Fray Bernardo se inclinó hacia adelante, esta vez con temple.
—Entiendo; mas, como vos misma afirmáis, no pasa de suposición. Lástima que solo podáis conjeturar. Eso sí: vuestra imaginación es portentosa.
—Puede —admitió la monja—, pero no logro arrancarme esa escena de la cabeza; vuelve y vuelve.
—¿Guardáis algún celo por la conducta de la madre Verónica? —afiló el fiscal—. Decidme si no estaréis obsesionada con su modo de gobernar esta casa.
—Jamás —replicó con seguridad—. No soy mujer de envidias ni de rencores. Bastantes son mis propios asuntos. Soy una hermana más; eso sí, observo y vigilo por si noto algo que contravenga la regla. Las relaciones entre religiosas no están consentidas. Esto es un monasterio: hicimos votos, y no admito que nadie se entregue a la depravación ni a otros vicios provocados por la carne.
—Ya ha pasado tiempo desde vuestra carta —suavizó el dominico—. Insisto: ¿habéis notado algo nuevo entre la madre Verónica y la hermana Concepción?
—Como dije, mantienen una intimidad que nunca antes vi entre mujeres, y menos entre monjas de clausura. Perdonad la franqueza: parecen enamoradas; ninguna da un paso sin el beneplácito de la otra. Ojalá fuerais invisible para registrar su comportamiento. Hay entre ellas un elemento impúdico que las anuda. Basta mirar cómo se hablan, cómo se miran. ¡Eso no es normal! —estalló Martina poniéndose en pie—. Os lo juro; creedme.
—Me ha quedado clara vuestra opinión. No hay más preguntas. Pasemos a la otra cuestión de vuestra denuncia. Asegurasteis que aquí ocurrieron dos hechos extraordinarios que está por ver si entrarían o no en la categoría de «prodigios». Me entendéis, ¿verdad?
—Por supuesto, mi señor fiscal.
—Primero: en plena explosión de la plaga el padre Damián entró enfermo a confesar a la madre y transcurrido un rato, salió sanado. ¿Os ratificáis?
—Sí… aunque confieso que no presencié lo sucedido; no estaba allí.
—Hermana —le atajó el fiscal—, por favor, el Santo Oficio no pierde tiempo con conjeturas o con suposiciones salidas de una mente perturbada. ¿Cómo afirmáis que aquello pudo constituir un prodigio inspirado por el Maligno?
—Resulta obvio, mi señor. El franciscano acude enfermo hasta aquí, aquejado de los típicos síntomas de la dolencia; confiesa a la madre y, acto seguido, aparece —como siempre— esa hermana que se las da de doctora, porque su padre fue médico y por otras fantasías de su imaginación alterada.
—Un momento, hermana Martina —detuvo la conversación el dominico alzando la mano a gran velocidad—. No es por nada, pero… diríase que guardáis animadversión contra vuestra compañera. ¿No pensáis que eso resta crédito a vuestro testimonio?
—Lo que pienso es que cada vez que ocurre algo extraño, ella está cerca. Según mi criterio, demasiada casualidad —dijo con un gesto involuntario de asco—. ¿No coincidís con mi razonamiento, fray Bernardo?
—Sigamos la secuencia —ordenó el inquisidor.
—Una vez acabado el episodio del confesor, llegó la increíble escena de la novicia —prima, al parecer, del franciscano—: se contagia durante la tarde y, de forma sorpresiva, amanece curada. Todo el mundo sabe que la peste hace estragos; nadie sale vivo de sus garras cuando prende. Y, sin embargo, esa jovencita es atendida por la madre y la enfermera, y como por milagro mejora en horas. En suma: quienes muestran síntomas claros de peste salen indemnes de un mal que manda a la tumba a los demás. Sorprendente ¿no?
—Lo admito: es extraño —concedió el fiscal—. Nada parece normal entre estos muros.
—Desde luego, mi señor. Todo cuanto os he contado me dirige a una conclusión esencial: ¿no veis la mano tenebrosa del demonio detrás de estos acontecimientos? No hay otra explicación. Por eso, después de meditarlo con calma, lo denuncié al Santo Oficio que es el órgano indicado para investigar de estos sucesos cuando menos maliciosos.
—Gracias por la aclaración; no es menester que me recordéis nuestro trabajo.
—Estoy segura —apretó Martina— de que esas dos han pactado con Lucifer. La gran pregunta es qué les habrá exigido Satanás a cambio para darles poder incluso sobre la peste.
—Sorprende vuestra certeza —ironizó Bernardo—. No es habitual en una monja, y menos con orígenes tan humildes como los vuestros.
—Lo admito, mi señor: no vi la curación del padre Damián —concedió—, ni estuve en la enfermería cuando atendieron a Consolación. Pero sí vi a la novicia entrar en pánico con tos, fiebre, vómitos, debilidad… Es que no se tenía en pie y horas después la contemplé con mis ojos como si apenas hubiese pasado un leve resfriado. Pensad con calma: ¿qué explicación tiene eso si no es la intervención del demonio? Con toda humildad, fray Bernardo, es que no hallo otra.
El inquisidor dejó que el silencio pesara. La pluma de fray Agustín reanudó su rasgueo, anotando sobre el papel todo cuanto había manifestado la hermana Martina.
…continuará…

