Egoísmo o quam se ipse amans!

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De todos los defectos que observa el ser humano sobre la Tierra, es el egoísmo el peor de todos y del que todos se derivan. Cualquier imperfección que veamos procede de aquí. Es el punto de origen del mal ponzoñoso que se extiende entre nosotros y en nuestras relaciones, aquellas de las que precisamos para avanzar en el campo del progreso.

El egoísmo resulta incompatible con la empatía porque el primero opta siempre por servirse a sí mismo mientras que la segunda decide situar en equilibrio al “yo” con el “tú”, dichosa señal de reciprocidad entre mis deseos y los ajenos. El uno, constantemente resta al intercambio humano, la otra, siempre suma al vínculo personal.

Mas no se trata de negar nuestra valía ni de arrodillar nuestras intenciones, tan solo de colocar en pie de igualdad mis aspiraciones con las tuyas, mis sueños con los de mi hermano, porque existe suficiente espacio en la viña del Señor para plantar nuestras semillas de ilusiones y que estas puedan germinar sin pisotear ni ser pisoteadas por las de alrededor.

Lo contrario al egoísmo no es el rechazo de sí, porque sabe el ecuánime que “de donde no hay, no se puede sacar”. Es preciso cultivar pues las propias habilidades para compartirlas con los demás. Ni nuestro pozo debe estar seco ni nuestro zurrón vacío, ya que largo es el camino hacia la perfección y llegará el día o la hora en que el prójimo nos pida de beber o de comer y es conveniente que en aquellos haya agua y alimento porque también nosotros, en algún momento, sentiremos sed o hambre. Así es la senda del hombre, un tránsito a la pureza donde se hace indispensable progresar, bien intercambiando conocimientos, bien sosteniéndonos los unos a los otros a través de nobles acciones.

Si pretendemos crecer en armonía no podemos añadir, cual taimados mercaderes, más peso en uno de los brazos de la balanza, porque entonces, mientras que yo prospere el otro menguará, o cuando el otro aumente, yo disminuiré. El Padre no quiere que la “tarta” de la existencia sea distribuida en trozos desiguales, pero resultó tanta su sabiduría que nos insufló en el espíritu el libre albedrío, para que decidiéramos a voluntad qué hacer con los dones de la vida, conociendo de antemano que cada alma establecería distinta velocidad a su recorrido por el mundo.

Mas después de tantos siglos de andanza habitando cuerpos en este planeta, sabemos que no hay otro modo de adelanto que el camino de la caridad, aquel en el que miramos a los ojos del otro desde similar altura, ni desde arriba ensalzándonos ni desde abajo humillados. Pésimas secuelas se originarían de esta última coyuntura. Tú vales y yo valgo, yo merezco y tú mereces y si tengo, comparto contigo, porque tarde o temprano, cuando a mí me falte, tú me darás.

Tanta es la importancia de esta recta justicia en nuestro actuar, que hasta el mismo Jesús convulsionó a la sociedad de su época, avisando de que la entrega a Dios no podía viajar por ruta distinta a la del amor al prójimo. Y es que el Creador se halla presente en todas y cada una de las criaturas que lanzó a la vida, al igual que la vasija de barro lleva impresa en su estructura las huellas del alfarero. Por eso, Él desea que todos sus hijos se amen por igual, que participen hermanados de lo que dispuso con su generosidad en la Naturaleza y que así lo hagamos, no por imposición, sino por la libre aceptación, producto de la inteligencia que nos conduce a la toma de decisiones.

Y apareció el Maestro, e insistió en que cada vez que ejercíamos una buena acción, en verdad la estábamos haciendo sobre él, simbólica señal de que cualquier esfuerzo emprendido para ayudar a los demás no iba a caer en vacío y que a su debido tiempo, repercutiría sobre nosotros en el mismo modo que la hubiéramos aplicado sobre el otro. ¡Qué pasaje tan bello y aleccionador! Fragmento de lectura que nos enseña que la caridad solo puede atraer más compasión y que el egoísmo solo puede suponer más aislamiento para nosotros y menos oportunidades de auxilio en caso de dificultades, supremo criterio de equidad divina donde resulta imposible recoger un fruto distinto del que hemos sembrado. Por eso, Mahatma Gandhi, avanzado discípulo de nuestro excelso gobernador y en consonancia con él, dijo:

“La vida me ha enseñado que la gente es amable, si yo soy amable; que las personas están tristes, si estoy triste; que todos me quieren, si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; que hay caras amargas, si estoy amargado; que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente es rabiosa, si yo soy rabioso; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido. La vida es como un espejo: si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida, es la misma que la vida tomará ante mí. El que quiera ser amado, que ame».

Cuando el hombre aprendió el arte de la agricultura, cambió su vida, dejó de ser errante en tierras hostiles y procuró aposentarse en parajes fértiles donde pudiera desarrollarse y avanzar al ritmo que la madre naturaleza le ofrecía con sus cosechas. Resultó ese el período en que el ser humano se instruyó por entero en la comprensión de la ley de acción y reacción, de las causas y sus efectos, al comprobar cómo cuando regaba y abonaba las simientes con esmero estas daban sabrosos frutos para él y los suyos. Sin embargo, desde aquella fecha perdida en los albores de los tiempos, múltiples semillas de egoísmo se plantaron en su corazón, lo que supuso mirar al vecino como rival, al prójimo como competidor desleal y llevó a muchos a acaparar más y más en beneficio propio y en detrimento del otro, esparciéndose la raíz del más atroz individualismo por doquier.

