Contrariado por las palabras de los otros comensales, el hijo del marqués realizó un gesto maleducado con sus manos, como mofándose del último mensaje que había salido de la boca de su hermana. Don Alfonso intervino con celeridad:
—Ya está bien, Carlos. Es lamentable que, delante de mis invitados, te tenga que llamar la atención. Por favor, que tienes treinta y cinco años. Disculpe usted a mi hijo, don Antonio. En su descargo, he de admitir que, a menudo, no le sienta nada bien la bebida.
—Disculpado está. Le puede pasar a cualquiera. Digamos que ha sido una mala tarde.
—Si tan solo fuera una mala tarde, teniente coronel —expuso con resignación Alicia mientras que movía el índice de su mano derecha en el aire, como queriendo poner énfasis en el sentido de su frase.
—¡Eh, ya está bien! —afirmó Carlos como pretendiendo que nadie le mostrase compasión—. No necesito un abogado defensor por parte de nadie. Conozco cuál es mi profesión. Bah, no voy a permanecer en una mesa donde se me maltrata. ¿Saben ustedes lo que les digo? Que me voy al jardín a fumarme un puro. Ha sido un placer, pero realmente, me noto cansado. Necesito airearme antes de que salgan cosas en esta reunión que no convienen a nadie.
Tras servirse él mismo una copa de brandy, el primogénito de la casa realizó como un amago de disculpa y se retiró del salón mientras que mascullaba palabras ininteligibles.
—No sé ni lo que comentar, don Antonio. Insisto, perdone a mi hijo. Como ha podido comprobar in situ, el chico tiene una mala bebida. En fin, creo que lo mejor será efectuar esa visita prevista. Por cierto, Rosarito, tienes mala cara, mi niña. No me extraña después del espectáculo. Menos mal que don Antonio es todo un caballero y ha intervenido con rapidez para defenderte de las acusaciones de mi torpe hijo. Perdónale, que creo que no es consciente de lo que ha dicho.
—Sí que es consciente, señor marqués. Buena prueba de ello es que refuerza su actitud hostil en cuanto tiene ocasión de hacerlo. De todas formas, ya se sabe: «no ofende quien quiere, sino quien puede».
—¡Bien dicho, Rosario! Así se habla —indicó Alicia mientras que daba una ligera palmada sobre la mesa.
—Don Alfonso, tengo un terrible dolor de cabeza. ¿Me da permiso para retirarme?
—Claro que sí, Rosarito. Igual te conviene dar un paseo por el jardín para despejarte. Eso sí, procura no coincidir con el desastre de mi hijo. No deseo más broncas con él. Es que, cada vez que lo pienso… no tiene excusa. Si será impresentable…
—Es verdad, padre —confirmó Alicia con un movimiento de arriba a abajo de su cabeza—. Mi hermano no tiene remedio.
—Entonces, con permiso de los presentes —dijo la joven mientras que se levantaba de la silla—, me marcho. Ha sido un gran placer conocerle, teniente coronel. Y a los demás, volver a saludarles, doña Alicia, don Cosme, padrino.
—El gusto ha sido mío —indicó el militar—. Y no es solo porque usted se parezca a mi segunda hija, sino también por su estilo y modales. ¡Qué grata sorpresa! Le diré a mi niña que tiene un «doble» de ella en «Los olivares». Seguro que se ríe un montón.
—Adiós y buenas tardes a todos. Que disfruten de los caballos de mi padrino. Permiso…
Mientras que el marqués, Alicia, el teniente coronel y el cura se dirigían a las caballerizas, Rosarito se introdujo en uno de los aseos cercanos para lavarse la cara y aliviar con agua el repentino dolor de cabeza que le había surgido tras su breve presencia en la sobremesa.
Durante el trayecto que guiaba a aquellas personas hasta donde se hallaban los animales…
—La verdad, señor marqués —intervino el párroco—, desconocía de esa antipatía que ha desarrollado Carlos al respecto de su ahijada. No lo entiendo bien; pero si esa muchacha es la bondad personificada, una jovencita elegante, que sabe comportarse y con una gran cultura en su haber que su ilustrísima habrá completado con los mejores profesores particulares…
—Así es, padre. Me apena decirlo, pero es la realidad en la que me desenvuelvo. La verdad es que mi hijo me tiene un poco harto, pero yo sé por qué mantiene esa horrible actitud.
—¿De veras que usted sabe del motivo de esa animadversión?
—Exactamente, no podría concretar la razón. Sin embargo, mi convicción es que le tiene a la muchacha unos celos terribles. Incluso desde que nació la chiquilla, ya le incomodaba su presencia. Parece mentira, pero es que no aguanta a mi Rosarito. Y cuanto más se empeña él en fustigarla, más la quiero y la protejo yo. ¿Ve, don Cosme? Todas las casas incuban sus propios problemas, incluso en la de un marqués, je, je…
—Pues sí, ya me doy cuenta. Puede que Carlos piense que su ahijada está ocupando el lugar que a él le correspondería.
—¡Dios mío, si le saca unos quince años! Pues ¿sabe qué le digo? Que ya es hora de que madure, de que no se conduzca como un adolescente sin experiencia. Con lo bien que le va con su trabajo de abogado en la capital. Su bufete se ha ganado un renombre en pocos años y a él acuden los mejores clientes de Extremadura y de otras regiones. A veces, creo que obra así para fastidiarme, como una forma de rebelarse ante una de las grandes decisiones de mi vida: apadrinar a esa niña que tuvo tantos problemas para nacer. Siendo claro, Carlos nunca aceptó bien mi determinación de ser el padrino de esa cría, ahora hecha toda una mujer.
…continuará…
É preciso paciência e determinação para suportar tudo aquilo que vem tirar sua paz e entristecer o coração Sr. Marquês. Ainda bem que Dom Alfonso é firme no seu propósito.
Acho que você está aproveitando a leitura. Precisamos sempre de pessoas como o marquês, sempre dirigindo seu comportamento até o bem. Temos de agir com disciplina. Beijos, Cidinha.