—Es perfecto. ¿Ve? Ya casi le tenemos: Martín San Blas. Nos restaría el segundo apellido. ¿Qué opina, madre?
—Pues sigo bloqueada. No se me ocurre nada; pero… un momento —dijo pensativa la superiora—. He tenido una idea que no es original, pero que nos puede servir. Cuando salga, consulte cuál es el apellido español más común. De ese modo, a pesar de las dificultades, el chico pasará más desapercibido.
—Muy buena idea. De todas formas, no hace falta que consulte nada. El pasado verano estuve investigando esa cuestión porque mi hermana y yo tenemos ese apellido por parte de madre.
—Ah, vaya. Qué feliz coincidencia.
—Se lo puedo asegurar. «García» es el apellido más extendido entre los españoles.
—Fantástico, hermana Virginia. Entonces, que así sea: Martín San Blas García. Suena bien ¿verdad?
—Pues sí. Creo que hemos acertado. Aun así, madre… ¿qué les dirá usted a los de Auxilio Social cuando vengan a recoger a Martín la semana que viene? Le preguntarán por qué el bebé se llama así.
—Es cierto. Les diré que el crío venía con una nota en el carrito en la que estaba escrito su nombre.
—¿Y si le piden ese papel?
—Pues les diré que una de las hermanas, en un despiste, extravió esa nota y que se ha perdido.
—Caramba, qué buena idea. ¿Y eso no levantará alguna sospecha?
—Lo dudo, hermana. La palabra de la abadesa de un convento de monjas sigue siendo ley incluso en estos tiempos. Una superiora jamás falta a la verdad.
—Dice usted bien, madre. Creo que aceptarán su información… que tampoco estamos hablando de ponerle nombre al próximo rey de España.
—Desde luego. Pues entonces, a trabajar. Disfrute de su papel de «mamá» hasta el próximo lunes.
—Por supuesto, madre Teresa. Cuente conmigo.
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Fechas más tarde, Eva tomó la decisión más dramática de su corta existencia. Los últimos días habían resultado los más duros en su vida y eso que ella se había enfrentado a situaciones a cuál más difícil. Por eso y desde adolescente, se había habituado a beber para calmar la tremenda ansiedad que le causaba su trabajo en el local de alterne. Todavía le restaba una pequeña parte del dinero que le había regalado Armando como forma de mitigar su sentimiento de culpabilidad al expulsarla de su casa, ya embarazada de más de cuatro meses.
Su incertidumbre, su soledad y la falta de planes sobre su futuro labraron una profunda sima en el alma de la joven. Ahora, con veintiún años, se sentía una anciana dando sus últimos estertores, con la sensación de que toda su vida le había conducido al mayor de los fracasos. La esperanza había desaparecido de su interior, mientras que una losa de tristeza e impotencia empezaba a pesarle más y más sobre la arquitectura de su sombra.
Muy en el fondo, hasta se sentía alegre y aliviada, pues estaba convencida de que su niño había ido a parar a las mejores manos de Madrid y no a las suyas, que eran las peores de la ciudad para encargarse de la manutención y la crianza de un niño inocente. Y, sin embargo, todas las mañanas, al despertar, notaba una voz grave dentro de su cabeza que le quemaba el corazón. ¿Y si fuese a recoger a su bebé a las puertas del convento? ¿Se lo habrán llevado ya las autoridades para buscarle una familia de adopción? ¿Y si la misma Policía la investigase a ella para ingresarla en la cárcel por el terrible abandono de su criatura?
La respuesta a tan apabullantes preguntas era siempre la misma: «ni siquiera soy digna de criar a mi hijo». Este pensamiento, repetido una y mil veces, la torturaban hasta la extenuación, haciéndole sentir como una basura y no como una mujer que se había enfrentado a las peores circunstancias durante una existencia de lo más desgraciada.
Ese vacío, esa desesperación, engordaban en su imaginación cada día, desde el amanecer hasta la noche, lo que le producía agitación y unas ganas de desaparecer del mundo que no tenían límite. Esa pesadilla, que se convirtió en la destructiva lluvia de cada jornada, solo podía mitigarse por un método: la ingesta de alcohol. Una copa de vino, un ponche o un brandy barato se hicieron habituales en sus horas solitarias. Ya habría querido tomar champagne, pero en sus condiciones, no podía permitírselo. Ya había desarrollado una cierta tolerancia a la bebida por sus inicios tempranos en la prostitución, donde consumir en compañía de los clientes era una regla de lo más normal. Sin embargo, en sus circunstancias y tras deshacerse de Martín, se había convertido en su costumbre más asidua. Su angustia se «aminoraba» con la botella y en cambio, crecía hasta la enormidad cuando la sustancia tóxica no circulaba por su sangre.
Y transcurrió otra semana. Eva ya no sabía si se despertaba en pleno día o a media noche. Así era la anarquía del horario en el que se había instalado en su quehacer diario. Aquella mañana se bañó a conciencia y se puso el mejor traje para causar una bella impresión. Incluso se aplicó sobre su piel el perfume más caro que conservaba de sus buenos tiempos de convivencia con Armando. Aún con lágrimas en sus ojos, se introdujo en uno de sus bolsillos una pequeña petaca de ginebra, por si acaso le entraba ansiedad durante lo que tenía previsto hacer. Realizó un gran esfuerzo por su falta de motivación y desgana. Deseaba sentirse como una ciudadana más que se desplaza por las calles de una gran ciudad, pero le resultaba imposible.
Tras una media hora de desplazamiento, por fin llegó al lugar que tenía pensado. Llamó varias veces a la puerta hasta que, pasados unos minutos, se escuchó el sonido de una llave girando.
…continuará…