Origen

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Antes de conocer el Espiritismo, andaba desorientado. Mi caminar era confuso, mis pasos no eran del todo firmes. Me detenía muchas veces en mitad del sendero y mil preguntas acudían a mi mente de forma machacona. ¿Por qué? ¿Para qué? Extrañas sensaciones recorrían mi cuerpo y este alboroto de cuestiones sin respuestas se reflejaban en mi pensamiento a través de una imagen extraña: veía a un hombre, cual antiguo herrero, blandir un pesado martillo, sudoroso, consciente de su trabajo, algo cansado pero responsable en su tarea.

Una y otra vez moldeaba una especie de espada incandescente, la percutía una y mil veces, le daba vueltas una y otra vez, la golpeaba desde todos los ángulos y así, eternamente. Contemplaba su rostro agotado, lleno de desesperación, porque por más que intentaba dar forma a aquella arma…el bueno del herrero no encontraba la hechura ni la manera. Era como si no estuviera satisfecho aunque su labor resultara disciplinada. Y otro mazazo, y otro, un pequeño descanso en sus manos de tan solo segundos y vuelta a empezar, observando la espada para forjarla a su gusto…pero sin resultado.

Un día, intentando encontrar una explicación a tan insólita simbología, me detuve en mis andares y una idea inundó mi persistente reflexión: aquel primitivo herrero, tan esforzado en su tarea de atizar el hierro, era yo, el mismo que se planteaba tantos interrogantes sin fin, sin hallar soluciones. El martilleo era tan solo mi instinto, mi intuición guiándome en la búsqueda de certidumbres y el yunque era mi mente, soportando aquella descarga incesante de intensos impactos. Empezaba a entender por qué, muchas de mis cavilaciones terminaban con fuertes dolores de cabeza. Si el hecho de oír golpes ya resultaba molesto, podía imaginarme fácilmente qué ocurría cuando mi parte pensante era la que recibía aquellos formidables “mazazos”.

¿Y la espada? ¿Qué significado podía tener ese arma en aquella constante cábala? Pues bien, se trataba justamente del instrumento que me permitiría el acceso al conocimiento, erudición que disiparía los nubarrones que por encima de mi cabeza me impedían contemplar el límpido cielo azul depositario de la Verdad. Ahora comprendía por qué el herrador se afanaba tanto en su ardua tarea. Cansado, pero sin desfallecer, intuía que en uno de sus constantes golpes, descubriría la forma adecuada y definitiva de moldear aquella espada siempre al rojo vivo. Presagiaba que con aquel instrumento en sus manos, una vez le hubiera dado el aspecto determinante, podría retirarse de su cansada labor y transformar su vida con otro trabajo, no menos dificultoso que el anterior, pero ahora más desafiante y motivador con aquel resolutivo objeto en su poder.

En aquel emotivo momento, la visión desapareció para siempre y nunca volví a sufrir la “jaqueca” tan molesta a la que antes aludía. Todavía paralizado en el sendero de tierra, con la presencia de grandes arbustos a mi alrededor y con un trecho infinito aún por recorrer, numerosas expresiones arribaron a mi pensamiento. Se trataba de una especie de juego donde advertía que el objetivo era elegir los términos precisos de entre todas aquellas palabras que descendían sobre mí en forma de torrencial lluvia de letras.

Hubo una especialmente insistente: “espíritus”. Otra, no tan clara, pero que a fuerza de repetirse acabó por aclararse: “libro”, “obra”, “tomo”, “manual”… Súbitamente, recordé un pequeño ejemplar a modo de cuento que había leído cuando era adolescente. Uno de sus fragmentos aparecía ante mi vista como si realmente lo pudiera observar flotando en el aire y en uno de sus renglones se citaba “El Libro de los Espíritus”, como auténtico compendio de sabiduría para todos aquellos que quisieran introducirse y profundizar en el estudio de la Verdad.

Muy poco después, contacté con una persona desconocida, luego transformada en sincera amiga, que al hablarle yo de esta cuestión, ni siquiera titubeó al respecto. Directamente y sin pedírselo, me envío el libro a mi casa y este, como el hierro del herrero, llegó a mi poder en escaso tiempo. Con tan solo descifrar sus primeras páginas, caí en la cuenta de que no se trataba de un instrumento sino del “instrumento”. Lo agarré fuertemente, ensimismado con su contenido y cada hoja que pasaba era como empuñar la espada y limpiar de espinos el camino de sabiduría por el que había de transitar. A cada golpe, un pequeño trozo de Verdad surgía ante mis ojos para luego reaparecer una nueva zarza y así una y otra vez.

