SOMBRAS DE DIOS (56) Martina y su trágico pasado

Ante la situación de tensión generada por aquel inoportuno diálogo…

—Perdonad, mi señora abadesa. No pretendía abrumar a la novicia, solo recibir la adecuada información para que todas sostengamos con serenidad esta incómoda situación creada por la enfermedad.

—Pues creo que nuestra joven Consolación se ha explicado con claridad. Ahora, terminemos con calma el desayuno y luego, tras el rezo, cada una a sus obligaciones. La peste no debe alterar nuestra rutina de trabajo. Tratad de cumplir con todo lo que ayer expuso la hermana Concepción. Os diré algo: a Dios gracias, el malestar que presentaba anoche la novicia resultó una falsa alarma. En caso contrario, hoy no habría podido ni levantarse de la cama. Ahora mismo todas estamos bien, pero no debemos bajar la guardia. Demos gracias a nuestra Virgen Inmaculada. Sean prudentes y encomiéndense a la ayuda divina. Por favor, mantengamos el silencio que siempre debe prevalecer en nuestra alma.

A media mañana, dos conversaciones se producían entre cuatro personas que se movían por dentro de la casi centenaria construcción.

En el huerto, las hermanas Martina y Carmen se afanaban en recoger las hortalizas que ya estaban a punto para su consumo.

—¿Qué te dije, Carmen? ¿Has visto cómo la madre se ha puesto a la defensiva en cuanto he abierto la boca?

—Normal —contestó la otra mujer mientras que se limpiaba el sudor—. Ella ha de mostrar su autoridad y evidenciar que las circunstancias están bajo su control. Eso es conveniente para la comunidad. Espero que tu pretensión no sea la de hacer que caigamos en el pánico. Además, lo habitual es alimentarse en silencio, salvo que se lea algún texto sagrado o por circunstancias especiales.

—Sí, ¿y qué pasa? —replicó con enfado Martina—. ¿Es que el sentido de mi pregunta no atendía a los momentos excepcionales por los que estamos atravesando?

—Puede que sí o puede que no.

—Carmen, ¿qué te ocurre hoy? —expresó la mayor de las monjas poniendo sus brazos en jarra—. Disculpa, pero no estoy sintiendo tu apoyo y eso me hace estar incómoda. Y créeme que lo necesito. ¡No puedo estar sola en esta misión!

—Vamos a ver, querida. ¿De qué misión estás hablando? ¿No te das cuenta de que tu mente imagina cosas que no son? No compliques lo que resulta sencillo de por sí. Mira, yo te apoyo, pero somos criaturas que debemos ejercer la razón en nuestros planteamientos y no dejarnos arrastrar por fantasías que alientan el desequilibrio y la mala convivencia entre nosotras.

—Pues vaya forma más rara que tienes de demostrarme tu ayuda. ¿Sabes una cosa?

—No. ¿El qué?

—¿Quieres saber por qué me metí a monja?

—Venga, adelante. Parece que ardes en deseos de desahogarte. Será bueno para ti y para que abandones por un instante esa obsesión por defenestrar a las dos que ya conoces. En fin, así sabré algo más de todo eso que escondes por dentro.

—Verás. Mi padre regentaba una posada que había en las afueras de Toledo. Mis dos hermanas mayores y yo perdimos a nuestra madre cuando éramos muy jóvenes, por lo que las tres crecimos con esa falta de afecto que te causa el que haya desaparecido quien te ha parido y quien más te ama.

—Vaya, no lo sabía. Cuánto lo lamento.

—Aquel lugar era un sitio de paso antes de llegar a la ciudad, por lo que era frecuentado por todo tipo de viajantes, desde hombres de negocios a rudos soldados o funcionarios o, simplemente, por personas que atravesaban las tierras de norte a sur o del este hacia Portugal. Mi hermana mayor tuvo suerte. Cuando yo estaba espabilándome ella ya estaba completando su adolescencia. Un joven vecino que la cortejaba se la pidió a mi padre en matrimonio y ella se largó de allí pronto; la verdad es que no sé adónde fue a parar, ni siquiera si me dio sobrinos. La mediana no dispuso de tanta fortuna. Desde que nuestra madre se fue a mejor vida, sin ningún tipo de supervisión, ella se acostumbró a ver por allí a mujeres de mal vivir que ejercían la prostitución. Aunque venían huéspedes, la situación del negocio no era brillante, por lo que mi padre contempló aquella coyuntura como una buena manera de ganar dinero y les permitía a aquellas mujeres trabajar en su oficio a cambio de cobrarles una comisión por el alquiler de las habitaciones. No sé exactamente lo que ocurrió, pero Gertrudis, que era como se llamaba mi hermana, vio en aquello una oportunidad para obtener sus propios ingresos y aunque te resulte difícil de entender, ella se convirtió en una vulgar ramera que se puso a vender su cuerpo en la misma posada y a un precio más «arreglado». Supongo que era su destino o que esa tendencia ya estaba en su naturaleza, pero a día de hoy, aún me asquea el recordar que mi hermana mayor se acostara con cualquier bruto asqueroso de los que paraban por allí.

—¡Vaya desgracia la tuya y vaya ejemplo más pernicioso! Estoy empezando a comprender ciertas cosas. Anda, continúa.

—Pues aún no he acabado. Ahora viene lo peor. Cuando yo cumplí los quince años y mi cuerpo ya se había formado, tenía que servir a la fuerza en las mesas, tanto la comida como el agua o la cerveza. Odiaba ese trabajo con toda mi alma, pero… ¿qué otra cosa podía hacer para sobrevivir? Mi padre ya llevaba varios años aficionándose al vino, lo que no me extrañaba vistas las circunstancias. Una noche que apestaba a alcohol, se introdujo en mi habitación y luego en mi cama y abusó de mí. Me quedé horrorizada y sin comprender aún el sentido de aquella barbaridad. Gracias a Dios no me quedé preñada. Aquello hubiese sido una monstruosidad, el remate a toda una vida de desgracia. A la mañana siguiente, mi padre me llamó repetidamente y cuando acudí a su presencia me amenazó hecho una fiera con darme una paliza de muerte si se me ocurría contar algo de lo que había sucedido. No pude aguantar más, casi me vuelvo loca y tuve los suficientes redaños para al día siguiente escaparme de la posada y refugiarme en el convento de las monjas concepcionistas de Toledo. Qué otra idea mejor podía haber tenido. Menuda tortura, mi madre muerta, mi hermana prostituta y yo, la pequeña de la casa, forzada por el bestia de mi padre.

…continuará…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada siguiente

SOMBRAS DE DIOS (57) La monja rebelde

Mié Ago 20 , 2025
—Dios mío, Martina. ¡Cuánto lo siento! Desconocía por completo tu desdichada historia. —Sí, apenas si la he contado a muy pocas personas. No deseo cansar a los demás con mi trágico pasado. ¿A quién le podría interesar un ayer tan lleno de infortunio? Luché para que aquellas monjas de Toledo […]

Puede que te guste