SOMBRAS DE DIOS (60) Los efectos de una gran tragedia

—Tienes razón, suena bien a mis oídos: la doctora Concepción. De todas formas, más allá de los títulos y reconocimientos, esta comunidad cuenta con las mejores manos y con la mejor mente. Esa eres tú, amiga. Este grupo de veinte mujeres se siente seguro, porque, aunque no puedas ostentar esa licencia médica, sabemos que obras como si la tuvieras. Es posible que la sociedad no atienda a tus esperanzas, pero nosotras confiamos plenamente en ti.

Concepción se ruborizó ante el elogio encendido de su compañera, ahora que, en plena crisis de salud, tanto se necesitaban.

—Quiera Dios que mi cabeza funcione bien, así como mis manos para seguir actuando conforme a los conocimientos que el bueno de mi padre me legó en herencia después de tantos años trabajando a su lado. Velar por la salud de mis hermanas es mi prioridad, aunque ahora que lo pienso, me ha tocado la peor «rival». Una tal Verónica —comentó la enfermera con una sonrisa cómplice—, bajo la celestial inspiración de la fundadora, es capaz de recuperar hasta los desahuciados. Ahí están los resultados: un hombre y una joven condenados a una muerte segura, la que siempre produce la peste cuando se mete dentro del cuerpo, y ahora, felizmente salvados por la intervención de unas manos dirigidas desde el plano invisible.

Verónica se rio dirigiendo a su amiga una mirada dulce.

—¿Comprendes ahora la necesidad que tenemos de actuar juntas y de mantenernos unidas?

—No guardo ninguna duda al respecto de tus palabras —afirmo con convicción la superiora—. Esta maldita plaga constituye una prueba muy dura para la humanidad. A saber lo que estará ocurriendo en otros lugares cerca o lejos de aquí. Es todo tan desolador, hermana. Si tan solo supiera por qué Dios permite toda esta tragedia.

—Y quién podría saber eso, madre. Es posible que Él esté enfadado con nuestra falta de voluntad para mejorar. Llevamos tantos siglos estancados en ese egoísmo y falta de amor que nos corroe…

—Si así fuese, el Creador solo permitiría la muerte de los peores y, sin embargo, sabemos que esta enfermedad alcanza a justos e injustos, a ricos y pobres, a sabios e ignorantes, a criaturas de toda condición.

—Es cierto. Cuán difícil resulta ponernos en el pensamiento divino. Sin embargo, Dios representa la perfecta sabiduría y Él tendrá sus razones que los humanos no alcanzamos a entender.

—Concepción, tengo para ti una pregunta más médica que filosófica. Según tus estudios y por lo que aprendiste de ese gran hombre que era tu padre, ¿cuánto tiempo puede estar la peste entre nosotras?

—Mira, cuando yo era apenas una muchacha, mi padre me dejó consultar unos textos que contenían reflexiones de otros doctores de distintos lugares donde se hablaba de esta cuestión tan crucial. Se discutía sobre la extensión temporal de esta terrible enfermedad, de cómo aparecía y cuándo desaparecía. Quién no ha oído hablar de los devastadores efectos que se produjeron en la Europa del siglo XIV, cuando la llamada Peste Negra asoló a todo el continente.

Verónica no hacía más que agrandar sus pupilas admirada ante las informaciones que le estaba aportando su gran amiga.

—Yo llegué a leer un dato que la mayoría de las personas desconoce.

—Me tienes intrigadísima, hermana —dijo la superiora mientras que se agarraba con sus manos a la mesa de la enfermería.

—En la época de Justiniano, allá por el siglo VI de nuestro Señor Jesucristo, la mitad de la población desapareció en el imperio bizantino a causa de los estragos producidos por la peste.

—¿La mitad? ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo pudo morir más gente que hace tres siglos?

—Te aseguro, Verónica, que lo he leído, aunque nadie pueda afirmarlo a ciencia cierta. Te diré más: el famoso emperador logró salvar su vida de milagro, pero no pudo evitar aquella mortandad tan horrible. Por lo que sé, aunque estoy refiriéndome a épocas más actuales, a finales del XVI también hubo otro rebrote por el norte que se fue extendiendo hasta Castilla alcanzando el Mediterráneo hasta Valencia. Hubo localidades en las que se produjo una fuerte despoblación, ya sabes los motivos. Por eso y tratando de responder a tu pregunta, no puedo darte una respuesta segura. Lo siento y quizá resulte mejor desconocerlo.

—Ay, Dios mío, no sé por qué te he hecho tantas preguntas. Me has dejado muy mal cuerpo con todas esas cifras que derriban la esperanza de cualquier alma. Bueno, voy a dar una vuelta por el convento para ver lo que está haciendo cada monja; y tú, termina tu trabajo que seguro que redundará en nuestra seguridad. Nos veremos luego en el comedor. Que Dios y la Virgen te guarden.

—Adiós, madre. Cuida de ti misma y de todas nosotras. En tiempos de crisis viene bien gozar de una mano que nos dirija con temple y sabiduría.

*******

Aquel año de nuestro Señor de 1649 difícilmente sería olvidable en la mente de los historiadores y, sobre todo, por aquellos que enfrentaron, pese a sobrevivir, las consecuencias brutales de la plaga que hizo estragos al perderse hijos, padres o hermanos, amigos o la mano de obra indispensable que se necesitaba para desarrollar cualquier actividad económica.

A finales de verano, el arzobispo de Sevilla envió un documento a toda la archidiócesis, incluidos los conventos de monjas de clausura, donde se daba por superada la severa crisis sanitaria que había afectado a toda la comarca desde los meses de primavera. La superación de la grave crisis había resultado muy cara. Aunque no se sabía con exactitud, la población de la capital hispalense había sido diezmada y prácticamente, la mitad de sus habitantes habían caído bajo los efectos de la peste.

…continuará…

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