Aquella tarde, a eso de las seis…
—¿Qué se le ofrece al señor? —preguntó la criada de la vivienda.
—Buenas tardes. Deseaba hablar con el señor magistrado. ¿Está él en casa?
—Pues sí que está. Ha llegado hace un rato y debe estar descansando. De todas formas, yo no le conozco y si usted no tenía cita con él, dudo que le reciba.
—Por supuesto. Si es tan amable, dígale que soy Agustín, el abogado de don Alfonso de Salazar, el marqués. He hablado con el señor juez esta misma mañana en los juzgados y verá, me urge darle una novedad sobre el caso. Por favor, es muy importante.
—Bien, no se apure. Le voy a comentar todo lo que usted me ha dicho, pero ya le digo, no le doy garantías de nada. Ande, pase a la salita de espera, que hace mucho frío aquí.
—Muy agradecido, señora.
Minutos después…
—Oiga, abogado ¿por qué me molesta a estas horas? —expresó Cebrián en tono de disgusto mientras que penetraba en aquella sala—. Creí haberle dejado claro esta mañana que el asunto de su cliente estaba a punto de finalizar. ¿Se ha vuelto loco?
—Es que verá, don Luis, disculpe mi atrevimiento… solo le robaré unos minutos de su tiempo. Le demostraré lo primordial que puede ser lo que le voy a transmitir.
—Bueno, esto es lo nunca visto. No sé ni por qué le he permitido entrar en mi casa, pero… en fin, usted es uno de los abogados más prestigiosos de Extremadura. Venga, le daré una única oportunidad de que se explique. Vayamos a mi despacho y tome asiento.
—Gracias por su confianza, señor magistrado.
Tras cerrar la puerta del despacho, una vez sentados uno enfrente del otro, el juez miró fijamente a Agustín, como intentando averiguar por anticipado qué motivos habían llevado al letrado a molestarle a su domicilio en aquella tarde invernal sobre la que ya caía la noche.
—Bien, espero que la causa de su visita por sorpresa sea lo suficientemente importante como para haber «profanado» mi hogar. Si no, se arrepentirá. Sabe a la perfección que podría denunciarle por esto y que podría enviarle al calabozo, caballero.
—No será necesario, señoría. Trataré de ser claro y de no importunarle mucho tiempo. Solo quería decirle que mi cliente y yo hemos estado hoy almorzando y por supuesto, hemos hablado acerca de la coyuntura surgida esta mañana en los juzgados.
—¿Y qué? ¿No se está yendo por las ramas, don Agustín?
—El señor marqués le está muy agradecido por el trato que le ha dispensado a lo largo de las diligencias por esta causa. Con sinceridad, don Alfonso acudió a Salamanca pensando que, tal y como está el ambiente, sería detenido y que la primera noche ya dormiría en prisión. Si usted supiera lo arrepentido que está de haber pertenecido a esa maldita organización llena de conspiradores y de gente de mal vivir… Él mismo reconoce que se trata de una mancha en su historial, pero a la vez, aduce que fue una decisión errónea provocada por la trágica pérdida de su esposa cuando vino al mundo su hija. Usted ya sabe que se producen circunstancias en la vida de los hombres que pueden alterar incluso nuestras facultades mentales.
—Abogado, ¿no dijo que iba a ser breve? Lo que usted me indica ya se lo he oído a su cliente varias veces. Pero… ¿sabe qué hora es? Que ya ha anochecido, caramba…
Con gran misterio y una calculada sonrisa en su rostro, Agustín extrajo de su maletín un sobre que depositó con parsimonia sobre la elegante mesa de madera del juez.
—¿Qué es esto?
—Lo que hemos hablado, don Luis. El marqués se encuentra tan satisfecho por cómo se han desarrollado las cosas que simplemente quería mostrarle su reconocimiento por su actitud.
—Un momento, señor letrado. ¿Han perdido los papeles, usted y su cliente? ¿Con quién se creen que están tratando? ¿Piensa ese señor, por muy aristócrata que sea, que puede acudir a mi propia casa a comprar mi voluntad a través de un fajo de billetes? ¿Acaso pretende corromper a un humilde funcionario público que solo cumple con su legítimo deber a pesar de su pésimo sueldo?
—Le expreso mis más sinceras disculpas, señoría. Con todos mis respetos, todo eso que usted ha comentado suena fatal. Creo que no me he explicado con claridad. De ahí el malentendido.
—¿Cómo dice?
—Perdóneme, pero no se trata de comprar ninguna voluntad. Eso, aparte de ser un delito, quedaría muy lejos del perfil de dignidad que representa el señor marqués. Solo se trata de un acto de gratitud por el trato recibido. Creo que corrupción y generosidad son dos conceptos completamente distintos. En estos tiempos que corren, hay mucha gente por España que vive resentida, negativa, como odiando la situación por la que estamos atravesando. Don Alfonso no está de acuerdo con esa forma de encarar la realidad y cuando observa un trato digno y respetuoso, lo premia, simplemente porque es un ser humano de corazón generoso, nada más. ¿Lo ve, señoría? Expresado de este modo, mi mensaje cambia por completo de color. Discúlpeme, don Luis, pero solo se trata de mi humilde opinión.
—Vamos, abogado. Déjese de jueguecitos de palabras. Aquí, lo que importa, son los hechos.
…continuará…