—Que así sea, Alfonso. Tú eres noble, y no me refiero solo a la cuna, sino a lo más importante, que es el corazón. Una persona así jamás debería tener miedo, porque ha cumplido con sus promesas de vida y ha satisfecho sus deberes. Contemplándolo desde esa perspectiva, alguien que se ha mantenido fiel a sus compromisos con el bien no puede albergar en su interior la desesperanza ni las dudas. Mirando hacia atrás recuerdo todo lo que has hecho por mí desde que abrí mis ojos al mundo y… no hallo palabras.
—Qué bien hablas, Rosarito. Me siento orgulloso de ti, aunque solo sea por la pequeña influencia que yo haya ejercido sobre tu carácter. Entonces, querida, ¿me aconsejas algo concreto que pueda hacer en esta difícil situación?
Pese a la incertidumbre del momento, la joven se secó de repente las lágrimas, levantó su cuello y con su pulso firme le dirigió al marqués una profunda mirada de ternura.
—Y… ¿esa sonrisa, niña? Tú no te ves, pero para mí que viene del cielo.
—Padrino, ¿te puedo pedir una cosa?
—Hija, lo que quieras. Desde que te vi nacer, desde que te tuve en mis brazos, jamás te he negado nada y todo te lo he concedido. Y eso ha ocurrido porque sabía de ti y de cómo eras, porque hasta para pedir, Dios te ha otorgado sabiduría. Dime lo que quieres.
—Solo deseo abrazarte. ¿Me concedería el «señor marqués» ese deseo?
—Por supuesto —respondió Alfonso con todas sus ganas—. Anda, ven a mis brazos.
Mientras que los dos estrechaban sus cuerpos, la mujer, con una gran delicadeza, abrió sus labios para susurrarle en la oreja unas palabras…
—«Tranquilo, mi buen ‘constructor’; doblegar la rodilla no es morir ni humillarse. No existe poder temporal con más autoridad que el celestial».
Sorprendido por lo que había escuchado, Alfonso retiró suavemente a la joven unos centímetros hasta mirarle directamente a los ojos.
—Hija, ¿sabes lo que has dicho?
—Sí y no, padrino. Esa es la respuesta correcta. He oído en mis adentros esa enigmática frase y yo te la he trasmitido tal como me ha venido al pensamiento. Ahora bien, sinceramente, no sé ni lo que significa.
—Mira, chiquilla, lo que ha salido de tu boca no lo conocía nadie, salvo mis compañeros de grupo en la masonería. ¿Te das cuenta? A mí me conocían como el «constructor», así me llamaban hace años cuando nos reuníamos. Cada uno de nosotros poseía un apodo acorde a las características de cada cual. Ahora sé que, eso que te ha sido revelado, no es de es de tu cosecha, sino que proviene de la otra dimensión. ¡Que Dios te bendiga, hija! Menudo don. Gracias, porque ahora sé con seguridad que todo va a salir bien. Qué tranquilidad has dejado en mi alma y qué confianza más grande tengo ahora en mi destino. Seré herido, pero sabré levantarme. Me inclino ante ti, Gran Arquitecto Universal.
—Solo hay un Creador, Alfonso. El nombre es lo de menos. Así me lo dice mi intuición.
—Qué cosas tienes, Rosarito. Cuanto más te observo, más me acuerdo de aquel día en el que naciste de nalgas.
De pronto, se escuchó el típico sonido del teléfono.
—Anda, esa debe ser mi otra niña que llama preocupándose por su padre.
—Ya lo cojo yo, Alfonso. Respira un poco y ve recuperándote de las emociones.
—De acuerdo.
—Dígame.
—¿Rosario? ¿Qué pasa? ¿Y mi padre? ¿Está ahí contigo? Me dijo Andrea que llamase con urgencia. Temo lo peor.
—Pues sí. Tranquila, Alicia. Aquí lo tengo a mi lado, sano y salvo. ¿Te acuerdas? Los «idus de marzo» han llegado.
—¿De verdad que se han cumplido tus predicciones? Dios mío, ¡ayúdanos!
—Eh, cálmate, hermanita. Yo ya se lo he dicho con el corazón en la mano. Mira, la tormenta será fuerte, intensa, pero el temporal amainará.
—Que el cielo te escuche, Rosario. Me cambio y voy para casa en coche. Enseguida estoy allí con vosotros.
—De acuerdo; aquí te esperamos. Creo que hoy ya tenemos tema de conversación para el almuerzo. Ahora, más que nunca, los tres necesitamos permanecer muy unidos.
—Sí, lo esencial ahora es ayudar a mi padre como sea.
—Sin duda, Alicia. Será nuestra misión prioritaria.
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Días después, el marqués descolgaba su teléfono…
—Buenas tardes, José Antonio. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! Llamé a tu despacho esta mañana y tu secretaria me dijo que habías salido, pero que a esta hora ya estarías en tu casa.
—Es cierto, me lo comentó luego. Mejor. Así tendremos más tiempo para charlar. Caramba, cómo me alegro de oír tu voz, Alfonso. Y ¿qué? ¿Cómo te va la vida, sesentón? ¿Sigues con tus caballos, tus inmuebles y tus obras de arte?
—Pues claro que sí. Ya sabes, hay cosas que no cambian en la vida de un hombre. Ahora bien, te mentiría si no reconociese que he dado un buen bajón. La edad no perdona, José Antonio. Lo que te quiero decir es que, poco a poco, me voy retirando de la vida pública.
…continuará…