—Tranquila, Concepción —afirmó la superiora mientras que se tocaba la cara con sus dedos en un gesto de reflexión—. Recuerda las enseñanzas de la madre Juana: «en cada problema, en cada dificultad, una oportunidad de avance y de progreso». Y creo que ella tenía mucha razón. Si no nos ponen a prueba, ¿cómo demostraremos nuestras capacidades?
La hermana se quedó pensativa, como reflexionado sobre la cita que tantas veces repetía la antigua abadesa.
—Estoy de acuerdo —asintió la enfermera rompiendo el silencio mientras que apretaba levemente sus puños—. Por eso habremos de estar atentas. Aunque Martina ha pasado desapercibida los primeros días, era cuestión de tiempo que diese la cara con su verdadera naturaleza cual águila que decide romper el cascarón. Esperemos que no nos pique en exceso. Además, durante las primeras fechas, las nuevas que llegan siempre tratan de observar el ambiente para luego adaptarse en lo posible; algunas incluso se esfuerzan por caer bien. No parece este el caso.
—Incluso al intervenir hoy en el comedor su gesto era de crispación, acorde a las intenciones que escondía. Seguro que en Toledo no tuvieron más remedio que expulsarla: de haber seguido allí el perjuicio hubiese sido peor. Nadie echa a un miembro de su comunidad si no pone en peligro la cohesión y la unidad del grupo. Y ahora, nos toca a nosotras hacernos cargo de ella y de reconducirla en lo posible. No obstante, con las cuestiones del carácter, los milagros son difíciles, sobre todo si la que presenta el problema no desea cambiar o incluso disfruta con el escándalo.
—Relájate, Verónica. Te aprecio un poco tensa. Si tu mente amplía la dimensión del obstáculo, este crecerá de tamaño. Y no es eso lo que queremos. La prioridad ahora mismo es saber lo que va a ocurrir con la plaga, simplemente sobrevivir entre los vientos malignos con los que se mueve la peste. Cuando todo esto haya acabado, podremos pensar con claridad qué hacer exactamente con Martina.
Verónica permaneció callada y fijó su atención en la luz que atravesaba la ventana de su despacho, como embelesada…
—Por más vueltas que le doy, aún me sigo asombrando por cómo hemos quedado libre de esta enfermedad, pese a haber estado en contacto con el padre Damián y con la novicia Consolación.
—¿Sabes, Concepción? Yo también lo he pensado y ya no me asombro de nada. Ese hecho milagroso ha sido obra de Dios y de su enviada Beatriz de Silva. No me cabe en la cabeza otra explicación. Por eso entiendo el significado de mi primer encuentro con ella, justo al poco de que me arrebataran a mi niña de mi vientre.
—Una cosa, madre. Acabo de recordar que hace unos días llegó un pedido con varios remedios. He de ir a la enfermería para clasificarlos y ordenarlos. Si te apetece, acompáñame y seguiremos hablando.
—Es una buena idea, pero caminaré detrás de ti manteniendo la distancia.
Un rato más tarde…
—Uf, cuántos frascos y hierbas —dijo en tono de admiración la superiora mientras que acercaba su vista a algunos de los objetos que había sobre la mesa—. Parece increíble que todo eso sirva para curar.
—O al menos para aliviar dolores y reducir síntomas —respondió la enfermera oliendo el contenido líquido de uno de los frascos.
—Dios mío, hermana ¿cómo es posible que sepas tanto?
La reacción de Concepción resultó clara: sonrió y adoptó una cara de ternura.
—Verónica, ¿ya te has olvidado de que mi padre ejerció como médico por más de cuarenta años?
—Es cierto. Y parece que se esforzó mucho por transmitirle a su única hija todos sus conocimientos y su experiencia.
—Así fue —respondió la enfermera con aire nostálgico.
Y a continuación, añadió…
—No deja de ser curioso que mis tres hermanos mayores, todos hombres, nunca mostrasen el menor interés en la profesión médica. Bueno, el más pequeño murió en la pubertad. Ni siquiera mi padre pudo salvarlo. Y los otros dos se inclinaron por el mundo de las leyes.
—Es fácil imaginar al insigne doctor contrariado por la poca atención de los suyos hacia la medicina. Seguro que ello lo empujó a centrarse en ti para que al menos, su huella y su legado quedasen en tus pensamientos y en tus manos.
—Es que a mí me ocurrió justo lo contrario que a mis hermanos. Yo siempre mostré interés y, a veces, cuando me dejaban, acompañaba a mi padre en las visitas a los enfermos. Aún desde el silencio quería observarlo todo y aprender para el día de mañana.
—Charlando de estas cuestiones, me ha venido a la mente el recuerdo de mi insigne amigo: Alejandro Mendoza. A pesar de lo ocurrido, y ya sé que él solo cumplía con las órdenes del conde, su comportamiento siempre resultó digno. En mi memoria no se olvida su última visita, cuando vino hasta aquí para despedirse de mí y al mismo tiempo, entregar su vida.
—Resultó un gran ejemplo. Yo también le admiraba. Creo que para él fue un gran privilegio gozar de la oportunidad de trabajar para una casa de renombre como la tuya, los Nebrija. No sé por qué extraña razón, el doctor Mendoza te trajo al mundo y a la vez, vino a morir delante de ti, ante su «querida niña», como él te llamaba.
—Nosotras le acompañamos en sus últimos momentos y creo que nuestra presencia le hizo bien; al menos pudo decir adiós entre personas que le guardaban afecto.
—Qué pena que las mujeres no podamos estudiar como los hombres. Si la sociedad estuviese organizada de otra forma y, no pretendo caer en un pecado de orgullo, creo que yo habría hecho todo lo necesario para obtener mi título como doctora. Pero ya se sabe, los sueños, sueños son —expresó la hermana con su mirada fija en un punto perdido.
…continuará…