Aquella mañana, la hermana Genoveva llamó suavemente a la puerta de la celda de la abadesa.
—¿Da permiso su reverencia?
—Buenos días, hermana. Siento deciros que hoy me duele todo el cuerpo y por no exagerar, os diría que me duelen hasta los cabellos. Debe ser que la noche no me ha procurado el suficiente descanso. Pero ¿qué es eso humeante que lleváis entre vuestras manos?
—Mi señora, solo se trata de una bebida caliente y vigorosa elaborada a base de extractos de plantas y que me recomendó una buena amiga en mi anterior convento. Procuro ser previsora y cuido de vuestra salud, que os necesitamos. Creo que os levantará el ánimo y os ayudará a recordar. Así podremos avanzar con vuestras memorias, esas que son testigo fiel de la historia de este monasterio. Mi abadesa, qué importante es recordar nuestro pasado, sobre todo en lo que afecta al período por el que vivisteis. Dios mío, ayúdanos a poner sobre papel todo lo que aconteció entre estos muros de piedra. Quiera nuestra fundadora que las generaciones futuras puedan conocer vuestro testimonio.
—Pues sí que quema, hermana. Espero que el brebaje surta efecto. Su sabor no resulta muy agradable, pero aguardo a que me haga el efecto necesario para seguir dictándoos este relato.
—Mi señora, yo en cambio, me noto muy bien esta mañana. Estoy preparada para copiar cuanto me digáis, madre Fátima. Ya llevamos unas fechas reuniendo información y nos resta menos para alcanzar los tiempos más actuales.
—Por Dios, esto sabe raro —afirmó la abadesa mientras que mostraba un gesto de incomodidad en su boca—. Su gusto es bastante amargo, pero por todos los santos, os juro que ya está comenzando a hacer efecto. Debe tratarse de hierbas milagrosas pues son capaces de despertar a un muerto. Gracias por la bebida, Genoveva, pues estáis en todo y yo, en mi caso, ya no sé ni cómo me levantaré mañana. ¿Sabéis una cosa? Fueron tantas y tantas conversaciones las mantenidas con Verónica que, de veras, hallo que reste poco de su vida que ella no me confesase. A Dios gracias, eso denota la plena confianza que depositaba en mí, su más humilde servidora.
—Sí, eso ha quedado claro, madre. La complicidad entre vuestras mercedes fue tanta que vos sois la mujer del convento más preparada para relatar por escrito el paso de esa excepcional monja por aquí.
—Aunque parezca mentira, debo deciros, hermana Genoveva, que a pesar de esa aura de santidad que la rodeaba, ella también sufrió momentos de dudas en su interior.
—¿De veras, madre? Me cuesta trabajo creer en ello por su excepcionalidad. ¿Tan humana se sentía?
—Por supuesto que sí. Mirad, escuchad con atención y anotad con vuestra pluma otro capítulo de su singular trayectoria por este bendito lugar…
—Cuando queráis.
—Nos situamos unos diez años después de que le arrebataran a su hija Beatriz y de aquel maravilloso encuentro con la madre fundadora y con la desaparecida condesa de Valcárcel, aspectos que les fueron revelados tanto a la abadesa Juana como a la hermana enfermera Concepción. Fue una época en la que Verónica comenzó a desarrollar dudas en su espíritu, tantas, que dada la confianza que tenía con la responsable del convento no pudo evitar admitirlas ante ella. Tal era el desahogo que necesitaba su alma… porque incluso los seres más nobles viven momentos de zozobra antes de encarar los grandes desafíos de su destino.
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—Madre Juana, como os dije ayer —manifestó la hermana Verónica—, quería pediros vuestra sabia opinión sobre una serie de pensamientos que asaltan mi cabeza desde hace unas fechas hasta hoy.
—Claro que sí, hija. Las monjas veteranas como yo estamos aquí, no solo para ejercer el mando y la cohesión del grupo, sino principalmente para atender las demandas y ayudar a las hermanas. Ese es mi cometido y por eso pienso escuchar lo que me tengáis que contar con toda mi atención. Voy a coger mi bastón y daremos un paseo por el claustro; así me dará el aire. Luego, nos sentaremos en torno a la fuente y así os sentiréis más libre para confesar lo que os preocupa.
—Madre, no quisiera incomodaros, que ya se sabe que la salud es lo primero.
—No digáis tonterías sin sentido, jovencita. Hay que cuidar del cuerpo porque Dios así nos lo requiere, pero lo prioritario es y será siempre la consideración hacia el prójimo. Ahora mismo, para vos, lo más importante es compartir conmigo esas inquietudes que vuestra mente genera. Si la madre de nuestro Señor lo tiene a bien, me siento preparada para aliviar esas penas que os afligen.
—Mil gracias, madre. Su merced ha sido siempre un gran punto de apoyo para mí, sobre todo desde que se llevaron a mi hija y desde que me quedé huérfana de mi padre. Mis hermanos siguen ahí, pero viven en el exterior y cada uno posee su propia vida así como sus asuntos.
—Me alegro de oír eso. ¿Por qué permanecemos en este mundo si no es para sostenernos entre nosotras? Venga, no nos demoremos. Dadme el brazo y vayamos al claustro.
Las dos monjas, tras un breve paseo, se sentaron en uno de los bancos de piedra, justo debajo de un frondoso naranjo cargado de frutos y que, a su vez, les proporcionaba una espesa sombra.
—Veamos, Verónica, antes que nada, cerrad vuestros ojos y encomendaos a la Virgen Inmaculada, que ella sabe leer en nuestros corazones.
—Es cierto, su reverencia. Disculpad…
…continuará…

