Esta palabra, tan conocida en nuestros tiempos, procede de la lengua griega y se compone por un lado de la partícula “eu” que significa bueno y por otro, del término más conocido en español que es “thanatos”, o sea, muerte, por lo que al final nos quedamos con la expresión traducida de “buena muerte”. Existen dos tipos de eutanasia: la activa y la pasiva. En la primera, se introduce alguna modificación en el ambiente que genera, provoca o anticipa la muerte del paciente, como por ejemplo sería administrar una dosis excesiva de morfina. En la segunda, se actúa pero de modo pasivo, es decir, se deja de tratar cualquier complicación que sobreviene en el proceso como puede ser interrumpir la alimentación por vía parenteral al enfermo; en todo caso, se trataría de un fallecimiento por omisión. Por último, aunque lo habitual es que sea el moribundo el que solicite el cese de sus sufrimientos, la aceleración del óbito también puede producirse sin el consentimiento del mismo, o sea, por voluntad ajena al afectado.
Cabe preguntarse ante este fenómeno qué postura adoptar como espíritas que somos, pues no podemos permanecer impasibles ante un asunto tan grave que atañe nada más y nada menos que al momento de la “desencarnación” de una persona.
Hemos de fijarnos en la cuestión partiendo de un postulado básico: aquí no estamos hablando de un concepto de muerte digna, honrosa o atenuada, sino de la defensa y del respeto a la vida bajo cualquier condición. Alguien puede pensar que resulta algo similar expresado de manera diferente, pero no es así; son materias absolutamente distintas. Si no partimos desde este enunciado, corremos el riesgo de que los defensores de la eutanasia nos ganen la batalla de los argumentos. Y es que queda muy bien, de cara al público en general, transmitir el mensaje de que se está defendiendo la idea de un trance digno y sin sufrimientos (en el terreno de las palabras siempre existe un amplio margen para maniobrar hasta llegar adonde a uno le interesa) cuando en verdad, si nos detenemos un poco a reflexionar, lo que se está cercenando es simple y llanamente el derecho a la vida que todos tenemos por el simple hecho de existir.
Desde tiempos inmemoriales, las sociedades así como las leyes que se iban elaborando, castigaban con el máximo rigor los atentados a la integridad de sus componentes, pues resultaría absurdo no querer preservar el don más preciado que posee el individuo y que no es otro que la vida. Sin embargo, el combate por el uso de los términos podría conducirnos a una radical relativización de los conceptos. A esto se une, la presencia reforzada de entidades inteligentes de uno y otro plano, que luchan con todas sus fuerzas por imponer al resto, sus intrigantes y confusos puntos de vista sobre asuntos tan serios sobre el que hablamos. No hay pues otra opción que la de implicarnos con nuestra respuesta firme y razonada en defensa de nuestros planteamientos. Insisto: se trata de un conflicto ideológico, muy sutil e intelectual, en el que está en juego un modelo como el nuestro que postula la defensa del concepto de vida (al igual que sucede con el aborto), frente a una postura extrema que patrocina el hedonismo a ultranza y que condena o intenta minimizar con todas sus armas la presencia del esfuerzo, el sacrificio o el sufrimiento en la vida del hombre.
Como conocedores de lo que se mueve en el plano inmaterial tenemos que subir un peldaño en el análisis de esta delicada cuestión. Veamos pues, lo que hacen sus voceros. Se suele decir que la serpiente, en su estertor final y antes de sucumbir, intenta por todos los medios y en el último suspiro, picarte para transmitir su veneno. Intuye que va a perecer con seguridad y por eso busca desesperadamente que tú también le acompañes al túmulo. ¿No es acaso lo que está sucediendo desde hace ya años cuando algunos nos quieren confundir, en defensa de la ciencia y de los avances tecnológicos, acerca de que ha llegado el momento de disponer libremente sobre la vida del ser humano? Como el sabio dijo, la cobardía consiste en no actuar cuando tienes que hacerlo. Así pues, nuestra obligación moral como entidades dotadas de ciencia nos impele a proclamar el derecho a vivir por encima del deseo de escapar al sufrimiento.
