El aire se tornó denso en la estancia. El rostro de fray Bernardo mostraba una crispación que rozaba la ira. Fue entonces cuando su secretario, fray Agustín, intervino con voz mesurada:
—Hermano Bernardo, con vuestro permiso, os ruego que no insistáis más en esta línea. Considero que la joven ha dicho cuanto sabe. Si seguimos presionándola, quizá acabe imaginando lo que no ocurrió, solo por librarse del aprieto al que la sometéis. Como vuestro secretario, es mi deber colaborar en el esclarecimiento de la verdad, pero también en la prudencia de las preguntas.
El inquisidor lo observó unos segundos, respirando con dificultad, antes de responder:
—Gracias por la observación, fray Agustín —dijo, aún entre resoplidos—. Tal vez tengáis razón. No obstante, un buen fiscal ha de ser minucioso en la naturaleza de sus preguntas. Aun así, entiendo la sensatez de vuestra interrupción.
Y con un leve gesto de su mano, dio por concluido el interrogatorio, mientras la novicia permanecía inmóvil, pálida y abatida, como si hubiese envejecido varios años en el transcurso de aquella hora.
Apenas se hubo levantado Consolación de la silla —que para ella había sido un verdadero potro—, recibió el encargo de ir en busca de la superiora para que regresase a la estancia. No tardó en oírse el roce leve de los hábitos y el golpe discreto en la puerta.
—Su reverencia —dijo el fiscal, acomodándose la capa—. Dada la intensidad de nuestra labor y los recursos que consumimos, convendrá reponer fuerzas. Sentimos sed y hambre. ¿Sería posible tomar aquí el almuerzo? Bastará con lo que las hermanas hubieren preparado.
—A su disposición, ilustre señor —respondió Verónica con una leve inclinación—. Hoy hemos comido garbanzos y, después, tocino con pan. Nosotras ya hemos concluido.
—Excelente —intervino fray Bernardo—. Aplacaremos así los pellizcos del estómago. Luego proseguiremos y concluiremos de una vez con las diligencias.
—La mala nueva —añadió la abadesa, prudentemente— es que en este convento carecemos de vino. Somos de clausura; no nos visitan hombres a quienes agasajar.
—Mejor así —replicó fray Agustín, con media sonrisa—. Si bebo, la pluma se me vuelve perezosa. El agua nos será más provechosa.
—Quedará hecho —dijo Verónica—. ¿Tenéis, por ventura, previsión de cuándo terminaréis?
—Con suerte —respondió fray Bernardo, consultando mentalmente su secuencia de interrogatorios—, antes de que caiga la noche. Así podremos partir hacia Sevilla a primera hora. ¿Os incomoda acaso nuestra presencia?
—En absoluto, mi señor —contestó ella, manteniendo el aplomo—. Solo señalaba que nuestra sagrada rutina se resiente: el Santo Oficio infunde nerviosismo en la comunidad. No por ello dejaréis de cumplir con vuestro encargo. Si me lo permitís, ahora que parecen amainar las preguntas… ¿cómo continuará el procedimiento?
—Interesante cuestión —repuso el inquisidor, llevándose la mano a la barba y acariciándola con pausa—. Se os ve inquieta por el derrotero de este desdichado asunto.
—Disculpadme —dijo Verónica con serenidad—, mas la que os habla no abriga temor alguno, pues su conciencia está limpia ante Dios. No me sé culpable de quebrantar precepto de mi Orden ni de la Santa Madre Iglesia. Por eso permanezco tranquila.
—Sois libre de sentiros como gustéis —replicó él—; ya el tribunal, a su tiempo, fijará vuestro grado de responsabilidad y el de las hermanas que resulten alcanzadas. Nuestro celo es por la verdad: si procede, se elevarán estas actuaciones para la deliberación o, llegado el caso, para abrir plenario y dirimir la naturaleza de los hechos y las personas implicadas.
—Entiendo —musitó la mujer, bajando un instante la vista.
—Siento decepcionaros si aguardabais un plazo exacto —prosiguió el dominico—. Los jueces han de examinar cuanto hoy recogemos en actas; y si lo juzgan conveniente, se abrirá un juicio para deslindar culpas.
—¿Juicio? ¿Habéis dicho juicio? —se alarmó Verónica, alzando la mirada.
—Lo habéis oído bien, madre —confirmó fray Bernardo—. Pero no anticipemos lo que no nos corresponde. Esa potestad es del tribunal y pende de la gravedad que a los hechos se atribuya. Para vuestra noticia, a mí, como fiscal instructor, se me pedirá parecer —se golpeó levemente el pecho con dos dedos—, y emitiré las recomendaciones que juzgue oportunas conforme a mi criterio y experiencia.
—¿De veras? Y, con todos los respetos, esa recomendación… ¿en qué sentido discurrirá?
—No sé por qué, vuestra merced, mas diríase que preguntáis más de la cuenta —ladeó la cabeza, olfateando el ambiente—. El nerviosismo se huele. Sea: seré franco, ya que sois persona principal en la villa, y vuestro hermano mayor no ha dejado de ser conde de Valcárcel.
—Os ruego, fray Bernardo, que no mezclemos esas materias —replicó la abadesa, con dignidad sobria.
—Como gustéis —concedió él—. No obstante, con los datos recabados hasta el momento, yo, en vuestro lugar, no me mostraría tan sosegada. Todo puede acontecer, y aún restan testimonios por oír. No nos perdamos en preguntas extemporáneas: encargad, os ruego, que nos sirvan el almuerzo para proseguir de inmediato. Conviene que terminemos cuanto antes.
La superiora asintió; una hermana lega entró luego con una escudilla humeante de garbanzos, pan moreno y una pieza de tocino sobre tablilla limpia. Posó también una jarra de barro rezumando frescor. El rasgueo de la pluma de fray Agustín cesó por un instante; el silencio, apenas roto por el hervor perezoso en las entrañas del puchero, se tendió por la sala como un telón breve antes de la siguiente escena. Verónica, de pie, aguardó a que los dominicos tomaran asiento; su porte, grave y sereno, parecía decir más que cualquier protesta.
—En cuanto terminemos —añadió por fin el fiscal, tomando un bocado—, retomaremos las diligencias. Y Dios mediante, dejaremos esta casa antes del toque de completas.
La abadesa inclinó la cabeza, obediente y firme a la vez, y salió de la estancia.
…continuará…

