LOS OLIVARES (11) La presencia que no cesa

—Pues sí que estás hoy bromista, Mario. En fin, si hemos acabado ¿me puedo marchar ya?

—Sí, desde luego. Por si acaso, te voy a mandar un ansiolítico suave para que descanses bien por las noches. Tómalo durante un mes una media hora antes de acostarte y ya me dices qué tal te va con los sueños. Ya me encargo de meterte en la agenda para esa fecha. Me interesa conocer tu reacción y si ese fenómeno se vuelve a repetir.

—Te confieso que esta va a ser la primera vez que yo tome alguna medicina para los problemas psicológicos. Mi siguiente pregunta es automática, porque me han contado muchas cosas sobre este tipo de pastillas. Y… ¿si me vuelvo dependiente a la sustancia?

—Anda, por favor, no seas tan exagerado. Tendrías que estar varios meses bajo los efectos de este fármaco para que tu cuerpo se volviese tolerante y dependiente. Tranquilo, que nada de eso ocurrirá. Aleja tus fantasmas, que te lo dice un profesional. Uy, vaya día más tonto que llevo. Ahora estoy haciendo chistes fáciles sobre ti incluso sin querer.

—Sí, ya me he dado cuenta, experto doctor —reaccionó Alejandro con sorna en su expresión.

—Venga, ya puedes irte para casa sin preocupaciones. Díselo a Lola para que se calme, aunque mañana me someterá a un particular interrogatorio. No pienso inventarme nada, solo lo que he visto en ti. Lo dicho, Alejandro, a mejorarse y a disfrutar de tus merecidas vacaciones. Otros, tendremos que esperar hasta septiembre. Este hospital no se puede quedar sin psiquiatra el verano entero.

—Vale. Gracias por la confianza.

Al siguiente sábado, dos días después de acudir a la consulta psiquiátrica, el profesor se hallaba durmiendo plácidamente en la habitación junto a su esposa. Serían como las seis de la mañana, poco antes de la alborada, cuando Alejandro escuchó en la lejanía, como si alguien estuviese pronunciando su nombre. Somnoliento, se dio la vuelta y continuó con su sueño apoyado sobre su costado derecho. Sin embargo, al cabo de unos minutos, el fenómeno se reprodujo. Con los ojos semiabiertos, apreció un cambio en la entonación de su nombre, como si esa voz hubiese cambiado el registro para hacerse más atrayente, como una melodía dulce que te empuja a acudir a la fuente del sonido.

La curiosidad venció al deseo de seguir durmiendo. No se pudo resistir. Se incorporó en la cama sin hacer ningún ruido. Comprobó que Lola descansaba como una bendita y que no se había percatado de nada. Más ligero que nunca, le pareció que su cuerpo no pesaba nada y que incluso podía desplazarse por el suelo sin rozar la superficie. De repente, tuvo un golpe de intuición y girándose hacia atrás, contempló dos figuras tendidas sobre el colchón. Ante su inicial sorpresa, se esforzó por identificar aquellas dos siluetas y comprobó que una de ellas se correspondía con su esposa y la otra, con su propia figura. Al notar la extrañeza por aquella situación, quiso palpar con la mano su forma para asegurarse de que era él. ¿Estaría siendo testigo en primera persona de esos desdoblamientos de los que se habla en algunos libros sobre sueños? No tuvo la oportunidad de verificarlo, pues en pocos segundos, fijó su atención de nuevo en el eco de su nombre, que cada vez se escuchaba con más frecuencia entre la penumbra.

Sin pensarlo, como guiado por el instinto, salió del dormitorio y recorrió el pasillo central de la casa con la intención de aproximarse al origen del sonido. Al penetrar en el salón principal, dejó de oír aquella voz y la sorpresa cruzó su pensamiento. Un personaje conocido se hallaba sentado en uno de los sofás que había allí, en una actitud tal de familiaridad que parecía el mismísimo propietario de la casa. De forma súbita, el profesor adoptó un papel activo, como si se hubiera envalentonado ante la indeseable visita de alguien que no había sido invitado a penetrar a través de los muros del inmueble…

—Pero, ya sé quién eres. ¿Otra vez tú por aquí? ¿Acaso le has cogido cariño a esto de invadir mi hogar y sentarte tan alegremente en el sofá de mi salón?

—Bien, muy ingenioso, Alejandro. Creía que reaccionarías de un modo más agresivo conmigo. Será que, como ya sabes quién soy, tu desconfianza hacia mí se ha ido reduciendo. No sabes cuánto me alegro.

—Encima de caradura, con ironías. ¿Cómo te atreves?

—Mi presencia entre estos muros cada vez te resultará más familiar, lo que redundará en un mejor desempeño.

—¿Cómo que «desempeño»?

—Sí, claro. Oye, Alejandro, no te hagas el despistado. Eres profesor de literatura. Supongo que no te molestará el que use palabras no tan vulgares. Tú estás acostumbrado a un vocabulario más refinado. Tan solo hay que leer tus poesías para darse cuenta de ello.

—No dejas de sorprenderme, señor «anónimo». Por un lado, no me gusta que entres aquí, como si fueses el dueño de la casa. Por otra parte, reconozco que me tienes absorto en la curiosidad por saber lo que pretendes.

—Ay, mi buen profesor, sal de ese concepto de la propiedad privada tan propio del materialismo. Abre tu corazón, amigo; en el universo no existen los espacios privados. Desde mi punto de vista, así avanzaremos más rápido.

—¿Avanzar? ¿Hacia dónde? Me tienes confuso.

—Anda, no te quedes de pie, que pareces tú el invitado. No seas tímido y toma asiento. Después de todo, este es tu hogar, je, je…

—Me incomodas, simplemente porque no sé cómo controlar todo lo que está pasando desde que apareciste el primer día.

…continuará…

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