Hasta un personaje de tanta relevancia histórica como Buda, dedicó toda su existencia a liberar al hombre del padecimiento, pero no se le conoce palabra alguna en sus reflexiones y en sus obras que incitaran al ser humano a acortar su vida directa o indirectamente a través de otros. Pero ¿no hemos tomado nota todavía de que existe vida más allá de la sepultura o de las cenizas? ¿Es que no nos damos cuenta de que la reencarnación es un bendito fenómeno que cumple con la función de ajustar nuestro progreso, nuestro camino evolutivo en pos de la perfección moral? ¿Hay alguien todavía por ahí entre nosotros, hermanos de la Doctrina, que piense que con el óbito todo se acaba? Nuestra existencia no es más que una gota en el inmenso océano de la eternidad y no obstante, se presentan todavía mentes desviadas del auténtico ascenso espiritual que se atreven a hablar (y vaya si lo hacen) de que el avance en el conocimiento debe conllevar alterar en toda regla una de las disposiciones sagradas del Creador: el derecho a vivir el tiempo que haga falta, pues se trata del mecanismo perfecto que Dios pone en nuestra ruta, sin el cual nada tendría sentido pues no habría forma de ir renovándonos, de instruirnos y de ir siendo, etapa tras etapa, mejor persona.
¡Cuántas reuniones espíritas se producen, cuántos testimonios se recogen en textos psicografiados donde nuestros hermanos, ahora desvestidos del ropaje de la carne, nos comentan lo que les sobrevino tras acceder voluntariamente a la anticipación del final de sus días! ¿Acaso no sabemos de los efectos devastadores que la turbación supone sobre las almas recién salidas del plano físico mediante ese procedimiento? Toda transgresión de una ley divina tiene unos efectos. Quizá aquí, en la dimensión terrenal, puede darse el caso de crímenes y otros delitos que pasan desapercibidos o que permanecen sin reparar, pero sabemos perfectamente que eso no ocurre en la esfera espiritual, donde la desnudez que impera impide esconder nuestras intenciones, sean del tipo que sean. Ya no hablamos miedosamente de castigos o penas, decimos simplemente en voz alta que toda acción supone una reacción equivalente (ley de causa-efecto). Así operan los mecanismos que rigen el buen orden del universo, perfecto reloj que todo lo mide a su debido tiempo y fiel reflejo de la suprema Inteligencia que todo lo gobierna, nuestro Padre celestial, que desea lo mejor para sus hijos y nos dota de la libertad de elegir, pero no para contravenir sus leyes naturales sino para cumplirlas, acelerando así el tránsito hacia la verdadera felicidad, aquella que contemplas entusiasmado cuando en medio de la oscura caverna platónica giras la cabeza y observas atónito el mundo de las Ideas.
Estas almas inteligentes, aunque perversas, desde muchos rincones de influencia y desde muchos palcos con atriles, están intentando de forma insistente vendernos la idea de que el conocimiento del ser humano ha crecido tanto que ya por fin ha llegado el momento de derogar las leyes naturales dispuestas por el Creador. Al igual que la serpiente de antes, atisban su destierro, o dicho de otra forma, vislumbran su exilio a regiones extrañas. En ellas, podrán añorar con suspiros de angustia las ansias de progreso de un planeta que ahora desprecian porque se opone a sus aspiraciones de estancamiento, pues no les da pábulo a sus sueños de rebeldía. Por eso elevan la voz, gritando cada vez más, como queriendo tener más razón, pero de poco les servirá ya que nada ni nadie puede oponerse al progreso. Multitud de nobles espíritus están trabajando desde hace tiempo para que nuestra querida Tierra alcance la condición de regeneración que muchos anhelamos, a pesar de los obstáculos que esta minoría orgullosa y arrogante muestra frente a las normas divinas, pretendiendo imponer sus destructivos planteamientos sobre los que no acatamos su insurrección amoral. Y es que tenemos que ser conscientes de que existen algunas rebeliones que no se efectúan para mejorar las condiciones de vida de sus componentes, sino para sumirlos durante más tiempo entre las sombras y la ignorancia de unas tinieblas que lo único que pretenden es que no descorramos el velo de la ansiada Verdad.
