Por la tarde solo restaban dos testimonios. La penúltima en ser llamada fue la hermana Carmen. Fray Bernardo, dueño de la estancia y del aire, se dispuso a desvelar la verdad con su método acostumbrado. El rasgueo de la pluma de fray Agustín ponía compás al silencio.
—Acomodaos, hermana —indicó el fiscal, señalando una silla—. Os haremos unas preguntas sobre asuntos que, a buen seguro, ya habréis oído, pues corren rumores entre las compañeras.
—A vuestra disposición, mi señor fiscal. Colaboraré en cuanto me pidáis.
—Comencemos. Seré directo con vos: decidnos si tenéis noticia de que la superiora y la hermana Concepción hayan mantenido en este convento relaciones lascivas en algún momento.
—¿Cómo decís? —Carmen frunció el ceño, entre sorpresa y disgusto—. Es la primera vez que oigo tal cosa. No podría ni imaginarlo. ¿Quién osaría denunciar semejante canallada?
—Eso no os incumbe —cortó el inquisidor—. Importa saber si conocéis detalle alguno de ese evento. Según testimonios previos, el rumor corría por estas paredes; es decir, era notorio. Os ruego que no os hagáis la ignorante.
—En absoluto, mi señor —replicó con compostura—. Somos veinte mujeres que vivimos con serenidad nuestros votos. ¿Quién habría de turbar la paz de esta abadía con actos impuros? Nada sé de lo que afirmáis y me deja estupefacta la mala voluntad de quien haya propagado tal calumnia.
—Y vos, que lleváis ya años aquí —insistió Bernardo—, ¿nunca os habéis fijado si entre esas dos monjas había algo más que amistad?
—Os lo juro, fray Bernardo: no empleo mi tiempo en chismorreos. Jamás observé nada impropio entre la madre y la enfermera. Es verdad que las une un trato estrecho, mas siempre dentro de la norma y la corrección. Su colaboración nace de afinidad de carácter, como sucede con otras. De ahí a hablar de vínculos antinaturales, media un abismo. No lo he notado ni lo he hablado con nadie.
—Entiendo. ¿Queréis añadir algo más?
—Por mi parte, nada —dijo con firmeza—. Si el Santo Oficio busca aquí pecado entre mujeres, nada hallará, porque nada hay. Y, dada mi experiencia, conozco bien a las hermanas de esta casa.
—Sea. Pasemos a la segunda cuestión —anunció el fiscal, hojeando unos folios—. Con ocasión de la horrible plaga del año pasado, se comenta que en este convento se realizaron prodigios.
—¿Prodigios? —Carmen pareció sumirse en un breve cálculo—. ¿Os referís a rituales extraños contrarios al buen orden?
—Eso se aproxima, pero se queda corto —replicó Bernardo, con una sombra en la voz—. Hablo de invocación al diablo entre estos muros. Comprenderéis que la Inquisición vigila con celo la proliferación de tales fenómenos en instituciones religiosas, más en tiempos de hambre y enfermedades, cuando los espíritus flaquean.
—Todo esto me causa estupor, mi señor —repuso—, porque, como en el punto anterior, jamás presencié ni oí nada semejante.
—No os apresuréis a cerrarlo —prosiguió el inquisidor—. Os aportaré un dato revelador: al parecer, el padre Damián fue «milagrosamente» sanado tras penetrar en este recinto con la peste a cuestas. ¿Qué decís?
—Con el debido respeto, es la primera noticia que tengo. Ya dije que no me dejo arrastrar por rumores. El padre franciscano nos confiesa con regularidad y dice la Santa Misa, pero nunca le vi enfermo. ¿Tenéis fecha de tal suceso?
—En mitad del período en que la peste asolaba Sevilla y la comarca.
—No recuerdo incidente alguno.
—Hay otro caso a examinar —continuó Bernardo—. Poco después de esa supuesta curación, creemos que la novicia Consolación dio muestras palpables de contagio. ¿Teníais noticia de ello?
—Lo siento, mi señor: tampoco guardo constancia de eso.
—Vamos a ver, hermana Carmen —la voz del fiscal se afiló—. Pareciera que vuestra memoria ha quedado en blanco o que vivís ajena a cuanto aquí sucede. Aquella noche, la joven acudió alarmada a la celda de la madre con síntomas graves. Fue conducida a la enfermería, examinada por la hermana Concepción y, no obstante, regresó sana a su celda. A la mañana siguiente, estaba recuperada como por milagro.
—¿Y no es posible que estuviese aquejada de otros males menores? —aventuró Carmen, encogiéndose de hombros.
—Callad, si no sois requerida —la atajó el inquisidor—. El que interroga soy yo. Nadie en su sano juicio creería en una recuperación tan pronta, salvo que —y aquí el tono se volvió casi confidencial— mediara intervención diabólica que inspirase a la madre Verónica y a la hermana Concepción a actuar.
—Con el debido respeto, fray Bernardo —repuso ella—, una enfermedad tan mortal como la peste solo Dios podría curarla. Ni creo que el diablo disponga de tal poder. En mi opinión, si me pedís juicio, fue un mal leve que se apartó de la novicia con el descanso de la noche. Además, ¿qué poder tendrían esas dos mujeres para sanar? Me parece absurdo. Nunca escuché cosa igual.
Fray Agustín, sin levantar del todo la vista, dejó que la pluma respirase. El fiscal sostuvo a Carmen con la mirada un latido más de lo necesario; luego, con un leve chasquido de lengua, pasó la página.
…continuará…

