En mitad de aquel frondoso bosque y en el centro de un claro rodeado de recios árboles, donde la vegetación llena tus pupilas de verdor, tres hombres arribaron para acampar y pasar una jornada de descanso y reflexión. ¡Qué magnífica noche se aproximaba, con un crepúsculo que les rodeaba entre sus brazos anaranjados de firmamento! Con las primeras estrellas asomando sobre sus cabezas, la ocasión se mostraba propicia para componer la perfecta partitura del sumario de sus vidas. Guiados por un coincidente impulso interior, eco de dulces voces íntimas, habían decidido días antes acordar una excursión a la madre naturaleza de la que ahora disfrutaban.
El trío allí reunido cedía la voz a su intuición, asemejándose a un sólido grupo entretejido por las costuras inmortales de los tiempos. Se conocían desde su niñez y aunque no poseían lazos de consanguinidad, poco importaba, pues habían crecido juntos, desarrollando vínculos compartidos de experiencias reveladoras.
Tras un intenso caminar por laderas y montes que les dejó exhaustos en lo físico pero prestos y serenos en lo espiritual, se decidieron a encender un pequeño fuego, alrededor del cual se acomodaron disponiéndose a degustar una frugal cena. El silencio del anochecer, tan solo interrumpido por el murmullo de alguna ave nocturna o por el rumor del viento entre la copa de los árboles, invitaba a la meditación, a efectuar una emotiva puesta en común que les sirviera de punto de acercamiento, de reencuentro entre seres que hacía tiempo que no aunaban vivencias a pesar de lo cerca que habitaban. Consumados los prolegómenos que preceden a una profunda conversación, el primero de los allí presentes, llamado Nuno, comenzó a hablar.
—Es increíble compañeros, cómo vuela el tiempo por más que pretendamos retardar su curso, pero si tuviera que resumiros mi vida, la palabra decepción se convertiría en la señal más adecuada para describirla. Os confieso que el rumbo de mi profesión ha marcado el surcar de mis fracasos. De todo lo que obré en ella, anticipé retos inalcanzables, mas no por su dificultad intrínseca sino porque era yo el que renunciaba a progresar al poner límites tan estrictos a mi ascensión. La cobardía siempre me pudo y ahora, cuando la madurez ya me atrapa, continúo con la amargura de no haber acometido empresas mayores. Nunca fui persona de asumir riesgos pero por donde más me sangra la herida que no cicatriza es en el terreno laboral. Queridos amigos del ayer, no es mi intención mostrarme orgulloso ante vosotros, ya me conocéis, pero desde mi ingreso en la corporación en la que trabajo, hace ahora más de veinte años, demostré interés y motivación por cuantas tareas se me asignaban. No transcurrió mucho tiempo sin que mis superiores pusieran sus ojos sobre mí. Era joven y aunque sin dilatada experiencia, apuntaba con mi actitud a las más altas metas. ¡Cómo lamento ahora haber rehusado cuantos ofrecimientos me realizaron los directivos para asumir nuevas responsabilidades! Reconozco por un lado, que me hallaba cómodo en mi puesto y por otro, que para mí suponía un auténtico espanto la idea de enfrentarme al desafío de inéditos compromisos. Mi falta de valor era tal, que siempre me inclinaba por retrasar mi promoción, en espera de una seguridad interior que nunca llegaba. Sabía que podía manejarme bien, que mis jefes siempre me animaban, pero creo que ahora se han cansado de mi pasividad, aguardando un paso que nunca osé en dar por este maldito miedo que me atenaza. Podría haber ayudado a más gente, beneficiado a un más amplio número de personas con mis conocimientos, pero lo mío no fue cuestión de aptitud sino de actitud, de una disposición pusilánime que me acompaña desde que empecé a trabajar y que me marca por el infinito aplazamiento en mis deberes de expansión hacia nuevas ilusiones.
