LOS OLIVARES (29) La esposa invisible

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—Ay, señor marqués, perdone usted a mi chiquilla. Yo, cada vez que la oigo tutearle, es que se me ponen los pelos de punta. Rosarito, ¡qué falta de respeto es esa! Ya está bien de abusar de la confianza de don Alfonso.

—Consuelo, por favor, sabes perfectamente que ella es la única persona de «Los olivares» que está autorizada a dirigirse a mí tuteándome. Soy su padrino y Rosarito cuenta con ese privilegio. ¡No se hable más de este asunto ni se extrañe de ello!

—Si su ilustrísima lo dice, pues será así.

—Anda, chiquilla, vente conmigo a dar un paseo por los jardines y así hablamos un poco. ¿Te apetece?

—Niña, obedece y deja lo que estés haciendo. Ya has oído al señor marqués.

—Pensaba hacerlo madre. No se apure.

Minutos después…

—Anda, mira; el jardinero se ha olvidado sus tijeras de podar ahí en el suelo. Como no hay nada que no venga por un bien, se me acaba de ocurrir una idea. No hay que viajar muy lejos para disfrutar de la naturaleza. Por eso, Dios nos regala la belleza delante de nuestros propios ojos. ¿Ves esa rosa que destaca sobre las demás?

—Es cierto, padrino. ¡Cómo resalta! Es como si estuviese más viva que las otras.

—Pues ya está. Tráeme las tijeras y con mucho cuidado la cortaremos. Después, a la vuelta, se la entregas a tu madre y que la ponga en un vaso con un poco de agua. Le quedará muy bien para adornar el salón. Seguro que le gusta tenerla. ¿Qué, te atreves?

—Pero… Alfonso… ¿no querrás que tu ahijada se pinche con las espinas?

—Pues claro que no; si lo haces bien no tendrás problemas. ¡Qué cosas! ¿Verdad? La flor más bonita del mundo se protege entre las espinas más puntiagudas. Es una buena lección sobre la que meditar. Mira, hagamos una cosa. Tú, solo la aguantas por arriba para que no se caiga y yo, mientras tanto, la corto por el ramo con cuidado.

—Ay, no, deja que sea yo la que la corte —reclamó la chiquilla como si aquella acción se hubiese convertido en un desafío para ella—. Verás cómo no me da miedo.

—Vale, así te irás acostumbrando. Le puedes dar a tu madre, de vez en cuando, todas las que quieras, pero espera a que se seque la anterior. ¿De acuerdo?

—Sí, claro. Anda, no ha sido tan difícil.

—Venga, yo la llevaré y luego te la entrego cuando te vayas. No me gustaría que fueses a tu casa con otra herida. Ya por hoy, fue suficiente. Por cierto, quiero que sepas que he hablado con el señorito Carlos. Le he hecho ver lo equivocado de su acción y se ha disculpado. Fue él mismo quien me dijo que te lo comentase. Creo que estaba un poco alterado por lo de la bebida. ¿Lo comprendes, hija? Es que hay algunas personas que no deberían probar el alcohol, porque luego ya se sabe cómo reaccionan. En fin, asunto resuelto.

—Gracias, padrino. La verdad es que me asusté.

—Ya. Te entiendo. Anda, sentémonos en aquel banco. El viaje de ida y vuelta a Badajoz me ha cansado.

—Padrino, ¿me vas a preguntar por quién tú sabes?

—Ay, mi niña. Pero qué lista eres. Pues claro que sí. ¿Sigue ella por aquí conmigo?

—Sigue, padrino, ella sigue. Tu Teresa no te abandona ni a sol ni a sombra. Bueno, exactamente, ha habido algunas veces en las que no la he visto junto a ti. Supongo que tendría cosas que hacer.

—Gracias, Dios mío, por este consuelo de cría y por el don que tiene —expresó de forma emotiva el aristócrata mientras que miraba al cielo—. Y ¿cómo está ella esta tarde?

—Está justo a su espalda, acariciándole. Lo suele hacer con frecuencia.

—Dime, ¿qué expresión lees en su rostro?

—Está disgustada, padrino.

—Ya, me imagino. Si yo lo estoy, ella no iba a ser menos. Supongo que habrá sido testigo de la discusión con nuestro hijo.

—Sí, es justamente lo que me está diciendo. También me comenta que debes estar tranquilo y que no te martirices más.

—Sí, si yo lo intento; pero no resulta nada fácil mantener la calma en estas situaciones.

—Dice que la responsabilidad es de Carlos, que él es ya un adulto y que debe darse cuenta de las consecuencias de lo que hace; que puede elegir entre un comportamiento y otro y que solo a él cabe atribuir la responsabilidad por lo sucedido. Padrino, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro, mi niña, pregunta lo que quieras —expresó el marqués mientras que las lágrimas caían por sus ojos obligándole a usar su pañuelo.

—¿Qué es «atribuir»?

—Digamos que es una forma de señalar a alguien como el causante de algo.

—Ah, o sea, que si el señorito me ha dado ese tortazo es porque le ha dado la gana y también porque apestaba a alcohol.

—Sí, hija mía, es muy triste admitirlo, pero, a tu estilo, te has explicado a la perfección.

…continuará…

2 comentarios en «LOS OLIVARES (29) La esposa invisible»

  1. Belíssimo capítulo. Que relação harmoniosa entre Dom Afonso e Rosarito! Ele não quer que a menina fica triste com Carlos. Quanto ao diálogo entre ambos, nem parece que o mesmo se dá com uma jovenzinha meiga e inteligente.

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