SOMBRAS DE DIOS (8) Ingreso en el convento

Seguidamente y con cara de pocos amigos, debido al conflicto que le había planteado su joven hija, el conde se retiró a sus aposentos como dando por zanjado el asunto en señal de autoridad.

Verónica se quedó sentada en el suelo del gran salón y permaneció pensativa durante un buen rato, meditando sobre las consecuencias de aquella trascendental conversación. Al anticipar en su mente las escenas de su futuro más inmediato, no pudo evitar que las lágrimas resbalaran sobre su rostro.

*****

—Madre, soy la hermana Genoveva. ¿Dais vuestro permiso?

—Sí, entre.

—¿Cómo os halláis esta mañana, mi señora?

—Si yo lo supiera con exactitud… He pasado una mala noche a causa de las toses. No he podido dar prolongación al sueño por ese motivo. Como deberé dictaros la continuidad de esta historia y quiero estar en mejores condiciones, habrá que buscar remedio. Por favor, dígale a alguna de las hermanas jóvenes que traiga agua caliente con una medida de tomillo y eucalipto. Espero que se calmen estos síntomas pues, con tanto espasmo, pareciera que voy a expulsar el alma por la boca.

—Ahora mismo cumplo con el encargo, su reverencia. Aguarde un momento.

Pasado el tiempo y tras haber hecho efecto aquel combinado de hierbas…

—Bueno, creo que estoy un poco mejor. Ayúdeme a incorporarme en la cama. He de estar en buena posición para hablar.

—Es cierto. Si estáis sentada, os ayudará a la hora de seguir con el relato y de recobrar la memoria de unos años extraordinarios.

—Sin duda. Pues si está preparada, hermana, comenzaremos. A Dios gracias, mi cuerpo flaquea, pero mi mente aún conserva los recuerdos originales de aquella época. Sigamos con el relato de mi excelsa predecesora, esa mujer que, si se hace justicia, algún día será santa.

*****

A la semana siguiente de aquella crucial entrevista entre el conde de Valcárcel y su hija…

—Bueno, Verónica, aquí te quedas. Llegó el difícil momento de la verdad, ese en el que padre e hija deben separarse por el bien de todos. Aguarda un poco, que yo he de retirarme. No me gustaría quebrar el aislamiento de estas buenas monjas que tanto rezan por el perdón de nuestros pecados y el bien de sus semejantes. Como acordamos, será la mismísima madre superiora la que venga a acogerte y la que te vaya explicando cuál será a partir de ahora tu ritmo de vida en el convento. Compórtate con la debida sobriedad como miembro de la nobleza que eres y no con el orgullo pedante del que hacen gala algunos arribistas. La clase y tu perfecta cultura serán tu mejor distinción. No olvides nunca que eres de la familia Nebrija y que el condado de Valcárcel nos pertenece como mérito ante el rey y por compartir la misma sangre.

—Sí, mi señor —afirmó en voz baja una apenada y nerviosa joven a la que se apreciaba superada por los acontecimientos, como abandonada a la suerte de su nuevo e incierto destino.

—Lo siento, mi niña, pero no tenía otra opción que proceder de este modo. Espero que lo comprendas.

—Sí, es la deuda a pagar por mi imprudencia. Decidme, padre, ¿algún día me revelaréis dónde se halla mi hijo, aunque él sea ya un hombre formado?

—Ya veo que, incluso en las despedidas, eres testaruda en tus argumentos. Al menos, esa actitud tan perseverante te vendrá bien en otros aspectos de la vida. Sin embargo, no quiero ofrecerte certezas sobre lo que me preguntas. Si desconocemos lo que acontecerá incluso mañana… ¿cómo saber dónde estaremos en los próximos años? Quizá ni estemos sobre esta tierra, al menos yo que soy mucho mayor que tú. A menudo, el destino resulta caprichoso.

—¿Caprichoso, padre? ¿Creéis que el Señor todopoderoso que habita en los cielos deja cosas tan vitales como esta al albur?

—No empecemos de nuevo con esas reflexiones tan filosóficas y rebuscadas. Conozco tus métodos. Antes de marcharme, solo te diré algo. Me juzgas mal, hija. Solo te centras en tus intereses y por eso, quiero que aprendas. La existencia no constituye un lugar tranquilo por el que transitamos solo para disfrutar de los placeres y de las buenas noticias. Con frecuencia, hay que tomar decisiones y estas, a veces, pueden resultar amargas. A pesar de que esta medida de confinarte aquí pueda parecer severa, lo hago por tu bien, pero esto solo lo entenderás con el transcurso del tiempo. Soy responsable de ti, por eso el destino te trajo a mi casa y no a otra. Y yo asumí con firmeza esa responsabilidad, al igual que lo hice antes con tus otros tres hermanos. Espero que algún día, tras el juicio de la edad, me valores de una forma diferente. Será la época en la que habrás vivido más y, por tanto, contarás con una mayor experiencia y aprendizaje. Solo así alcanzarás el equilibrio en tu juicio y llegarás a una debida estimación de lo que hoy consideras como cruel o contrario a tu discernimiento. Adiós hija, sé fuerte y cuídate. Aquí estarás bien. Recibirás noticias de mi parte. Recuerda que este es un edificio de clausura y oración y no un lugar público donde se puede penetrar y salir con entera libertad.

—Adiós, padre. No olvidéis que dejáis a vuestra hija entre estos muros —acertó a decir con dificultad y entre lloros la joven.

—Jamás te olvidaría. No he perdido el juicio. Si fuese así, que Dios me lo demande tras mi muerte.

—¿Puedo daros un beso de despedida, mi señor?

—Un beso y un abrazo. Sé prudente y que la sabiduría guíe tus pasos.

Tras un emotivo adiós, en el que ambos no parecían estar convencidos de la oportunidad de la medida adoptada, el conde salió de la estancia. La chica trató de recomponerse ante lo que le esperaba, tratando de respirar con serenidad. Al poco, se oyó el ruido de una puerta en la habitación contigua que se abría lentamente…

…continuará…

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