SOMBRAS DE DIOS (62) El nombre de la niña

Aquel sábado, durante el almuerzo, todo eran cuchicheos en el refectorio. Incluso se produjo un momento de buscada indisciplina. Tal era la alegría que dominaba el ambiente ante la presencia de la recién llegada, que hasta la hermana lectora tuvo que interrumpir su labor en voz alta al darse cuenta de que ninguna de las monjas seguía su discurso.

De pronto ocurrió un incidente inesperado. Las hermanas, llevadas por el entusiasmo, habían colocado al bebé en medio de la estancia, dentro de su canastilla de mimbre y sobre una mesa habilitada al efecto. En teoría, la criatura debía dormir plácidamente tras haber sido alimentada durante la mañana. Entonces, la novicia Consolación, muy nerviosa, se levantó de su lugar en la mesa y tomó la palabra:

—Madre, disculpad la interrupción, pero habréis notado que la feliz aparición de esta linda niñita ha alterado incluso nuestra forma silenciosa de comer. Perdonad si me muestro ansiosa, pero, por favor, ¿habéis pensado ya un nombre con el que bautizar a nuestra querida “intrusa”? Nos haría tanta ilusión conocer su identidad…

Un silencio sepulcral se adueñó de la sala. El interés por escuchar la voz de la madre era creciente: todas deseaban saber cómo llamar a la recién nacida. La comunidad, expectante, aguardaba la intervención de Verónica. Por momentos, la madre se sintió mareada ante la silenciosa presión de las miradas. Todas se clavaban en sus labios. Hasta la hermana Concepción, que habitualmente se sentaba a su lado, llegó a preocuparse.

—Madre, ¿os sucede algo? ¿Os halláis indispuesta? —preguntó la enfermera.

Tras unos instantes de incertidumbre, en los que la cabeza de la superiora parecía tambalearse, esta recuperó la conciencia plena y, con una voz algo distinta a la suya, se dirigió a la comunidad:

—La niña se llamará Fátima y vivirá y crecerá entre nosotras. Con el tiempo, se unirá a nuestra orden y, por sus obras, dará testimonio de la Virgen Inmaculada y de sus hijas, que somos nosotras, las monjas concepcionistas.

Se hizo un silencio mientras las presentes asimilaban la noticia, un mensaje claro de la abadesa, pronunciado con una autoridad casi regia. Sin embargo, a la hermana Martina le faltó tiempo para emitir un chasquido de desaprobación con la lengua. Tras levantarse, expresó su desacuerdo:

—Perdonad la interrupción, madre. Para mí, y para el resto, resulta una sorpresa muy desagradable que hayáis pensado en un nombre infiel, nada menos que el de la hija del profeta Mahoma, líder de los musulmanes, cuya religión se impuso por la fuerza en nuestras tierras durante ocho siglos. Recordad que solo tras grandes sacrificios logramos expulsar a esos infieles que tanto abusaron de nuestra paciencia.

Un murmullo recorrió la sala, pero pronto volvió un silencio que se podía tocar.

Ante el desafío lanzado por Martina, la superiora no se inmutó. Con asombrosa calma, volvió a abrir los labios:

—Mis queridas hermanas, oíd: sabed que en nuestra vecina Portugal existe una bella historia de la princesa mora Fátima. Se cuenta que, en el siglo XII, en plena guerra de conquista contra los musulmanes, el rey Alfonso Henriques envió al combate a uno de sus más distinguidos hombres: el caballero Gonçalo Ermigues. Tras una batalla victoriosa, este quedó prendado de la princesa al contemplarla desde la distancia. Se enamoró tanto de ella que solicitó a su soberano permiso para desposarla. Entonces, el rey Alfonso le impuso dos requisitos.

» El primero, que su futura esposa se convirtiese al cristianismo. El segundo, que derrotara definitivamente al príncipe moro Abu, cuya resistencia era un gran obstáculo para la expansión hacia el sur. Gonçalo puso tal empeño en cumplir con su misión que pronto derrotó al enemigo de su monarca. De este modo, pudo satisfacer las dos condiciones de Alfonso y contraer matrimonio con la antigua princesa, que se hizo cristiana y fue muy feliz en su compañía.

» Sabed también que aquella comarca donde vivía la joven pasó a llamarse tierras de Fátima, en recuerdo de la mujer de la que se enamoró el caballero que tan valientemente sirvió a su rey.

Tras una breve pausa, Verónica pareció tomar aire. Recuperándose, prosiguió su discurso:

—Quiero que sepáis, mis buenas hermanas, que nuestra fundadora, Beatriz de Silva, fue originaria de Portugal y que su infancia transcurrió cerca de aquel lugar al que me he referido. Luego, como muchas sabréis, Beatriz viajó hasta la corte castellana acompañando a la futura reina Isabel, que era su prima. En aquella época, Portugal era un reino independiente de Castilla, como pretende serlo ahora para liberarse de la influencia y del vasallaje hacia nuestro monarca, Felipe IV.

De nuevo, el mutismo se adueñó de la sala. Verónica se tocó levemente el rostro, como si notara algo extraño en su semblante. Al final, logró recomponerse hasta recuperar su expresión habitual. En un acto ceremonioso, que pareció durar una eternidad, se sentó con lentitud en su silla.

Cuando nadie sabía qué podía ocurrir en aquel enrarecido ambiente, la novicia Consolación —que había tomado una gran confianza con Verónica tras el incidente sucedido durante la plaga— se incorporó de nuevo:

—Disculpad, madre. Creo que todo está dicho. Si esa es vuestra voluntad, lo será por algún motivo importante. Yo, si me lo permitís, solo puedo darle mi más calurosa bienvenida a nuestro nuevo miembro, a esa niña que algún día esperamos ver vistiendo nuestro hábito blanco y azul… o lo que la Virgen Inmaculada le depare.

El resto de las hermanas estalló en risas ante la respuesta improvisada de la joven aspirante. Y la cría, ajena a aquella conversación, continuó durmiendo tranquila e inocente en su canasto, bajo la mirada curiosa del grupo de mujeres.

…continuará…

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