SOMBRAS DE DIOS (34) La muerte del conde de Valcárcel

—Todo está conectado en la vida. ¡Qué gran verdad, Verónica! Mira, hace unos meses se produjo un motín general en Lisboa. Los portugueses que se rebelaron mataron a muchos españoles y nombraron como rey de Portugal al duque de Braganza.

—Vaya, Dios mío, desconocía por completo las novedades sobre esa revuelta. Qué malas noticias en estos tiempos de crisis.

—Lo peor de todo es que Felipe IV le ha declarado la guerra a una nación que antes nos pertenecía desde la época de su abuelo. Aunque todavía no se han producido batallas importantes, lo cierto es que los disturbios no se han podido sofocar. Las escaramuzas y los combates se han generalizado. Y ahora tengo que contarte lo que directamente te afecta.

—Me estás poniendo mal el cuerpo, Alejandro.

—Verás, tu padre, como buen vasallo de su rey, acudió al servicio de la Corona. En uno de esos encuentros belicosos cercanos a la frontera, un arcabucero portugués alcanzó al conde con un tiro en el pecho. Según me han dicho, nada pudo hacerse por salvarle la vida. ¡Cuánto lo siento por ti y por mí también! Fueron tantos años de servicio a don Diego y a su familia que aún hoy no puedo creer en su desaparición.

—¡No, por favor! —exclamó la joven mientras que se arrodillaba y empezaba a llorar.

—Don Diego de Nebrija, conde de Valcárcel, dio su vida por España y por su monarca. No se le puede pedir más a un hombre que ese noble sacrificio de morir por sus ideales y al servicio de su rey.

La monja intensificó su llanto tapándose el rostro con sus manos que estaban inundadas de lágrimas…

—Y pensar que me despedí de él de malas maneras —comentó la mujer que parecía desconsolada como una niña a la que le han quitado sin explicaciones su muñeca favorita—. Ahora sí que puedo considerarme una huérfana de padre y madre. Si no fuera por mis tres hermanos mayores y por esta bendita comunidad que me acoge estaría completamente sola en el mundo. ¡Que Dios lo tenga en su gloria! Es verdad que nos distanciamos a raíz de lo que pasó con mi hija, pero siempre le respeté y le admiré. Era un hombre disciplinado y a veces, algo intransigente, pero, en definitiva, un noble que vivía acorde a su tiempo y un excelente padre que me ofreció la mejor educación.

—Pudo ser duro, pero clemente, un guerrero, pero de corazón bondadoso.

—Solo espero que mi madre le haya recogido y le haya dado la bienvenida en el reino de los cielos.

—Yo también así lo deseo.

—¿Y dónde fue eso, Alejandro?

—En la frontera, mi niña, que ahora y por desgracia, es tierra de nadie. Me dijeron que el incidente que le costó la vida se desarrolló a escasa distancia de Badajoz y de Elvas, seguro que en un punto intermedio entre las dos ciudades. Debió ser hace como dos semanas. Yo no me enteré hasta hace poco. Supongo que tu hermano mayor vendrá a contártelo en breve.

—Entonces, eso quiere decir que…

—Efectivamente, Verónica. Tu hermano Álvaro es ahora el nuevo conde de Valcárcel. Como hija pequeña, sé que te corresponde una parte de la herencia familiar porque fue tu padre, por la confianza que teníamos, quien me lo reveló antes de partir hacia Portugal a luchar. De alguna forma, él preveía que le podía pasar algo grave.

—Qué gran disgusto me he llevado, mi buen médico. Sin embargo, te agradezco el esfuerzo que has hecho y más en tu estado tan precario de salud. En fin, no sabes cuánto lamento haberte visto en estas circunstancias. Oraré por ti con todas mis fuerzas, porque si existe alguna posibilidad de recuperarte, Dios proveerá.

—Ay, mi querida niña a la que vi nacer. Creo con humildad que Dios ya me está llamando desde hace unas fechas y cuando eso ocurre, es inútil resistirse. Hay que abandonarse a su voluntad y pensar más en lo que me espera que en lo que dejo atrás.

—Cúmplase la voluntad de nuestro Señor, que todo lo organiza en nuestro favor y ama a sus hijos más dilectos, como creo que eres tú y así lo has demostrado a lo largo de tu existencia con tus buenas acciones.

—Gracias, Verónica. Tus palabras, viniendo de quien vienen, constituyen todo un consuelo para un hombre acabado en su cuerpo, pero que aún conserva su fe.

—Le diré a la madre Juana y al resto de la comunidad que recen por ti y por mi padre, para que tenga el descanso y la paz que merece. En cuanto a lo que comentaste antes sobre mi legado, como comprenderás, no quiero nada. Es uno de los aspectos que más he tratado de desarrollar en estos años. Algunos lo llaman desapego, pero creo que se trata de una buena recomendación cuando la persona pretende estar más cerca de lo espiritual que de las preocupaciones mundanas, a menudo ligadas a lo material.

—Así se habla, hermana Verónica. Si tú has cambiado desde que entraste aquí por primera vez, tengo la impresión de que ha sido para bien. Se trata de una lección muy conveniente para evolucionar en este mundo que habitamos. Piénsalo: nada de lo que existe aquí podremos llevarnos a la otra vida. Solo nos valdrán nuestras buenas obras. Esa sí que es la mejor herencia que podemos dejar a quienes nos acompañan en el camino. Será también nuestra excelsa carta de presentación en el reino de los cielos cuando la muerte llame a nuestra puerta.

—Sin duda, mi buen doctor —afirmó segura de sí misma la joven—. Comparto tu criterio y trato de aplicarlo cada día en mi modo de conducirme. Todo lo que mi padre me haya dejado será para mis tres hermanos. Ellos tienen familias que mantener y un futuro que asegurar para sus hijos en un mundo incierto.

…continuará…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada siguiente

SOMBRAS DE DIOS (35) Todo para mi familia

Mié Jun 4 , 2025
—Me alegro mucho por tu decisión, Verónica —afirmó el médico esgrimiendo una ligera sonrisa de complicidad—. Tu familia siempre ha sido muy importante para ti. Seguro que tu madre estará orgullosa de su hija pequeña, aquella a la que educó con tanta dedicación y esmero. —Dios mío, Alejandro, debo entender […]

Puede que te guste