—Carlos, ya tienes catorce años. Estás en plena adolescencia. No eres un crío y tampoco puedes vivir sumergido en pensamientos infantiles. Cuanto antes te des cuenta de ciertas cosas, mejor. Mi obligación consiste en estar pendiente del bienestar de las personas a mi cargo. No son solo sirvientes. Ese es su trabajo porque yo les contraté, pero por encima de todo, son seres humanos, con sentimientos, como tú y como yo, y cuando se enfrentan a problemas, sufren. Que no se te olvide.
—¿Y no hubiese sido mejor dejar que la naturaleza decidiese por sí misma? Si ese es su destino ¿por qué alterarlo? Tal vez esa mujer no esté preparada para formar una familia con hijos.
—Opinas sin considerar su punto de vista. No solo vale tu criterio, también hay que examinar el ajeno o vivirás siempre en tu torre de marfil. Eso te conducirá al aislamiento más triste. Carlos, no puedes caminar por la vida ignorando a quien vive a tu alrededor. Dios mío, eso sería una locura, además de poco cristiano.
—Si usted lo dice, padre…
—Claro que lo digo. Algún día recaerán muchas responsabilidades en tus manos y es bueno que vayas conociendo ciertos eventos que te marcarán en el mañana. Hijo, no olvides un aspecto que sellará tu futuro: si puedes ayudar a alguien, hazlo. Eso te convertirá en una gran persona, que es realmente lo que distingue al espíritu.
—¡Qué cosas más extrañas dice usted! Como si toda esta gente que habita en «Los olivares» obedeciesen sus órdenes por el carácter bondadoso de su alma. ¿No será más bien porque usted pertenece a la aristocracia y, sobre todo, porque les paga un sueldo todos los meses religiosamente?
—Todo cuenta en la vida. Lo único que trato de transmitirte es cómo te vas a sentir por dentro según te comportes. Dios te ha regalado un destino, un papel en la existencia y deberás aprender a desenvolverte con equilibrio y buen sentido. Eso incluye la consideración hacia tus semejantes.
—¿Semejantes? Entonces, me alegro de no ser como ellos. Qué tortura resultaría estar al arbitrio de otros diciéndote lo que tienes que hacer. Prefiero ser yo el que tome las decisiones.
—Carlos, solo albergo en mi corazón la esperanza de que un día, tomes para ti y para los que te rodean las mejores resoluciones.
—Padre, me has obligado a presenciar este espectáculo que, para mí, carece de interés. Esto no me gusta. ¿Podría retirarme ya y seguir con mis clases de francés?
—Haz lo que consideres oportuno desde tu conciencia.
—Seguro que mi profesor se nota incómodo cuando le cuente lo sucedido y el motivo por el que hemos tenido que interrumpir su lección.
—Ya eres mayorcito para saber lo que tienes que contar a otros.
Justo cuando el hijo mayor del marqués abandonó aquel escenario que no le agradaba, el lloro impetuoso de una nueva criatura venida al mundo rompió la intimidad de aquella conversación…
—¡Anda, qué gran alegría! —afirmó don Alfonso mientras que alzaba sus brazos al cielo en señal de agradecimiento—. Parece que esta complicada historia tuvo un final feliz. Mis felicitaciones a los padres y por supuesto, al bebé que acaba de llegar.
Mientras que el noble se aproximaba a la cama para contemplar a la criatura que tanto había costado extraer de las entrañas de Consuelo…
—Muchas gracias, señor —respondió Antonio mientras que agachaba su cabeza en señal de respeto—. Si no hubiese sido por la intervención de su ilustrísima, mi mujer y yo estaríamos ahora llorando de desesperación y de rabia. Tres niños muertos no es plato de buen gusto para nadie.
—No vayas tan rápido, hombre —interrumpió el médico con gesto de preocupación —. Ha habido suerte, hasta el momento. He tenido que rajarle el vientre a tu esposa para salvar al bebé. Me he apañado, pero esto no es un hospital. Veremos si Consuelo no coge una infección y al final, hemos de lamentarlo. Bueno, seamos optimistas. Una nueva vida se ha abierto paso y va a habitar en esta finca tan hermosa.
—Sí, doctor. Esta es mi familia y me debo a ellos. Estaré muy pendiente de la salud de mi mujer.
—Antonio —prosiguió con su discurso el galeno—, ponle una vela a la Virgen, porque dados los antecedentes de Consuelo… no sé yo si me arriesgaría a dejarla preñada por cuarta vez. Es posible que el cuello de su útero no dilate bien o que otra anomalía le afecte. En fin, vosotros decidís, pero como médico ese es mi consejo. No tentéis a la suerte.
—Pero… un momento… si es una niña —gritó el marqués—. Anda, y yo sin enterarme. Tanto hablar de un crío y ahora resulta que es una niña preciosa. Menuda sorpresa. No sé por qué estaba convencido de lo contrario. Ahora que la he visto, no sabéis cómo me entusiasma el cambio de guion en esta dichosa película.
—Lo bueno es que esté viva, Dios mío —comentó entre risas el padre de la criatura.
—Y que lo digas, Antonio —expresó el marqués mientras que levantaba con sus brazos al bebé—. ¡Qué felicidad! Serás toda una mujercita, como mi Alicia. Te voy a dar mi primer beso, ahijada mía.
—¿Ahijada, don Alfonso? —preguntó extrañado el doctor.
…continuará…