Al poco rato, el aire del locutorio aún olía a cera gastada y humedad de claustro.
—Madre abadesa, por ahora hemos concluido —dijo fray Bernardo con sequedad—. Volveremos esta misma semana, una mañana a primera hora. Es preciso interrogar al resto de la comunidad. En asuntos de esta índole conviene reunir toda la información posible. La próxima jornada será recia, mas necesaria.
—Claro… los trámites de cualquier pesquisa inquisitorial.
—Vuestra merced lo ha dicho. Sentimos trastornar la regla de vuestra casa, pero es nuestro encargo. El Santo Oficio toma muy en serio los procesos que abre y las diligencias que de ellos dimanan. Por tanto, permaneced despejada y en plena conciencia para lo que se avecina.
—Vos dispondréis, señor fiscal —respondió la madre Verónica, y desvió la mirada hacia el otro fraile, fray Agustín.
Tres días después —tras Laudes y cuando la luz primera aún era fría— los dos dominicos golpearon el aldabón de la portería. Venían por mandato del tribunal de Sevilla y traían consigo la prisa silenciosa de quienes están habituados a estas visitas. A la hora de Sexta, cuando el sol estaba más vertical sobre el patio, llamaron a declarar a la novicia.
—Hermana Consolación, tened la bondad de pasar. Nada habéis de temer —dijo fray Bernardo—. Acomodaos.
La muchacha vaciló un instante; sus pasos, menudos, delataban más respeto que desobediencia. Se sentó al borde de la silla, con las manos juntas sobre el regazo.
—Vuestro recelo quizá nazca de nuestras vestiduras —rio entre dientes el religioso—. ¿Nunca visteis de cerca este hábito? Tranquila: el blanco y el negro no son amenaza, sino el decoro del oficio al que servimos.
—Perdonad, señores. Ni siquiera soy hermana todavía; no estoy hecha a que me pregunten —dijo, bajando la vista. No se atrevía a sostener el rostro de aquellos hombres.
—El miedo os encoge el ánimo —repuso él—, pero no hay motivo… a menos que hayáis venido dispuesta a ocultar algo al Santo Oficio. No os conviene.
—Ni siquiera sé sobre qué habré de responder, mi señor.
—Solo os atañe un punto —intervino fray Bernardo. Abrió un cuaderno de cubiertas pardas y leyó unas notas para sí mismo mientras con la izquierda sujetaba el tintero para que no volcara.
Guardó un silencio que pesó como una piedra en la mesa. Parecía medirle el pulso al alma de la novicia.
—Sois joven y aspiráis a un destino noble en este monasterio: profesar en la comunidad concepcionista, al amparo de la Virgen Inmaculada y de la memoria de su fundadora, la madre Beatriz de Silva. Con vuestra declaración os jugáis mucho. Si faltáis a la verdad, incurrís en grave falta contra los ministros del Santo Oficio, cuyo único celo es esclarecerla; y esa mancha os cerraría las puertas de vuestra vocación. ¿Lo habéis entendido, novicia?
—Sí, fray Bernardo —musitó ella, temblorosa.
—Mejor así. Una sola falsedad y no podréis jurar vuestros votos. ¿Deseáis saber algo más?
Consolación no preguntó. Manteniendo la cabeza baja, guardó un silencio prudente.
—¿Sabéis lo que os aguardaría si, por mentir, fuerais expulsada de la orden?
—Eso… sería horrible. No creo que yo ni mi familia lo soportáramos. Mis padres fueron quienes me aconsejaron entrar aquí, al cuidado de la reverenda madre.
—Os volverían la espalda en muchas partes, incluso en vuestra propia sangre —dijo con fría llaneza—. Y ningún varón tomaría por esposa a quien el Santo Oficio tuviera por perjura. En suma, la vida se os haría áspera.
—Lo imagino… —respondió ella, y dos lágrimas, tercas, le humedecieron la mejilla—. No voy a mentir. Diré la verdad de cuanto me preguntéis.
—Así nos entendemos. No hemos venido a malgastar el tiempo con medias tintas. Solo nos incumbe aclarar lo sucedido cuando la peste azotó esta comarca. ¿Juráis decir verdad en todo cuanto declaréis?
—Lo juro, mi señor.
—Quede asentado. Fray Agustín, haced constar que, por ser novicia, ha sido debidamente advertida de los peligros de faltar a la verdad ante este tribunal.
—Consta ya en diligencia —dijo el segundo, mojando la pluma de oca y asentando una rúbrica breve.
—Comencemos, pues —concluyó fray Bernardo, y acortó la distancia, no con brusquedad, sino con la presión calculada de quien quiere oír la respiración del testigo—. ¿Es cierto que, en el mes de mayo pasado, os presentasteis una noche en la celda de vuestra superiora?
—Sí, es cierto.
—Hablad un poco más alto, novicia y superad vuestra timidez; fray Agustín es un poco duro de oído.
Ella asintió varias veces y tragó saliva.
—¿Y por qué motivo hicisteis tal cosa a horas tan intempestivas? Debió de haber una razón poderosa para dejar el lecho y molestar a la madre Verónica.
…continuará…