Sin embargo, este proceso de despedazar la maleza ya no me afectaba como antaño. En el pasado, incluso procediendo con sumo cuidado, acababa por herirme. Por más tesón que invirtiera en mi complicada labor, siempre surgía un hilo de sangre en mis dedos y una muestra de dolor, señal inequívoca de que estaba intentando avanzar en mi devenir sin el instrumento adecuado. Ahora, obraba en mi poder la herramienta perfecta, afilada, aguda en su tenaz penetración de los diversos velos que hay que apartar para alcanzar la luz que resplandece al final del itinerario.

Conforme adelantaba en la lectura del libro, fui absorbiendo “conocimientos” y mi parte intelectual se relamía de gusto al contemplar la ingente cantidad de sabiduría que iba introduciendo en mi “zurrón” personal. No obstante, había “truco”. Como en otras cosas de la vida, ni iba a resultar tan fácil ni tampoco se trataba de esperar a que la fruta de la evolución cayera madura mientras yo permanecía tan tranquilo posado en mi sillón. Aquel puntiagudo instrumento me aportaba tanta erudición, tantos datos por mí añorados, que empezaba a percibir en mí una extraña sensación de desazón. De pronto, supe de esa incomodidad. Rasgar o apartar “velos” no era suficiente. Ese ejercicio de “descorrer cortinas” y con el me encontraba muy cómodo, debía ir acompañado necesariamente de otras acciones en el plano moral. Verdaderamente, se trataba de una obra que te hablaba cual consejero en carne y hueso, deslizando sobre mis oídos palabras luminosas.

Ahí estaba el “ardid”. Tumbado confortablemente en casa, buena temperatura, correcta iluminación, placentero silencio y en mis manos “El Libro de los Espíritus”. ¡Qué más se podía pedir! Pero la espada se había transformado ahora en objeto punzante contra mi piel espiritual y en aquellos instantes, lo que me pinchaba no eran los antiguos espinos que intentaba apartar con mis manos sino la sólida voz de la conciencia fustigándome al ritmo de “si sabes mucho, tus actuaciones tendrán que ir en consonancia a tus conocimientos”.

Cerré el libro de golpe y me dirigí raudo a la estantería de mi habitación para buscar un diccionario y hallé lo siguiente:

Ética: parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre.

Con tan solo leer aquella definición, sentí un intenso y hasta molesto pitido dentro de mis orejas, señal inequívoca de que alguien estaba silbando en mi interior algo sumamente importante a lo que debía prestar una capital atención. Cerré mis ojos y dejé abandonada la intuición a la vez que un mensaje se adentraba en mi cabeza: “saber y actuar”.

Al saltar de párrafo, querido lector, has avanzado bastantes años en el tiempo pero nada, absolutamente nada, se ha alterado de aquel enigmático anuncio que en su día percibí con claridad. La conciencia, auténtico instrumento divino situado por Dios en el interior de nuestro espíritu, sigue desarrollando su trabajo y golpea con fuerza. Verdadero centinela, siempre alerta y vigilante, nunca descansa. Ella no me suelta ni a sol ni a sombra, ni siquiera de noche cuando el alma escapa del cuerpo en pos de aventuras.

Me contempla, nos examina y cuando hemos terminado con el ejercicio de leer un nuevo libro, de “ingerir” más y más conocimientos nos dice: “estimado amigo, has superado la parte teórica. Ahora tan solo te restan las prácticas ¡A trabajar!”. Entonces, me levanto del cómodo sillón desde el que mi intelecto se ha recreado y me dirijo a la primera persona con la que me encuentro. Es en ese instante, cuando la afilada espada que resulta ser la conciencia, presiona ligeramente su punta sobre mi frente y me impele a preguntar al otro…

—¿Puedo hacer algo por ti?

Un comentario en «Origen»

  1. Maravilloso testimonio!
    Me ha emocionado leer tus comienzos…y me ha hecho recordar los míos. Al final, si se entiende bien, nuestra Doctrina te hace muy féliz al encontrarla. Te ayuda a "colocar" todos los conocimientos que has ido adquiriendo con el tiempo, en su debido lugar…Pero luego llega la parte más importante que, como tu dices, es la práctica. La que te hace comprender realmente…No debemos olvidar que el conocimiento de la Verdad te hace más responsable. Ya no valen excusas!
    Gracias por compartir tan hermoso testimonio. Abrazos.

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