A menudo, nos suceden cosas que no sabemos exactamente a qué se deben o dónde tienen su origen. Escuchamos interpretaciones de todo tipo para cualquier evento, pero en lo sustancial, estas se reducen a dos clases: por un lado, existe una explicación que alude a la intervención del libre albedrío como fuente de un suceso y por otro, invocamos el mecanismo del destino como fuerza poderosa en la que dejamos recaer la aparición de un acontecimiento concreto. Pero ¿a cuál compete atribuir la causa de un hecho determinado?
En «El libro de los espíritus» se nos habla de que debemos ser cuidadosos a la hora de atribuir al destino aspectos que no son más que la consecuencia de nuestras propias faltas, es decir, de aquellas que podemos achacar perfectamente a la ley de causa y efecto. Así, llevar una vida de excesos y de descuidos en cuanto a nuestros hábitos alimenticios o de higiene, provocaría a medio o largo plazo una merma en nuestra vitalidad y sería absurdo imputar a las fuerzas del destino la responsabilidad de algo que nosotros, con nuestros malos hábitos, hemos ido sembrando todos los días hasta recoger el fruto amargo que es el empeoramiento de nuestra salud.
No obstante, en este mismo caso, si el sujeto actúa con la prudencia que la ciencia exige para el cuidado de su cuerpo, como llevar una vida presidida por la moderación y el equilibrio y aun así, desarrolla una enfermedad incompatible con los cuidados que el individuo se ha proporcionado, probablemente estaremos hablando de una prueba del destino, aquella que como antes decíamos era elegida por el espíritu antes de encarnar. Todo ello con el objetivo de afrontarla y salir victorioso de la misma, lo que le permitirá seguir avanzando en su camino evolutivo.
En 1990 acudí a una fiesta de carnaval, a cierta distancia por carretera de mi domicilio, donde bebí alcohol y me divertí como nunca hasta altas horas de la madrugada. Aunque haya transcurrido bastante tiempo, conservo el recuerdo fresco en mi memoria de lo sucedido. Rozando el amanecer, decidí volver en soledad a casa para dormir, pero evidentemente bajo las marcas del exceso en mi cuerpo y en mi mente. El trayecto que debía recorrer en mi coche era de unos 30 km. Sin pensarlo y en medio de la inconsciencia moral, me subí al automóvil para empezar a circular y “aterrizar” en mi cama cuanto antes.
A mitad de la ruta, había una subida prolongada de más de 5 km de longitud en lo que constituía una amplia recta de autovía pero atención, en la que los camiones ascendían con gran lentitud debido a la fuerte pendiente y donde debía extremar la precaución para evitar una posible colisión con ese tipo de obstáculos tan peligroso. Fue entonces cuando la ley de causa y efecto se puso en marcha inexorablemente, sí, la que depende del libre albedrío de cada uno. Di unos cuantos bostezos y la vista se me cerró, el cansancio se aposentó sobre mis hombros y en mitad del crepúsculo que anunciaba el nuevo día ¡me quedé dormido!
No sé cuántos segundos pudieron pasar, quizá no más de 10, antes de enfrentarme a la decisión final de continuar en este plano o de viajar apresuradamente hacia la esfera de lo inmaterial. En aquel supremo instante, conforme la probabilidad de sufrir un mortal accidente crecía hasta el infinito, una dulce pero firme voz se dirigió hacia mí en mis adentros y apretándome las sienes con brusquedad me dijo: ¡Despierta! ¡Frena! ¡Aún no es tu hora! Jamás he podido olvidar este mensaje pues lo escuché con total nitidez. De repente, abrí los ojos y de forma instintiva levanté mi cabeza del volante y pisé con toda la fuerza que me quedaba el pedal del freno.
Si la película de la situación hubiera tenido efectos especiales, alguien habría visto “salir” mi pie por debajo del coche, debido a la tremenda frenada que efectué para evitar una certera muerte. El contador hacia atrás se puso en marcha. A unos 50 metros delante de mí, una gran mole en forma de camión y con su parte trasera elevada, aparecía ante mi nublada vista. Para no estrellarme contra él y segar mi vitalidad, conté los segundos que restaban para el impacto como el que se enfrenta a la decisión más importante de su existencia. Aquel imponente vehículo de transporte circulaba a una velocidad muy reducida por la cuesta, mientras que yo debía volar a más de 100 km/h. Lo supe porque justo después de despertar miré la aguja del panel de control.
