Dios mío, cómo lloraba. La ansiedad se había apoderado de mi ser hasta penetrar en mis entrañas y eso que solo habían transcurrido unos días desde el suceso. No sabría cómo explicarlo, pero se trataba de una angustia existencial, porque nunca me había enfrentado a una experiencia tan abrumadora.
¿Cómo la vida de un ser tan joven tuvo tan inesperado final? Mis principios, mi trayectoria, incluso mi perspectiva vital habían cambiado. Un año resultó más que suficiente para convencerme de ello. Lo reconozco: Martín no fue un paciente cualquiera. Al final, resultó la persona que más me marcó en mi camino profesional de quince años trabajando como psicólogo. Había abordado a muchos clientes problemáticos, porque ¿qué es la vida sino un nudo de problemas que hay que desatar? Eso sí, como Martín, ninguno igual.
Incluso mi buena amiga y médium Isabel, tampoco podía evitar las lágrimas. ¿Qué habrá ahí, después de todo, en esa caja de pino? Tan solo los restos de un cuerpo, de una máquina apagada cuyo principio rector, el alma, había dado un paso de gigante en su evolución.
Hasta para morir hay que tener dignidad y todo lo que Martín llevaba dentro salió a la luz en aquel invierno de 1992. Fue ese año glorioso de las Olimpiadas en Barcelona o de la Exposición Universal en Sevilla. Se anticipaba una época de luz y esperanza, como si ese país llamado España fuese a cruzar definitivamente la frontera hacia la modernidad.
Isabel y yo no éramos familia del finado. Daba igual; lo importante consistía en que habíamos desarrollado con aquel chico un fuerte vínculo de amistad que jamás desaparecería. Más allá de los lazos de la sangre, lo esencial es cómo las personas se tratan y cómo comparten sus experiencias. Eso es aprender a vivir, pues no vinimos al mundo a caminar en solitario, sino a hacerlo en compañía de aquellos seres que se eligen previamente.
Gracias, Martín, por tu ejemplo de vida y por tu generosidad. Nunca te olvidaré. Y, por favor, espérame en el cielo, que aún tenemos un montón de cosas de las que hablar.
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Al rato de tapiar aquella fina pared de ladrillo que marcaba el eterno «descanso» del cuerpo de aquel joven…
—Anda, Martín —comentó en voz baja Isabel—. Me asombras, muchacho… ¡pero si te acabamos de enterrar! Hacía mucho tiempo que no observaba a alguien aparecerse en tan breve lapso. Bueno, eso es lo de menos. Lo sustancial es que estás aquí. Tú dirás. ¿Cómo te encuentras?
—Gracias por haber venido a mi entierro. Es un alivio considerable sentirse acompañado en estos momentos de soledad. Es una sensación extraña, como si estuviese medio dormido, mas no despierto del todo. Este fenómeno me había ocurrido en el psiquiátrico, pero la percepción de ahora resulta diferente. Lo que más me impresiona es que esa fase ya se ha acabado, como si alguien le hubiese dado un corte certero a mi historia. Son momentos de incertidumbre. Por un lado, siento alegría por haber acabado con ese período de tortura que supuso mi paso por la tierra. Por otra parte, las dudas me asaltan. No tengo ni la menor idea de lo que hacer a partir de ahora. Confío en que me des algunos de tus buenos consejos.
—Martín, amigo, claro que te ayudaré. Para eso estamos ¿no? Tienes razón en una cosa: algo se terminó, pero tu camino continúa. En breve, aparecerá ante tu vista la puerta de la esperanza.
—Me resulta curioso, Isabel. ¿Puede existir algún motivo para la esperanza después de morir?
Al percatarse de la comunicación que estaba realizando su amiga Isabel, el psicólogo la abordó para tratar de entender…
—¿Con quién hablas? No me digas que ya está aquí —expuso asombrado Sergio—. ¡Si ha transcurrido muy poco tiempo desde que se fue!
—Pues, aunque te cueste trabajo creerlo, así es —respondió con firmeza la mujer—. Se ve que tenía prisa por entender algunas cosas. Siempre fue un chico curioso y la muerte no interrumpe en los individuos sus tendencias más naturales. Ni siquiera aunque cambie de «residencia». Tranquilo, que te voy a ir informando de todo lo que Martín me pueda transmitir. Te iré «traduciendo», ¿vale?
—Uf, muchas gracias. Estoy ansioso por conocer cómo se encuentra.
—¿Lo estás comprobando, Martín? Ahora ya ves que no solo yo estoy interesada en tu estado. Tu amigo psicólogo también quiere saber de ti.
—Sí, no me extraña. Trabajé con él este tipo de incertidumbres y cómo afrontar una toma de decisiones. No sé si lo que valía para la vida normal valdrá también para esta etapa tan distinta. Me gustaría escuchar algún tipo de indicación de tu parte. Así tendré un doble apoyo.
—De acuerdo, Martín. ¿Empezamos?
—Sí, por favor. Necesito un poco de «terapia».
—Veamos. ¿Eres consciente de lo que te ha ocurrido? Para mí, es fundamental saber hasta qué punto guardas el recuerdo de lo sucedido.
—Me cuesta trabajo recordar con detalle lo que me pasó. Mi pensamiento discurre con una cierta lentitud y eso ralentiza mi memoria.
—Creo que se trata de una sensación muy normal —argumentó Sergio—. Escucha, Martín, llevabas más de veinte años apoyándote en tu cerebro físico. Ahora, tendrás que acostumbrarte a pensar de un modo diferente. Considera que tu antiguo soporte ya no te sirve y, sin embargo, puedes seguir razonando. ¿Eres consciente de ello?
…continuará…
Con esta Doctrina, no se acaba de aprender. Gracias
Es así, como la sabiduría ancestral. Nunca se aprende lo suficiente. Gracias, Graciela.