LOS OLIVARES (100) La confesión

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—Buena pregunta, Rubén; me has pillado. Sin embargo, me atreveré. Tengo que decirte que tú no ibas a ser una excepción. Ante todo, creo que eres una persona noble. Algo me dice muy adentro que serías incapaz de hacer daño a alguien. Eso se ve en el trato que tienes con los animales. Amas tu trabajo, eres responsable en tus tareas y sabes escuchar. Si está en tu mano, tratas de ayudar al prójimo.

—¿Ya?

—Sí, por ahora es lo que me llega de ti.

—Vaya. Es cuando menos sorprendente. Eso sí, pienso que ese perfil podría encajar en muchas otras personas. Observo que me has descrito cercano a un nivel distinguido en cuanto a la categoría moral de mis actos, pero no es para tanto, Rosario. Aparte del buen concepto que pareces tener sobre mí, me gustaría que destacases algún aspecto negativo que hayas intuido sobre mi figura. Eso equilibrará tu percepción. ¿Es así o es que prefieres ocultarlo?

—Ja, ja, ahora sí que me has puesto en dificultades. No pasa nada. Mira, tienes un defecto muy serio que habrás de corregir en el futuro.

—No sé si escuchar eso es una bendición o una tortura, pero dímelo cuanto antes para cambiar.

—Rubén, te falta autoconfianza. Si la desarrollas, podrás mostrar al mundo incluso todas esas cualidades innatas que posees. Tus potencialidades son sublimes. ¿Qué falta? Materializarlas. Llevarlas a la práctica. Es una cuestión de análisis interior y luego, de realizarlas.

Rubén espoleó a «Inquieta». Rosario también aceleró la marcha de su caballo hasta alcanzar al otro animal en mitad de la dehesa. Tras unos segundos de galope, los dos animales retornaron a su marcha normal.

—Oye, ¿a qué ha venido esa escapada? Te has quedado muy callado, Rubén. Espero que lo de antes no te haya incomodado.

—No sé ni lo que responder, Rosario. Me dejas como desnudo con tus palabras. Es como si no pudiese esconder nada de cómo soy ante tus ojos. Bueno, no se trata de esconder, sino de mantener esa intimidad que de forma natural todos manejamos para no exponernos ante los demás. Empiezo a pensar que la señorita Alicia no exageraba ni un milímetro en sus apreciaciones sobre ti. Caramba con el don; es más intenso de lo que imaginaba. Y no te alarmes con el galope de «Inquieta». Solo quería probarla para ver cómo se desenvolvía en plena carrera. Está perfecta. No hay de qué preocuparse. No deja de ser gracioso; si «Inquieta» supiera que la has utilizado para iniciar esta buena conversación entre nosotros…

—Que conste que lo de la «confianza» te lo he comentado con la mejor de las intenciones. Claro, eso te pasa por preguntar. Si lo haces, debes estar preparado para cualquier respuesta. En cualquier caso, no pretendía herirte sino estimularte.

—¿Sabes una cosa?

—Oye, majo, no pretenderás que yo lo sepa todo. Eso sería imposible —comentó la joven entre sonrisas.

—Antes me quedé silencioso porque reflexioné sobre lo que me habías dicho acerca de la confianza. Quizá sea tal y como me dices, me falta dar un pequeño paso para abarcar más aspectos, porque haciendo cosas es como uno va cogiendo más seguridad en sí mismo y eso se contagia.

—Tal vez si hubieses dispuesto de un poco de más confianza no habríamos tardado tanto en entablar amistad ni en empezar a conocernos. ¿Ves la diferencia?

—Claro, es exacto. Me sentía bastante inseguro acerca de comunicarme contigo. Todo era porque preveía consecuencias desastrosas para mí y por eso, simplemente no me atrevía. También he de confesar que el miedo me invadía. Yo me decía: «¿y si intento contactar con la señorita Rosario y ella me rechaza?». Eso me daba pánico y claro, cuando surge el miedo, te vuelves cobarde para no arriesgar, para evitar un supuesto mal que solo estaba en mi imaginación. ¿Lo comprendes ahora, Rosario?

—Perfectamente. Pues entonces, no sabes cómo me alegro por haberte «engañado» con la treta de que mi yegua estaba enferma. Ha sido una excelente estratagema de acercamiento entre nosotros.

—Sin duda, Rosario. Has actuado con inteligencia, pero también con nobleza. No puede haber nada malo en tratar de conocer a alguien.

—Rubén, antes comentábamos lo que suponía el amor y cómo reconocerlo —expuso la joven mientras que detenía su montura—. Debes perdonarme por mi atrevimiento, pero no puedo callar o mi alma explotará. Y yo no quiero que eso suceda.

—Pero… ¿por qué dices eso, Rosario? —preguntó el veterinario mientras que se paraba con la yegua justo al lado de la chica.

—Es muy simple. Me cuesta trabajo verbalizarlo, pero existe una fuerza dentro de mí que me empuja a hacerlo. Desde el primer día que te vi y me estoy refiriendo a mi buena intuición, noté dentro de mí como un aviso.

—¿Y qué aviso es ese, Rosario? —preguntó el joven con sus pupilas totalmente dilatadas.

—Ese aviso me dijo que tú eras el hombre adecuado, el hombre ideal al que amar con todas mis fuerzas.

Rubén se quedó como paralizado ante la vista de los ojos llorosos de Rosario. No pudo aguantar la mirada y la dirigió hacia el paisaje cercano. No sabía cómo reaccionar ante las palabras que había escuchado en los labios de la ahijada del marqués.

…continuará…

2 comentarios en «LOS OLIVARES (100) La confesión»

  1. Que belo capítulo!
    Rosário se sentiu confiante ao expressar seus sentimentos, então o casal pode falar sobre o assunto, mas Rubén parecia estar meio sem jeito. Já Rosário, sempre autentica e sincera falou a Rubén sobre sua intuição de que ele seria o homem certo para amá-lo. Ela pode dizer que o vê como seu parceiro de vida e que deseja construir um futuro juntos.
    A atitude de Rosário me fez lembrar uma frase que ouço aqui no Brasil, “ o interesse tem que partir das mulheres” como fez Rosário, não sei se isso é verdadeiro.

    1. Não era habitual nessa época que a mulher fosse a primeira em manifestar seu amor por um homem, mas a Rosarito é uma criatura muito especial, adiantada para seu tempo e muito desenvolvida em sua moral. Grato, Cidinha.

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