La espera resultó angustiosa, dramática, aunque tan solo durara dos o tres segundos. Se trataba de conservar o de dilapidar una vida, truncada en mitad del esplendor de una juventud a causa de una noche irresponsable de excesos. No hubo tiempo para resumir el transcurso de mis cortos años, como a veces sucede en este tipo de fenómenos, ya que justo cuando el parabrisas de mi auto se iba a empotrar en la parte trasera de aquella gran masa de metal, mi coche pudo igualar su velocidad con la de aquel bulto de hierro. De no haber sido así, aquel gran obstáculo, sin duda, habría triturado hasta el último de mis huesos empezando por mi cabeza dada la diferencia de altura y hubiera provocado, en mitad de la confusión más turbadora, mi salida anticipada del armazón físico.
Con los latidos de mi corazón golpeando mi pecho a una frecuencia de locura y la mente impactada por la experiencia, me situé, una vez salvado, en el carril más tranquilo y a una velocidad más que moderada hasta que empecé a analizar lo sucedido. Merced a la conmoción sufrida, recuperé rápidamente la claridad de conciencia, como si por una desconocida intervención hubiera desaparecido de mis venas la toxicidad del alcohol y de mi carne el agotamiento, recobrando la más alta lucidez. La descarga de adrenalina en mi torrente sanguíneo debió ser brutal.
Por más que quisiera distraer mi mente, no podía omitir el eco de aquella voz suave y salvadora que susurró en mi oído interno la señal de SOS*, gracias a la cual, logré “nacer” por segunda vez. Los veinte minutos que tardé en llegar a casa fueron una mezcla de estupor y de graves reproches dirigidos a mi persona. Se trataba en verdad del tipo de coyunturas que ocurren cada mucho tiempo, pero que marcan el discurrir posterior de una existencia.
En el artículo 855 de “El libro de los espíritus”, se habla de aquellos peligros que corremos pero que no nos producen consecuencias. Se dice allí que se trata de una advertencia que la Providencia sitúa entre nosotros para que nos alejemos del mal y nos volvamos mejores. Por estos peligros, es como “Dios os recuerda vuestra debilidad y la fragilidad de vuestra existencia. De este modo, Dios os amonesta a que os reconcentréis en vosotros mismos y os corrijáis”.
Volviendo al tema de la fatalidad, no tengo ninguna duda de que ese día podía haber perecido perfectamente. Había apostado fuerte por la inconsciencia, mezcla explosiva producida por las drogas y el cansancio y había adquirido todos los boletos en una macabra apuesta para obtener por anticipado un viaje gratis hacia el más allá. Sin embargo, no era mi hora (art. 853). La voz redentora pero firme como un ariete de mi protector, veló por mí y me despertó a la vida. A punto de estrellarme y tronchar mi cuerpo, una vez que logré frenar y evitar el impacto a tan solo un metro de aquel pesado vehículo que me precedía, no puedo recordar cuántas veces salió de mi garganta la expresión “gracias” pero es seguro que fueron a centenares. Definitivamente, ni tuve que hacer el equipaje a toda prisa cuando te dicen que tu tren parte de inmediato ni el diario local de la jornada siguiente hubo de publicar mi fallecimiento en su página de sucesos.
No era para menos. Con el paso de los años y cuando leía el capítulo de la Doctrina referido a la fatalidad, recordaba mi triste pero reveladora experiencia, la que me permitió respirar de nuevo cuando los más negros nubarrones estuvieron a punto de derramar sobre mi cabeza su lluvia más mortífera. No era mi día y como tal, el reino espiritual puso en marcha sus propios mecanismos de regulación, ya que me restaban muchas cosas por hacer y esa cadena de acciones que debía mantener con otros seres y que estaba prevista en mi programación, no debía romperse aún. Benditos obreros celestiales que jamás descansan; para ellos, no hay crisis que les afecte, pues jamás se conoció de datos de desempleo en la dimensión espiritual.
Bien es cierto que a cada persona le ocurren múltiples experiencias en su peregrinaje, pero a mí, aquella me invadió de luz y abrió mis ojos al eterno amor que Dios profesa a cada una de sus criaturas. Todo ello, personalizado en la innumerable legión de mensajeros que se alegran con nuestras victorias y se entristecen con nuestras caídas, pero que ante todo, permanecen alertas y serviciales hacia nosotros durante toda nuestra existencia, todos los segundos que el reloj del destino marca. Transcurridos más de veintidós años desde aquello y contemplando lo acaecido desde esa fecha, solo puedo exclamar con los brazos abiertos: ¡Gracias Dios mío, Tú bien sabías que no era el momento! Y a ti, ángel guardián: ¡Perdona por aquello, te di un trabajo extra y supiste, como siempre, estar a la altura! ¡Gracias a ti también, no te alejes nunca de mí!
SOS: acrónimo inglés de “save our souls”, es decir, “salva nuestras almas”.