Con la luz artificial que existía en el subterráneo de la estación, no supo qué tiempo transcurrió. Por sorpresa, Eva notó una leve caricia en sus cabellos. Cuando asustada, abrió sus ojos, contempló con nitidez la leve figura de su madre que le estaba tocando con suavidad la cabeza para calmarla. A pesar del ruido de los trenes y de la gente, pudo distinguir claramente la voz de su mamá diciéndole:
—«Cariño, no lo hagas, te lo suplico. Aún no es tu tiempo. Es pronto para verte a mi lado. Levántate y despierta a la vida».
—Déjame en paz, mamá. Me hablas así cuando tú me metiste en esto y de esto solo saldré yo —replicó la chica con palabras confusas que solo ella entendía.
A continuación, se irguió del suelo y medio tambaleante se dirigió hacia las vías. Un hombre que andaba por allí esperando el próximo metro, al verla con un aspecto tan desmejorado le habló:
—Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Quiere que la ayude?
Contemplando a Eva como ida, el señor del andén llegó a tocarla ligeramente en el brazo como para que se detuviese, pero ella siguió avanzando trastabillándose y manteniendo su verticalidad de auténtico milagro. Justo en ese momento, oyó un potente ruido de fondo. Se aproximó al inicio del túnel, por donde siempre hacía su aparición a toda velocidad el primer vagón del convoy del metro hasta que se detenía en el centro de la estación, donde los usuarios bajaban y subían a toda prisa. Dio un paso final y más grande de lo habitual hasta que se quedó a tan solo unos centímetros de acabar el andén. Puso la escasa atención de la que disponía en el sonido estridente del furgón que se acercaba desde la oscuridad. Levantó un poco su cabeza y solo tuvo tiempo de fijar su mirada en la potente luz que emitía el foco del primer vagón. A continuación, cuando observó que el tren iba a penetrar en la estación, Eva saltó al vacío entre el grito de terror que emitió el señor que había tratado de ayudarla segundos antes.
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Veinte años después, el teléfono del despacho de Sergio Alegre, psicólogo del centro asistencial «Los girasoles», sonó como si la persona del otro lado tuviese mucha prisa para que su llamada fuese atendida.
—¿Dígame?
—Buenas tardes, soy Genaro Rosado, director del Psiquiátrico. Quería hablar con mi colega Ildefonso. ¿Está por ahí? No me coge el teléfono directo que tiene.
—Pues sí, ha estado por aquí hasta hace poco, pero hace un rato que ya se ha marchado.
—Entiendo. Tú eres Sergio, el psicólogo. ¿No es así?
—Exacto, soy yo. Supongo que, al no descolgar, el oficinista de la centralita te habrá pasado con mi número.
—Bueno, la verdad es que me da igual. Mira, te voy a contar la historia de un paciente que lleva años con nosotros y que queremos enviarlo a vuestro centro. Así veremos cómo es su reacción al cambio de lugar.
—De acuerdo, un momento que cojo un bolígrafo y apunto sus datos.
—Se trata de un chico joven que tiene veinte años. Es problemático se mire por donde se mire. Fue abandonado por sus padres al poco de nacer en la entrada de un convento y luego, las monjas lo derivaron a los servicios de Auxilio Social.
—Dios mío, la de cosas que ocurrían antes.
—Pues sí. Fue un caso complicado desde el primer instante, pero real. Lo cierto es que nunca fue adoptado por ninguna familia. Bueno, en verdad me equivoco. Sí que probó suerte con unos nuevos padres, pero al comprobar los déficits del chiquillo, estos lo retornaron a su espacio de origen. Se ve que se arrepintieron de su decisión.
—Trato de apuntar lo principal para que mañana, ya con calma, Ildefonso estudie la documentación, a ver qué opina del caso.
—De adolescente, sus padecimientos se agravaron. Por resumir, en los últimos años que ha sido evaluado, se llegó a la conclusión de que sufría de esquizofrenia. Te adelantaré un dato. ¿Sabes cómo le llamamos en nuestro centro?
—Pues no tengo ni la menor idea, doctor.
—Pues a nuestro paciente le llamamos el «Buda».
—Anda, qué curioso. ¿Y eso?
—Pues creo que ahora lo entenderás. Este joven, a pesar de su enfermedad, suele leer mucho. Una tarde, sin saber por qué, pidió prestado un libro de la biblioteca sobre la filosofía del budismo. A partir de esa fecha se empezó a obsesionar con esa materia y a día de hoy, sigue con el tema. Nos pidió más y más libros. Como cuando se ponía a estudiar el budismo comprobamos que se tranquilizaba y que sus episodios de agresividad remitían, pues le dimos nuestro apoyo para que siguiera leyendo obras de ese tipo. No hay nada malo en ello ¿verdad, Sergio?
—Me parece una estupenda idea, pues parece que le está beneficiando.
—Sí, lo comprobarás por ti mismo en cuanto le conozcas.
—Entonces, ¿estás convencido de mandarlo con nosotros?
—Pienso que sí, aunque preciso de la confirmación de mi colega mañana mismo. Le llamaré mañana, pero, si no te importa, sería bueno que ya le adelantases algo del caso en cuanto le veas.
—Supongo que estará medicado. ¿Es cierto?
…continuará…