—¡Tuerto yo, que los demás permanezcan ciegos! —afirman con vehemencia. —¡Ese es su lema!
Hay que decirlo alto y claro: la eutanasia es un crimen y constituye un atropello contra la vida. Sabemos que durante el período previo a la “desencarnación” y que puede extenderse desde días hasta años, el espíritu aprovecha para tomar conciencia de su realidad y para examinar las distintas partes de su recorrido vital. Sufre el cuerpo, claro, pero no deja de ser parte de nuestro eterno programa de aprendizaje. Y nos preguntamos: ¿cuidados paliativos para el organismo que padece? ¡TODOS! Por caridad y por dignidad humana, faltaría más. Ahora bien, de ahí a provocar la muerte del afectado hay una distancia insalvable y para la que no existe justificación. Sufre el niño cuando nace, la mujer cuando pare, el infante cuando accede a su primer día de escuela, el sujeto cuando enferma, el ser cuando ve partir al otro lado a sus familiares y allegados, los padres cuando observan cómo sus hijos se emancipan al abandonar el hogar, el trabajador despedido, el maestro que no observa progreso alguno en sus alumnos, la madre cuando contempla a su vástago despreciativo e indiferente a su amor, el adolescente cuando no ve colmados sus deseos de correspondencia afectiva en la pareja que pretende…¿seguimos?
Esto no es nuevo, hace ya más de 2500 años que el sabio príncipe Gautama se dio cuenta de que el sufrimiento era consustancial a la naturaleza humana y ahora, como dioses del orgullo y de la vanidad, pretendemos alterar el proyecto divino, perfilado desde antes de arrancar el cronómetro del tiempo, con nuestro empeño en poner fecha de caducidad a las células que componen un organismo, eso sí, todo ello “vendido, aderezado y transmitido” ante la opinión pública con la excusa de evitar una “insoportable” amargura, ya que el argumento principal es eludir a toda costa cualquier tipo de dolor, pues para esto ha ganado la tecnología la batalla a la ética. Ni la más oscura y profunda mazmorra donde se ubicara al Conde de Montecristo del buen Alejandro Dumas, resistiría la comparación con la astuta y maliciosa frialdad de esta premisa que hoy en día utilizan ante sus púlpitos estos apóstoles de la muerte. Y es que en su interior se ríen a carcajadas de sus seguidores, porque conocen de antemano que su estratagema está perdida antes de su destierro, pero que van a hacer todo lo posible por seguir extendiendo su manto de negrura sobre todos los que se dejen convencer por sus “hábiles y perversos” argumentos.
Somos espíritas y conocemos cómo despiertan a la nueva dimensión aquellos que solicitan les sea practicada la eutanasia. Curiosamente, ellos sufren ahora los dolores de los que pretendieron liberarse, cual suicida que se decanta por la muerte en la creencia de que sus males cesarán para siempre. ¡Dios mío, cuántos de tus hijos te ruegan ya con lágrimas de arrepentimiento en sus mejillas por retornar cuanto antes al plano de la carne, para aliviar el desconsuelo que les supone el acortamiento artificial de su última vida en esta dimensión! Y es que el libre albedrío es tan autónomo como después deudor a las consecuencias de sus actos. Es la grandeza del ser humano, pero que debe saber administrar.
Hoy proclamamos este mensaje a los cuatro vientos pues sabemos que tenemos razón, pero no por un decreto firmado de infalibilidad sino porque somos coherentes con lo que hemos estudiado y porque nos sentimos
responsables de nuestras acciones: ¡Nunca matar! Que el amor sustituya a la frialdad, que la caridad supere a la indiferencia. Oremos por todos aquellos que solicitan, aplican y defienden la eutanasia, por los pacientes, por los equipos sanitarios, por los familiares y amigos que la sustentan y hasta por los gobernantes que la amparan. Cuando despierten del letargo de su impasibilidad, se enfrentarán a los efectos de sus actos y aun así, el Padre, en su infinita generosidad, les tenderá la mano a través de sus celestes mensajeros que jamás rechazan el auxilio hacia las almas confundidas.
