos en cuanto abrimos los ojos por la mañana, sino que nuestra legítima patria es la espiritual, dimensión a la que felizmente retornaremos en cuanto nuestro corazón deje de latir y nuestro aliento deje de silbar a través de nuestros labios. Tampoco hay que olvidar, porque el Creador es pura Inteligencia, que en todas las ocasiones en las que nos vence el sueño, contamos con la oportunidad de escapar de la opresora presencia del organismo sobre el espíritu y acceder a ese plano inmaterial que aunque no lo veamos, sí que podemos sentirlo. ¿Acaso no somos conscientes de los pensamientos que pasan de forma constante por nuestra mente y que tanto nos influyen? Y sin embargo, no podemos rozarlos ni siquiera con la yema de los dedos.
¿Por qué me hice espírita? Podría ser porque en la Doctrina se establece en primer lugar y sin ningún género de dudas que Dios existe. Sin admitir este concepto sería imposible seguir adelante pues todo carecería de sentido. Esto sería equivalente a negar que todo efecto proceda de una causa o expresado de otro modo, asentir en que la nada haya podido ser el origen de algo. ¿Hay alguien que de verdad crea en lo más profundo de su conciencia que es el azar el que gobierna el curso de los acontecimientos? Somos capaces de apreciar la armonía que regula el funcionamiento del Universo, lo que nos lleva a creer en la existencia de una Inteligencia divina que rige los mundos y que establece una ley natural a la que los seres y las cosas se hallan sometidos. Yo me eduqué, como seguramente muchos de vosotros, en el catolicismo, una religión que desde niño me enseñó a creer en Dios y en todo lo que Él había hecho, incluido el ser humano. Esta idea no pertenece solo a esta disciplina como es lógico, sino que está presente también en la base de otras creencias monoteístas y en un sinfín de sistemas filosóficos. Pues bien, aun siendo esencial el reconocimiento de la existencia del Creador, este no fue el motivo principal por el que me hice espiritista.
¿Podría ser que siguiera la Doctrina porque esta me enseñó que existe una infinidad de mundos habitados? ¿Por saber entonces que la Tierra no es el único sitio privilegiado donde concurre la vida? Gracias a la sabiduría emanada de los espíritus superiores, conocemos que existen muchos mundos poblados a lo largo del espacio, que las condiciones de existencia de los seres que viven en esos ambientes resultan apropiadas a su medio, que esos orbes son diferentes y que se hallan adaptados a los diversos grados de perfeccionamiento de la escala evolutiva, por lo que la vida corporal puede darse en formas muy diversas. Incluso asumiendo la importancia de lo contenido en este párrafo, esta no fue la causa primordial por la que me vinculé al Espiritismo.
¿Podría darse el caso de que hubiera abrazado en su día el ideal espírita porque este admitía la preexistencia y la persistencia del espíritu? Fuimos creados simples e ignorantes con el objeto de desarrollar nuestras facultades morales e intelectuales a través del esfuerzo y del trabajo. Qué feliz me sentí al verificar que no somos sino espíritus encarnados en continuo proceso de aprendizaje y que cuando morimos a la dimensión material continuamos existiendo en la dimensión que nos es propia, o sea, la espiritual. Qué saltos de alegría di cuando descubrí que una sola vida aquí es a todas luces insuficiente para adquirir todo ese conjunto de cualidades morales e intelectuales que nos llevan hacia la perfección. Todo resulta tan metódico, tan calculado con la más perfecta precisión, tan ordenado en el plan elaborado por el Creador, que los seres debemos transitar por innumerables existencias antes de completar todo ese complejo proceso que es la evolución. Y qué decir cuando me enteré de que todo ese largo periplo puede dilatarse o ser acortado en el tiempo en función de la voluntad del sujeto, es decir, que dependiendo de nuestras decisiones, de nuestro mal o buen hacer, la persona puede enlentecer o acelerar su progreso. Así es: este transcurrir en un cuerpo es algo transitorio y pasajero, o como se suele decir, un instante en la eternidad. Os puedo asegurar que con resultar básico esto que os he citado, no es el motivo más valioso por el que me hice espírita.
¿Acaso no era motivo suficiente para aceptar lo transmitido por Kardec el reconocer la existencia de los médiums y del fenómeno “mediúmnico”? Merced a ello, aprendí acerca de la existencia del periespíritu, supe que la comunicación con los espíritus era posible y que estos obraban con inteligencia. También estudié que el alma tenía conciencia de sí misma y que experimentaba sentimientos, aun careciendo de envoltura orgánica. Y siendo la Doctrina la que mejor explica el contenido y el fin de esos contactos con el más allá, lo más trascendente no era la enseñanza impartida por esos habitantes del otro plano sino sus consecuencias, es decir, el aprovechamiento de esos conocimientos para que hoy, nosotros seamos mejor que ayer. Con ser ello esencial para consolidar mi amor a la Doctrina, confieso que este no fue el móvil más significativo por el que me adherí a lo recogido en la Codificación.
…continuará…