—Sin restar importancia a todo eso que te aconteció —intervino el segundo de los amigos de nombre Fernando—, pienso sinceramente que lo mío resultó más lacerante. Reconociendo que el área profesional es esencial en el devenir del individuo, mi problema vino a ser mi único hijo. Desde que nació, siempre derivé sus cuidados y la educación en su madre, como forma de obtener más tiempo libre y un mayor margen de acción para mis auténticos intereses, los cuales no residían precisamente en el hogar. Mi ocio constituía la más alta de mis prioridades, no queriendo renunciar a mis aficiones para no desperdiciar así mis esfuerzos en la atención a un niño que tenía un padre más de biología que de cariñosa presencia. Con el paso de los abriles, se convirtió en un ser rebelde y desapegado de mí, pues nunca apreció a aquel progenitor que ninguna inversión en amor le ofreció. Mi incomodidad interna con tan importante cuestión surgió desde el primer momento, pero se agotaba en ofrendas vanas. Eternas conversaciones con mi esposa y sobre todo conmigo mismo, soliloquios infinitos, en los que al terminar efectuaba firmes promesas de mejora que a ningún puerto llegaban. Sanas intenciones, pero abatidas al poco por el más puro egoísmo y especialmente por la más desesperante dejadez, aquella que te lleva a postergar una y otra vez lo que tu conciencia te dicta que debes acometer con urgencia. Los meses pasaron, los años se cumplieron y mi esposa me abandonó, cansada y agobiada por tener que arremeter con su alma y sus dos manos las tareas que yo ni siquiera me atrevía a rozar con mis dedos. Mi pereza me contagió tanto que terminé solo, ensimismado en fallidas reflexiones que concluían en estériles propósitos que arrastraba el viento. ¡Cuántos errores cometidos por mi impericia desdeñosa! Perdí a mi hijo porque nunca me ocupé ni de sus juegos ni de sus sueños, jamás hablé con él, más allá de un encorsetado discurso y las peticiones de consejo que sus inocentes ojos me dirigían eran ignoradas por mi voluntad, más pendiente de satisfacer mis caprichos que de administrar su verdadera educación como persona. Ahora, víctima de mis injustificables demoras, pago la deuda con mi aislamiento afectivo, pues tanto me arrepiento de mi desidia con esa criatura que traje al mundo, que daría lo que fuera porque me dirigiera tan solo una palabra, una llamada. Y aun así, el más negro de los vaticinios se cierne sobre mí, pues no contemplo forma de recuperar con él un vínculo que yo mismo me empeñé en triturar durante la más larga de las épocas.
—Deberéis perdonarme, compañeros de batallas —interrumpió con seguridad el último de los presentes llamado Marcelo, mientras suspiraba ampliamente en ademán de ansiedad—. Tú, Nuno, has hablado del trabajo y no reniego de su valor y tú, Fernando, has hecho mención al problema con tu hijo al cual no le quito ni un ápice de relevancia, pero lo mío es más grave, pues afecta a lo más primordial que mantiene vivo a un hombre: su salud. Mi lamentable dependencia al tabaco me ha conducido a la peor de las coyunturas y ahora mismo, la posibilidad de seguir habitando en este plano constituye para mí un enigma, ya que los doctores me expusieron claramente la necesidad de extirpar uno de mis pulmones, completamente calcinado por tantos años de aspirar esa niebla venenosa que constituye mi adicción. Me asemejo a vosotros en que mi ruina yo me la busqué, pero no puedo ignorar que mi íntima conciencia me advertía una mañana sí y otro atardecer también en que mi mancha me encaminaría hacia el lado más oscuro de las sombras de la fatalidad. No quería reconocer que tenía un serio dilema entre mis manos, pero que unas veces por comodidad y otras por autoengaño, jamás me atrevía a encararlo con la suficiente fuerza como para erradicarlo de mi horizonte. ¡Qué lastre tan pesado acumulas a tus espaldas cuando observas impotente el correr de las horas y persistes en la moratoria de medidas que pueden costarte la misma vida! ¡Qué triste y desolador aparece el pasado en tus recuerdos, inundado de vacías añoranzas, simplemente por no haber actuado con determinación, por no haber exclamado un “basta” en resonante grito! Soy el mayor de los tres ¡Dejadme pues deciros algo! Cuando me llamasteis para concertar nuestro encuentro, sabía que estaba desnudo ante la más eminente de las oportunidades. Pensé mucho durante los días previos a esta reunión y un amanecer, como si me hubieran leído con voz atronadora una carta durante mis sueños, me incorporé del lecho con el dulce presagio de que este día cambiaría el transcurrir de nuestro destino. Hoy, mientras caminaba con vosotros en búsqueda de acampada y me asfixiaba víctima de mi indolencia, algo