El estremecedor testimonio vital de Viktor Frankl nos acerca a la esencia de este asunto. Él, que pudo sobrevivir a los campos de exterminio alemanes, quedó desprovisto de familia hacia arriba y hacia abajo, incluso en horizontal, pues también su mujer sucumbió, pero como hijo adelantado a su tiempo y como tantos enviados del plano superior, comprendió que resistió a aquel dramático pasaje de su vida porque le encontró un “sentido” a tan conmovedora experiencia. Resurgió su alma de la oscuridad, se irguió y volvió a caminar para dejarnos, como psiquiatra que era, uno de los tratamientos más sublimes que existen: la logoterapia*. ¿Por qué el hombre no habría de hallar un sentido a los momentos previos a su abandono del plano físico? La vida sigue porque somos inmortales, pero es bueno saber que la alteración de las leyes divinas conlleva un coste, que como peaje, habrá de abonarse más adelante en nuestra ruta de kilómetros infinitos. Somos espíritas y por ello, no podemos permanecer callados guardando nuestro saber en el zurrón de nuestros adentros, sino que debemos promulgar las leyes del Creador en los escenarios en los que nos desenvolvemos, no solo con nuestras palabras sino sobre todo con el ejemplo de nuestros actos.
Cierta vez invitaron a Teresa de Calcuta a manifestarse en multitud en contra de la guerra. Ella, con su buen criterio de ser iluminado se negó y argumentó que jamás iría a ninguna concentración en contra de nada.
—“Asistiré a cualquier manifestación a favor de la paz” —afirmó en cambio.
Nosotros no vivimos en oposición a nada ni a nadie, tan solo estamos a favor de la VIDA, que ya es bastante. Sirva como punto final de esta cuestión el emotivo relato de Chico Xavier y que se titula “La deuda y el tiempo”.
Chico visitó durante muchos años a un joven que tenía el cuerpo totalmente deformado y que vivía en una barraca a la vera de un bosque. El estado del alineado mental era completo. La madre de este joven estaba también muy enferma y Chico la ayudaba a bañarlo, alimentarlo y a hacer la limpieza del pequeño aposento en que vivía.
El cuadro era tan aterrador que, en una de sus visitas en que un grupo de personas lo acompañaba, un médico preguntó a Chico:
—¿Ni incluso en este caso la eutanasia sería posible?
—No creo, doctor —le respondió Chico—. Este nuestro hermano, en su última encarnación, tenía mucho poder. Persiguió, perjudicó y con torturas deshumanas quitó la vida de muchas personas. Algunas lo perdonaron, otras no y lo perseguirán durante toda su vida. Esperaron su “desencarnación” y, así que él dejó el cuerpo, ellos lo agarraron y lo torturaron de todas las maneras durante muchos años. Este cuerpo deforme y mutilado representa una bendición para él. Fue la única manera que la Providencia divina encontró para esconderlo de sus enemigos. Cuanto más tiempo aguante, mejor será. Con el pasar de los años, muchos de sus enemigos lo habrán perdonado. Otros habrán reencarnado. Aplicar la eutanasia sería devolverlo a las manos de sus enemigos para que continuasen torturándolo.
—¿Y cómo rescatará él sus crímenes? —preguntó el médico.
—El hermano X acostumbra a decir que Dios usa el tiempo y no la violencia.
* Recomiendo ampliamente la lectura de la obra capital de Viktor Frankl:
“El hombre en busca de sentido”.
Olá, buenos dias José Manuel, gostaria de saber se tem possibilidade de vc gravar em audio mp3 este artigo sobre eutanasia para que eu possa divulgar na radio portal, gostaria que fosse em espanhol
meu email: radioportaldaluz@yahoo.com.br
Fantástico e muito completo este artigo, aliás, como todos os outros.
Continue a brindar-nos com suas publicações e esclarecimentos.
Beijinho José Manuel.