Fueron necesarios los mensajes de muchos sabios y profetas de todas las épocas, que nos advirtieron, siguiendo celestes instrucciones, que esa no era la vía, que el sujeto no podía adelantar cerrando su núcleo interior, sino compartiendo alegrías y penalidades juntos, porque sería más fácil progresar andando de la mano que enfrentándose, mirando unidos al porvenir que dividiendo el presente. Y surgieron los límites y alguien dijo “no cruces este muro” y otro gritó “no te acerques a lo mío”. Y los espíritus compasivos, testigos silenciosos de tan dramática escena, derramaron sus lágrimas porque la criatura humana había parcelado lo que Dios había regalado a los hombres.

En ello estamos, conscientes todos de que cualquier aproximación a la perfección moral, pasa por arrancar de raíz de nuestro corazón todo vestigio de egoísmo, resultando este incompatible con la misericordia proveniente del amor y la caridad.

Constitúyese la educación en factor clave para extirpar tal defecto de nuestro ser más íntimo. Una educación en la que se priorice lo espiritual sobre lo material, sabiendo por adelantado que la dimensión física no es un fin en sí misma sino solo un instrumento de progreso que nos ha de conducir a la otra orilla, maravilloso Reino de los Cielos donde no existen bancos ni dinero, ni cualquier otro atisbo de posesión salvo las buenas obras realizadas y los esfuerzos invertidos en pos de la virtud.

¡Mas no caigamos en el desánimo! Aunque a veces, mirando a una y otra parte de la realidad, no observemos más que egolatría en todas las esquinas, no es así, ya que el altruismo, cual dignidad resplandeciente pero tímida, no gusta de la propaganda sino de la sobriedad y del silencio en su ejecución. Dios nos pretende sencillos, no bocinas publicitarias de lo que hacemos y en ese sentido, resulta complicado a veces entrever el valor extraordinario de tantos actos amables que permanecen desapercibidos, precisamente porque hallan su mayor gozo en el anonimato, aquel que alguien tan familiar expresó con sabiduría al hablar de “que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”. Sin embargo, Dios, que todo lo ve desde la invisibilidad, lo tendrá en consideración, pues se trata de la mayor recompensa a la que el humilde puede aspirar, corona que no pesa en la balanza de las monedas sino en la de la justicia celestial, premio que aproxima al hombre a su patria verdadera.

El egoísmo, germen de las imperfecciones, habrá de desaparecer de la faz de la Tierra a través del trabajo y del esfuerzo individual pero también por la formación. Esta ha de instruir al futuro ser en el cultivo de lo inmaterial porque lo que vemos y tocamos pasa, mas lo esculpido en el corazón permanece. En esta tarea, los espíritas tenemos un inmenso campo de labor. Debemos ararlo profundamente hasta que se agrieten las tierras que mantienen firme el ego y vislumbrar así, bajo los terrones quebrados por nuestra responsable acción, los frutos del amor y la caridad. Esta actuación ha de ser continua y perseverante para que los resultados recogidos se mantengan visibles y para que el barro de esa hacienda no se apretuje de nuevo, reforzado por nuestra indolencia y por los vientos resecos de nuestra dejadez.

Debemos surcar hondo porque el ego es virus contagioso, que se propaga en cuanto se disipa la vigilancia y se fortalece y aumenta al observar el ego de los demás, ya que provoca que nuestra conciencia penetre en una fatal espiral defensiva, aquella que nos carcome por dentro porque cada uno se infecta exactamente del mismo mal que el allegado. Infancia ética de las criaturas en la que uno se abraza con fuerza el torso para no abrirse al otro porque observa al resto envolverse a sí mismos en su soledad, retraso moral en el que uno no extiende su mano al prójimo para que no le tomen por “alienado”.

Eduquemos a nuestros hijos y a todos los que nos rodean con nuestro ejemplo de cada día, pues el auténtico valor no reside en declamar bellas palabras en altas tribunas sino en ponerse a obrar destapando nuestro interior, compartiéndolo, reflejando con la actitud diaria lo primordial del componente espiritual y lo transitorio del elemento material, sustancia pesada y viscosa donde el ególatra emplaza sus únicas miras.

Como se entendía en la antigua Grecia, el ejemplo era la herramienta más poderosa que cualquier maestro podía utilizar con sus alumnos. Cuando hablamos de ética y de la destrucción del egoísmo, estas palabras redoblan su valor. Seamos pues los espíritas, modelos vivos para los que nos circundan, espejos de afanes y esperanzas, a fin de que aprecien la coherencia entre nuestro mensaje y nuestros actos, aquel con el que los sabios espíritus nos iluminaron hace ya más de siglo y medio, cuando el bueno de Denizard Rivail se hizo eco de los sublimes sonidos del más allá.

2 comentarios en «Egoísmo o quam se ipse amans!»

  1. Felicidades nuevamente José Manuel, debemos comenzar cada uno de nosotros desde nuestros hogares a erradicar el egoísmo, guiados por el ejemplo de nuestro gran maestro Jesús. Gracias por esta entrada.

  2. A veces nos empeñamos en esa carrera que no nos lleva a ninguna parte, la carrera egoista que nos limita a centrarnos en nestro propio ombligo. Dices muy bien que debemos predicar con el ejemplo, y es cierto, pues una acción siempre será más creible que mil hermosas palabras.
    Los espíritas debemos hacer autocrítica pues a menudo nos limitamos a repetir los edificantes mensajes que recibimos, pero estos muchas veces quedan vacíos pues luego no se acompañan de acciones. De esta manera, nos engañamos a nosotros mismos, pues estamos haciendo justo lo contrario de lo que decimos.

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