LOS OLIVARES (61) Cazador cazado

—Bien. Ni que decir tiene que el silencio será la mejor consecuencia de todo esto. Me gustan las tareas exitosas, pero que no dejan huella. Me he explicado, ¿a que sí, Juan?

—Está claro, don Carlos. Haremos un buen trabajo que no deje rastro.

—Me gusta esa seguridad con la que te expresas, amigo. Me aporta tranquilidad. Vale. Pues ya sabes la fecha y la hora. Os quiero en mi despacho para completar lo acordado. Después, os pagaré.

—Allí estaremos.

El día estipulado y a la hora convenida, aquel hombre del que se ignoraba hasta su nombre se acomodó en la misma silla de la sala de espera aguardando acontecimientos. La secretaria del abogado, invitada por este, ya había salido del edificio una hora antes para evitar complicaciones.

—Ah, qué bien y qué puntual —manifestó Carlos con cierto tono de ironía en su voz—. Se nota que quiere recibir lo suyo. Dejé la puerta abierta para que pasase. Al haberse ido ya mi secretaria, tendremos más intimidad. Un momento, que voy a cerrar la puerta de fuera.

Segundos después…

—Me alegro de haber llegado a un acuerdo con usted, señor letrado. Aquí, en este sobre, tiene la foto original y su negativo, con lo cual, ya no podrán realizarse más copias.

—Sí, eso es lo que negociamos. Quiero que sepa que me he visto obligado a llegar a un acuerdo con usted por las circunstancias. De todas formas, ¿qué son diez mil pesetas si así libro a mi padre de un disgusto, de un encontronazo con las autoridades?

—Ya veo que el señor se ha hecho perfectamente consciente de su papel en esta historia. Hay aspectos como los sentimientos respecto a su familia que resultan imposibles de valorar. Con sinceridad, creo que ha actuado bien. Usted me presta un buen favor con ese dinero y yo, a cambio, le libro de una gran preocupación. A saber lo que habría sucedido si esa foto hubiese caído en malas manos. No lo quiero ni pensar…

—Sí, es obvio. Pues espere aquí un momento mientras abro la caja fuerte de mi despacho y le traigo el dinero.

—Un momento, don Carlos. Para mayor seguridad y si no le parece mal, yo le acompañaré. Discúlpeme por los malos pensamientos, pero es que hoy nadie puede fiarse de nadie. No me extrañaría que tuviese cualquier sorpresa preparada como una pistola en el cajón o incluso dentro de la caja fuerte y al final, me tuviese que ir con las manos vacías.

Seguidamente, el extraño sacó del bolsillo de su chaqueta una navaja, que, al abrirla, pareció afilada y de considerables dimensiones. De inmediato, la situó junto a la espalda del abogado para intimidarle.

—Venga, vaya usted delante. Esto será rápido y si surge algún contratiempo, tomaré las medidas adecuadas. Lo dicho, señor, hay que ser precavido con estas cuestiones.

Durante unos segundos, la tensión se palpaba en el ambiente. Carlos contaba con ir a la habitación cercana para avisar a su amigo Juan y a sus tres compinches que estaban allí a la espera de novedades. De repente, al sentir la punta afilada del cuchillo sobre sus riñones, se quedó como aturdido, sin saber cómo reaccionar ante la sorpresa que había recibido del chantajista. Sin embargo, se tranquilizó pensando que, si le entregaba el dinero, aquel hombre se calmaría.

Nada más penetrar en el despacho donde guardaba el dinero, Carlos seguía con el extraño a su espalda mientas que este esbozaba una ligera y siniestra sonrisa, muestra de que dominaba la situación y que ello le satisfacía. Al cruzar el umbral de la habitación recibió por detrás un fuerte porrazo en la cabeza por parte de uno de los hombres que acompañaban a Juan, lo que le dejó medio atontado. Fue así como cayó al suelo y aunque trataba de incorporarse, ya a cuatro patas, soltó la navaja a consecuencia del tremendo golpe recibido.

—Anda, Servando, remata tú, que eres el más fuerte —comentó Juan—. Haz tú los honores.

A continuación, el fortachón del grupo, agarró por detrás del cuello al desconocido y con sus descomunales brazos empezó a apretar el cuello del individuo con la intención de dejarle sin respiración. Tras unos segundos de desigual lucha, el color de la cara de aquel sujeto se volvió morado hasta que finalmente, dejó de mover las piernas y de absorber aire. Una vez que se cercioraron de que estaba muerto…

—Bien, amigos —expuso el hijo del marqués—. Ahora solo se trata de completar vuestro trabajo. Que desaparezca, me da igual el sitio y el modo, pero que no quede rastro de este miserable. Coged el saco grande, lo metéis dentro y adiós para siempre.

Cuando los presentes se disponían a introducirlo en la gran bolsa de tela…

—Un momento… —expuso el abogado—. ¿Le habéis registrado? ¿Llevaba alguna documentación? Antes de despedirme de este desgraciado, me gustaría conocer quién era.

—Nada, jefe —respondió Servando—. Salvo el cuchillo, este está más limpio que una patena. Creo que se va a quedar sin saber su identidad.

—Bueno, mejor así. No quiero ni recordar su nombre.

Mientras que Carlos le entregaba a Juan las dos mil quinientas pesetas pactadas, le dijo:

—En fin, amigo. Nosotros no nos hemos visto en la vida ni nos conocemos de nada. Suerte. En cuanto acabes con la faena, me llamas y me dices cómo te ha ido. Las operaciones solo terminan cuando se acaban.

—Entendido, señor. Fue un placer. Le llamaré.

…continuará…

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