En el camino de regreso a Sevilla, soportando los continuos vaivenes del carromato sobre la vereda pedregosa, los dos dominicos comenzaron a intercambiar impresiones acerca de los interrogatorios y de toda la información recabada.
—Fray Agustín, ¿qué pensáis? —preguntó Bernardo, apartando la cortinilla para mirar fugazmente el horizonte—. Habéis escuchado lo mismo que yo. ¿Cuál es vuestro juicio?
—Creo que me he formado una imagen bastante nítida de las dos cuestiones principales —respondió con seguridad el secretario—. Vos habéis preguntado; yo he tenido la ventaja de escuchar con atención y de tomar nota de cada palabra, de modo que han quedado bien grabadas en mi memoria. Llevamos años trabajando juntos. Esa experiencia nos da cierta claridad en el análisis.
—¿Entonces? —insistió fray Bernardo, girando las manos hacia sus hombros en ademán impaciente.
—Vayamos por partes —dijo Agustín—. Sobre la supuesta relación entre esas dos mujeres, sinceramente, no le veo mucho recorrido. Tengo la impresión de que la monja denunciante ha desarrollado unos celos intensos hacia sus compañeras. Ahí radicaría el origen de su carta, donde describe hechos que pertenecen más a su imaginación que a la realidad. Y, conociendo sus antecedentes y problemas de disciplina, no sería nada descartable.
—Sí —asintió Bernardo—, habláis con equilibrio; es una hipótesis plausible. ¿Y en cuanto a la otra materia?
—Ahí, para mí, el asunto se complica —repuso el secretario—. Os explicaré por qué. Manejo una doble hipótesis. La primera es la que todos han defendido, salvo la hermana Martina, claro está: que, en esencia, no ha ocurrido nada extraño. El horror que nos inspira la peste nos lleva a pensar que puede infiltrarse por cualquier resquicio, incluso atravesar los muros de clausura. Quizá exageramos esa percepción por el miedo que nos produce.
—Entiendo. ¿Y la segunda? —preguntó el fiscal, entornando los ojos.
—La segunda es más rebuscada, pero no por ello debe desecharse. Mis sospechas nacen precisamente de las declaraciones.
—Caramba, fray Agustín —sonrió Bernardo—; por la forma en que os habéis expresado habéis despertado mi curiosidad. Continuad, os lo ruego.
—Mirad: según lo expuesto por los testigos, da la impresión de que todos se han puesto de acuerdo para ofrecer un relato cuadrado, sin aristas, para no levantar sospechas —explicó el secretario, llevándose la mano a la barbilla—. Todos se conocen bien y, por supuesto, saben de nuestros métodos. Saben también lo difícil que resulta ocultar información al Santo Oficio.
El carromato crujió al salvar un bache, y el silencio reinó unos instantes.
—¿Y bien? ¿Adónde queréis ir a parar? —inquirió el fiscal, clavando la mirada en su compañero—. Me tenéis intrigado.
—Si me lo permitís, voy a ser un poco malvado en mi planteamiento —dijo Agustín, con una leve sonrisa.
—Eso me agrada —rió Bernardo—. Seguid.
—Considero posible que se reunieran para acordar una historia favorable a sus intereses, a fin de disipar cualquier duda. Hablo del franciscano, de la superiora, de la enfermera e incluso de la novicia. Conviven a diario. ¿Por qué no iban a juntarse para tramar una explicación común sobre lo ocurrido con la peste? Así, pasarían inadvertidos.
—Claro, no puede descartarse —concedió Bernardo—. Qué astucia… aunque nada sorprendente en personas que viven tan unidas.
—Fijaos —continuó el secretario—: incluso el confesor dijo exactamente lo mismo que las monjas. ¿No os parecen demasiadas coincidencias? No he observado apenas matices entre sus versiones, pese a tratarse de personas distintas. Eso reforzó la sospecha que ya se instaló en mi mente mientras interrogabais al franciscano: debieron reunirse previamente y acordar entre los cuatro la misma versión. Si hubiera surgido la más mínima contradicción… pero no, todos declararon con una exactitud que me resultó sospechosa. Bastaba un solo detalle incoherente para adivinar que se estaba forzando la verdad.
—En resumen, hermano —concluyó Bernardo—: los cuatro han convenido declarar de igual manera, para alejar de sí cualquier sombra de desconfianza.
—Así lo veo. Me cuesta creer en tanta similitud sin concierto previo.
—¡Bien, brillante, fray Agustín! —exclamó el fiscal, juntando las palmas en un leve aplauso—. Se nota que no solo escribís cuando escucháis, sino que estáis pendiente de todo; detalles que a mí se me escapan por estar absorbido por el interrogatorio.
—Os lo agradezco —respondió el otro dominico—. Es un honor trabajar con un fiscal tan perspicaz como vos.
—Ahora empiezo a comprender muchas cosas —añadió Bernardo, con una sonrisa maliciosa que hizo estremecer a su compañero—. Apostaría a que el franciscano o la abadesa redactaron por escrito una declaración. Luego, todos se la aprendieron de memoria, tal vez hasta la ensayaron, para no omitir detalle. Así, sus testimonios sonarían idénticos, libres de duda.
Se dejó caer contra el respaldo del carromato y soltó una carcajada breve.
—Si creían engañarnos, han tropezado con dos inquisidores más que inteligentes, ¿no os parece? Esta perspicacia solo nace del trabajo conjunto y de la coordinación entre nosotros. Nuestra veteranía impide que se nos escapen sutilezas como la que habéis señalado. De nuevo, os felicito, hermano Agustín.
…continuará…

