EL PSICÓLOGO DEL MÁS ALLÁ (53) Sin evitación

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—Te parecerá una maldición, pero no es así. La explicación está en que los sujetos nos preguntamos continuamente por qué somos incapaces de afrontar determinados retos, lo que, a la larga, puede convertirse en una obsesión, algo que pensamos que nunca vamos a superar. Si atendiendo a nuestros miedos, evitamos como sea esos problemas, entramos en crisis. Por todo esto que te he dicho, te felicito, Alonso.

—Pues tendrás que explicarte un poco más…

—Mira, pasara lo que pasara, el solo hecho de que acudieses a esa comida indicaba, cuando menos, que querías encarar ese asunto tan difícil. El discurso de tu hija, una cría inocente, pero que se dio cuenta de que estaban criticando a su padre aquel día de colegio, te sirvió de fuerte estímulo. Digamos que ese enfado que guardabas te animó para espolear tu reacción en la reunión familiar. La coyuntura de la que me has hablado con tanta intensidad solo admite dos alternativas: o apechugas con ella y actúas, o bien, te das por vencido sin luchar. En este último caso y más tratándose de los tuyos, no hace falta que te aclare las consecuencias negativas que tu rendición podría suponer.

—Sí, me hago cargo. Por eso te digo que este sábado brillaron mis luces. En efecto, me acordé de Marina y me dije que, si mi niña había reaccionado como una adulta ante esos comentarios, yo no iba a ser menos. ¿Puedes creer que cuando ellos me criticaban yo me limitaba a sonreírles?

—Perfecto; una pequeña dosis de ironía es a menudo más efectiva que chillar y organizar un espectáculo donde te muestras como la parte más sensible y afectada.

—Ten en cuenta, no obstante, que antes te comenté que hubo sombras.

—Es verdad. Solo te digo que cuanto más fuerte está el sol, más compacta es la sombra que proyectas sobre el suelo. Venga, resuelve mi intriga. ¿Qué hiciste para que te atrevas a mencionar a las «sombras»?

—Cuando llegaron los postres, yo me sentía contento, porque a diferencia de otras ocasiones, no había perdido los nervios hundiéndome, lanzándome mensajes desoladores en silencio de desprecio hacia mí mismo. En términos de lucha, digamos que había resistido bien los embates del enemigo. Y, sin embargo, ya en el último instante, no pude evitarlo: mandé a la mierda a mi hermano mayor. Estallé, simplemente; fue un triste colofón a lo realizado hasta ese momento. No sé, fue como aguantar todo un partido de fútbol con empate y ya en el descuento, por un error cometido, me meten el gol y pierdo. ¿Crees que estoy exagerando con mi argumentación?

—Tú no perdiste ningún partido, amigo. Sencillamente, le demostraste a tu hermano y al resto de invitados que no eres un individuo pasivo, de esos que se lo tragan todo sin rechistar. Claro que hubiese sido más recomendable no caer en el insulto, pero en la etapa en la que ahora te hallas, te adelanto que sentaste un buen precedente. A partir de ahora, ya lo sabrán: «no habrá provocación sin reacción por tu parte». Podrán seguir con sus pullas, pero el que lo haga, se expondrá a tu respuesta. Eso seguro que va a cambiar muchas cosas: lo veremos y me lo contarás.

—Es un alivio escuchar tus palabras. Me siento mucho mejor y esperaba tu opinión acerca de mi actuación. Ja, ja, después de desahogarme, me acordé de Zenón, de Séneca y hasta de la calma del emperador Marco Aurelio. Ya era tarde, claro. Me dije: «vaya, tanto aguantar, para después explotar». Imagina el escándalo que se formó en torno a la mesa.

—¿De veras? Divirtámonos un poco con ese escándalo…

—Pues sí. El favorito de mis padres, el primogénito amado y admirado por todos, resultó insultado por el hermano menor. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se me ocurrió cometer semejante villanía? ¿Quién iba a pensar que aquello sucedería en presencia de todos los hermanos y de mis padres? ¡Pues pasó! Menos mal que la cosa, al fin y al cabo, se contuvo. Marina, que además de ser mi ángel guardián es inteligente, me dio una patadita de advertencia por debajo de la mesa, lo cual interpreté como que era la mejor señal para abandonar aquella reunión, no fuera a ser que la situación empeorara. ¿Sabes una cosa, psicólogo?

—Venga, suéltalo, que te veo con ganas.

—Pues que no me arrepiento de nada. Vuelvo los ojos atrás y me digo a mí mismo que ya era hora de que alguien le parase los pies a ese engreído.

—A todo esto, ¿puedo saber de qué te acusó tu hermanito mayor?

—Nada nuevo. Se ve que el hombre se sintió el tío más grande del mundo, pleno de responsabilidades que él mismo se atribuye, y se puso a reflexionar sobre su amada sobrina, es decir, sobre mi hija. Se compadeció de ella por el mal ejemplo de padre que tenía, todo edulcorado con sonrisitas, pero con la misma mala intención que siempre ha mostrado. Peor aún, incidió en la probabilidad de que la niña, cuando creciera, pudiera heredar el carácter tan peculiar de su padre. O sea, si yo padezco de ansiedad, mi pobre Marina estaría condenada a sufrirla, así como mis horribles cambios de ánimo. Ahí, él traspasó todos los límites, los de la razón y los de la educación. Incluso defendió la idea de que las mujeres son más propensas a soportar enfermedades mentales. El vaso de mi paciencia se desbordó. Una cosa es que te ataquen directamente a ti y otra bien distinta, que se ceben con la criatura a la que más quieres. Ya ves que me enfrento a una familia depredadora. Es como si yo fuera un león, pero curiosamente débil y cojo, dentro de la manada salvaje que componen los míos. Casi mejor que desaparezca, no vaya a ser que les dé vergüenza a ellos reconocer que llevo su sangre. No vaya a ser que se abochornen por mi pertenencia al clan.

…continuará…

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