desconocido, a modo de advertencia, golpeó mi rostro hasta alcanzar de dolor las entrañas de mi moral más decaída. Fue el momento en que tomé la firme e inaplazable resolución de abandonar de raíz mis malos hábitos. Sin embargo y volviendo al tema de la visión que tuve aquella noche, tengo que contaros que no resultó un sueño solitario sino que me vi junto a vosotros en feliz coyuntura, riendo, disfrutando, compartiendo instantes de alegría. No quiero que este detalle pase desapercibido para vuestros oídos pues no soy persona de creer en casualidades. No me cuadra que sea el azar el que haya determinado el que hoy estemos aquí juntos y debatiendo el rumbo de nuestras existencias, tan unidas por los lazos de la infancia como por la memoria de las desdichas, tan solo atribuibles a la interminable prórroga que le hemos dado al discurrir de nuestras estaciones. Esta noche, mientras levanto mi índice hacia el corazón de una blanca luna que baña con su tenue luz nuestro rostro, hemos de tomar una decisión trascendental para nuestra suerte. No más aplazamientos, no más retrasos indebidos, no más acúmulo de deudas por esfuerzos demorados. ¡Basta ya, hermanos! Siempre me considerasteis el miembro del grupo con más experiencia y con más capacidad de liderazgo. Dejad que retome ese talento y que tanto el aviso que recibí esta tarde como el sueño que experimenté, sirvan de bendito estímulo para transformar nuestras vidas. Hasta ahora, el reloj del tiempo siempre ha ido por delante de nosotros por la insolencia que hemos mantenido en sostener nuestro desdén. Las horas han transcurrido y hemos perdido las más bellas oportunidades de crecer como personas, por pretender alimentar los hábitos equivocados de tu cobardía, Nuno, de tu egoísmo, Fernando y de la obstinación suicida en mi caso. ¡Queridos hermanos de duro trayecto, no nos levantaremos de este lugar hasta no acordar promesas comunes de reforma, la que ha de llevarnos a todos a rescatar las ocasiones disipadas en el acontecer de nuestros errores!
Los tres antiguos compañeros sujetos por nudos imperecederos se contemplaron unos a otros; sin contener sus emociones por más tiempo, se abrazaron en la quietud de la oscuridad, transformada ahora en la más ilusionante de las esperanzas, y antes de retirarse a un feliz descanso bajo el cobijo de las estrellas, efectuaron firmes juramentos de reconducir sus caminos, uno en su trabajo, otro en su familia y el último, en su sagrada
salud.
Cuando los hombres ya disfrutaban de un merecido reposo, ganado ese día a fuerza de enfrentarse a lo más profundo del sí mismo de sus vidas, tres presencias resplandecientes volvieron a iluminar aquel claro del bosque donde hacía ya varias horas que el fuego se había extinguido. Los hermanos Alipio, Branko y Yara se sentaron en torno a la apagada hoguera, tal y como habían permanecido nuestros tres personajes en el anterior intervalo. Las incorpóreas entidades sonrieron de complicidad y se alegraron sobremanera de que el feliz impulso que habían suscitado entre sus protegidos, a fin de que se pusieran en contacto y tuvieran la radiante idea de la escapada a la naturaleza, hubiera concluido en concordia y en pujantes determinaciones. Restaba lo más complicado, llevar a la práctica los compromisos realizados por sus tutelados, pero siempre se dijo que los grandes proyectos tuvieron su origen en un buen principio. Hablaron y hablaron durante el resto de aquella venturosa noche, coordinando sus futuras actuaciones, pero seguros de que el nuevo día les depararía retos aún más desafiantes que los de aquella maravillosa madrugada.
Maravilloso relato, Jose Manuel!!! No cabe duda de que has sido nuevamente inspirado…Sólo decirte: Gracias! Hace tiempo que vengo demorando una decisión, y estoy segura de que hoy he sido guiada para venir a tu blog. Has sido instrumento otra vez para mí. Muchas gracias Hermano!
Buenísima la historia, me ha gustado de verdad. Podemos ver que procrastinar podemos hacerlos de mil maneras diferentes. Pero quién no ha procrastinado alguna vez… Yo creo que es un mal generacional y que cada vez vamos a peor y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra!. Yo no sabía que existía hasta que en la oficina llegaron los de sistemas a instalarnos un programa para acabar con la procrastinación. Mi cara parecía un poema, también la de mis compañeros… menos mal que no era la única que no había oído hablar de eso!! No sabía que significaba y mucho menos que lo padeciera! Pero ahora sé que si y también sé que es un problema que ha pasado a otra dimensión. Os dejo el enlace del software que nos han instalado por si le sirve de ayuda a alguien más. http://www.workmeter.com.