SOMBRAS DE DIOS (2) Testamento

A esa hora de la mañana, había mucho revuelo en el convento. Las carreras por los tranquilos y a menudo silenciosos pasillos de la edificación se sucedían.

—Venga, novicia —dijo una de las hermanas—. Vaya a buscar a la hermana Genoveva. La reverenda madre pregunta por ella.

—Sí, ahora mismo.

Tras unos segundos de pasividad…

—Pero… ¿qué hace ahí parada delante del olivo del claustro? —insistió la hermana—. ¿Está atontada o qué le ocurre?

—¡Ay, disculpe! —expresó la novicia con lágrimas en sus ojos—. Es que no he podido evitar una sensación de desasosiego muy adentro. ¡Dios mío! ¿Cree usted que la madre se va a morir?

—Eso solo lo sabe Dios y nosotras no conocemos sus designios. Vamos, no se demore y deje sus lamentos a un lado. La historia aquí seguirá, pase lo que pase; debemos respetar las leyes de la vida.

Al poco…

—Reverenda madre. ¿Da su permiso? —preguntó la hermana Genoveva tras llamar con sus nudillos en la puerta de la celda de la superiora.

—Sí, pase, por favor. Coja esa silla y acomódese. He de decirle algo importante.

—Por supuesto, madre Fátima.

—Gracias. Escuche, no me encuentro bien y esto de hoy no es una dolencia cualquiera ni nada que se cure con el debido reposo. Si le soy sincera, sospecho que algo extraño está sucediendo en mi cuerpo. Quién sabe, tal vez me haya llegado la hora de rendir cuentas ante el Altísimo y nuestra Señora.

—No diga eso, su reverencia. Seguro que se trata de un mal pasajero y en breve, notará mejoría.

—No lo creo, hermana. Hoy no me hallo en condiciones para levantarme de la cama. Conociendo cómo soy, ese dato ya le serviría de referencia sobre el estado de mi salud. ¿Sabe una cosa? Esta noche he tenido un sueño.

—¿De veras, madre? ¿Ha tenido alguna de sus revelaciones?

—No estoy completamente segura, pero le diré que me he contemplado viajando al encuentro de la Virgen, aunque sin encontrarme con ella. Eso sí, he disfrutado del privilegio de contemplar el rostro de quien me acompañaba en el camino. Sí, no albergo dudas. Se trataba de nuestra fundadora, pues su cara y expresión resultaban idénticos a la imagen del cuadro que tenemos en el convento, junto a la entrada. ¿Ve? Estoy convencida de que la reverendísima madre Beatriz me estaba avisando de nuestro próximo encuentro.

—Dios mío, qué sueño más portentoso y simbólico… —expresó la hermana Genoveva mientras que juntaba sus propias manos y las situaba sobre su boca.

—Dígame, con sinceridad. ¿Habrá mayor motivo de satisfacción que ese? No me importa que sea mi alma la que acuda a tan insigne reunión. A mi edad, ya no caben las dudas, solo la seguridad de que mis días sobre esta tierra que piso están contados.

—Virgen santa, sus sueños siempre han sido una guía segura para esta comunidad. Ojalá que en esta ocasión y con todos los respetos, su merced se equivoque.

—No es cuestión de errar, hermana. Las sensaciones están ahí y yo no pretendo engañar a nadie, ni siquiera a mí misma. ¿Para qué iba a hacerlo? Me apena mi despedida, pues dejar a las hermanas y a este convento resulta amargo; son tantos los recuerdos que… pero, aunque haya acumulado memorias de este lugar, me causa una profunda alegría caminar hacia el reencuentro. Volver al sitio del que provenimos me produce una inmensa dicha. Como ve, hay una mezcla de sentimientos, mas si tuviera que firmar un papel ahora mismo confirmando mis expectativas, si tuviese que elegir, yo escribiría: cúmplase la voluntad de nuestro Señor, que nuestros días están contados y nuestro paso por la tierra es leve, el justo y necesario.

—Qué bellas palabras dice su reverencia… y, aun así, me cuesta trabajo pensar en lo que será de esta comunidad cuando falte.

—No sucederá nada especial —afirmó la madre entre toses—. Nuestra hermandad continuará con sus propios pasos. No sobreestime mi importancia que, en los senderos de la existencia, todas somos prescindibles. Mire, usted siempre me ha sido fiel y estoy hablando de una cuenta de muchos años. He dispuesto en todo momento de su apreciada colaboración y no sabe lo agradecida que me siento por su lealtad. Después de tantos lustros de servicio, querida Genoveva, he de pedirle un último favor, aunque este se extienda por unas fechas. Es posible que resulte lo último que haga en este plano.

—Lo que su merced me encargue, madre. Sabe de sobra que puede confiarme cualquier misión, que yo me afanaré por llevarla a buen puerto y concluirla.

—No esperaba menos de usted, hermana. Por favor, acerque hasta aquí aquella mesita. Como observará, hay suficiente papel y pluma con tinta. He de dictarle unas letras que deseo sobrevivan a mi muerte. Para mí, es importante y es usted, sin duda, la mejor escribiente del convento…

—Perfecto, madre. Escribiré cuanto su reverencia me dicte. Solo quiero saber qué deberé hacer con el escrito una vez que finalice.

—Solo guardarlo a buen recaudo, en un lugar seguro donde pueda sobrevivir al paso del tiempo. Quién sabe si algún día esas memorias saldrán a la luz y tal vez haya ojos que deseen repasar esas palabras y mentes que sabrán recoger las enseñanzas adecuadas de lo que yo les cuente.

—Pues que así sea, su reverencia.

—Gracias, hermana Genoveva. Como ignoro lo que me queda aquí, lo mejor será empezar cuanto antes. Todo lo que adelantemos desde hoy será trabajo acabado mañana.

—Pues me siento preparada. Habiendo tinta, papel y buena voluntad, puede empezar cuando lo desee.

—Usted me conoce lo suficiente. Por eso sabe que más que hablar de mí, lo haré sobre la persona que me antecedió y a quien tanto debo. Nuestros destinos estaban unidos. Ya sabe a quién me refiero. Es de justicia que yo le transmita uno y mil detalles de la vida de la madre Verónica, a quien las dos tuvimos el honor de conocer.

—Ciertamente —confirmó la hermana Genoveva—. El legado de una mujer así resulta imposible de olvidar.

…continuará…

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