SOMBRAS DE DIOS (67) La voz de la acusación

—Ah, ¿no? ¿Y si os revelara que se trata de alguien que mora dentro de estos muros? —dijo el fiscal, clavando en ella una mirada penetrante y casi hipnótica—. Vaya con su merced… os habéis puesto pálida como el mármol. ¿Será por la sorpresa, por el miedo… o porque en vuestro interior ya reconocéis a la acusadora? Vuestro rostro me hace pensar que no todo lo que ocultáis bajo esos hábitos es tan puro como aparenta. Ja, ja… —rió con un deje de crueldad el fraile—. Lo sabía. Vuestra expresión os delata: he puesto al descubierto lo que pretendíais mantener en secreto acerca de lo que acontece en este monasterio.

Verónica permanecía rígida, incapaz de pronunciar palabra. Ante aquel silencio, el inquisidor continuó con su ofensiva, saboreando cada pausa como quien tensa más la soga:

—Ahora veo que la lengua os ha quedado muda. Callar en estas circunstancias es otro signo de culpa: ocultáis algo que teméis que salga a la luz. Creedme, no he recorrido el camino desde Sevilla basándome en rumores. No desperdicio mi tiempo en conjeturas. El Santo Oficio solo se ocupa de lo que amenaza directamente la honra de la Iglesia… y su reputación, por supuesto.

La superiora, recobrando a duras penas un hilo de compostura, musitó con voz temblorosa:

—Decidme, fray Bernardo… ¿acaso insinúa vuestra merced que yo misma he protagonizado esos hechos de los que habláis?

—Veamos —replicó el dominico con gesto de fingida paciencia—: o sois una ingenua, lo que me cuesta aceptar, o sois una abadesa que rehúye unos actos que considero graves y contrarios a la ley divina. No os hagáis la ignorante. Os mostraré algo que quebrará vuestra resistencia. Señor secretario, traed la carta de la que os hablé.

—Aquí la tenéis, mi señor.

Con movimientos lentos, casi calculados para aumentar la angustia, el fiscal desató la fina cuerda que sujetaba el pliego. Tras recorrerlo con los ojos, lo extendió hacia Verónica.

—Leedlo. Con calma.

Durante unos instantes, la madre abadesa sostuvo la carta, y en su rostro se mezclaron la turbación y el estupor.

—¿Qué me respondéis ahora? —inquirió el inquisidor con una sonrisa sesgada—. ¿Persistís en vuestras negativas o acaso empezáis a vislumbrar la verdad entre la niebla de vuestro silencio?

La mujer, todavía tratando de asimilar aquellas líneas, no respondió.

—Os leo el pensamiento, señora mía —prosiguió el fraile con sorna, acariciando el papel que ella había dejado caer sobre la mesa—. Como la firma de la denunciante no figura, ardéis en deseos de saber quién es.

—Claro que sí —repuso Verónica con un chispazo de indignación—. ¿Acaso vos soportaríais ser difamado por alguien que se oculta en el anonimato?

—Tranquilizaos. No hace falta que os sulfuréis de ese modo. Mirad vuestras mejillas: se han encendido de carmesí. Muy revelador…

—¿Y bien? —apretó Verónica, recobrando un tono entre severo y desafiante.

—Está bien, no os prolongaré la espera. La denunciante es una monja de vuestra misma orden concepcionista: la hermana Carmen Pina, que llegó a este convento poco después de fallecer la anterior abadesa.

—¿Será posible? ¡Maldita infame! ¿Cómo ha osado levantar semejante calumnia?

—Madre, calmaos —intervino el dominico alzando las manos en un gesto apaciguador—. Esa cólera solo os hará daño en el proceso. Vuestra furia contra la tal hermana Carmen parece confirmar lo que deseáis negar. Recordad que, a los ojos de la Inquisición, no existe falta alguna en denunciar lo que pueda ofender al decoro y la dignidad de la Iglesia.

Verónica respiró hondo, obligándose a recuperar el dominio de sí misma.

—Tenéis razón. Me he dejado arrastrar por la ira, y eso no es propio de mí. Pero mi indignación no nace de la culpabilidad, sino de la mentira. —Golpeó la carta con su dedo índice—. No entiendo cómo esa mujer ha podido inventar semejantes escándalos que jamás ocurrieron. ¡Es inaudito!

—Me complace ver que al menos reconocéis el cauce de la justicia —repuso el inquisidor—. Todo lo escrito deberá ser corroborado por el tribunal, siguiendo el procedimiento habitual. Si tan segura estáis, no temáis —indicó el hombre entre risitas—. Aunque debo advertiros de algo más.

—¿De qué se trata?

—Cuando concluya este interrogatorio, la hermana Carmen será trasladada a Sevilla. No puedo dejarla aquí a vuestro arbitrio. Es cuestión de prudencia. La acusadora y la acusada no deben convivir bajo el mismo techo: la proximidad podría invalidar la instrucción.

—¡Dios mío! ¿Qué concepto tenéis de mí? ¿Pensáis que soy una mujer cruel y vengativa, incapaz de seguir los pasos de nuestra fundadora, la madre Beatriz de Silva? Al actuar así, dais validez a esas mentiras.

—No es a mí a quien debéis dar satisfacción —replicó el fraile con voz grave—, sino al Santo Oficio, que vela por la pureza de las costumbres al condenar los desvíos.

—Sea como fuere, no me opongo a que os la llevéis. Más tarde o más temprano, tendrá que dar la cara y confesar qué la llevó a urdir esas falsedades. ¿Qué clase de corazón late en su pecho para traicionar de esa forma a su propia comunidad? Estoy estupefacta. No alcanzo a creerlo.

…continuará…

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QUEM VIRÁ RESGATAR-ME? Quem virá resgatar-me? — exclamo desde o silêncio. Habito minha torre sem tempo, Faltam-me asas e sabedoria para fugir; Prisioneiro da minha ignorância, Ausente da realidade, Não consigo afastar-me destas paredes Mais que uns passos vacilantes, Pois uma força invisível me retém. Converso com a solidão, sem […]

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