A la hora convenida…
—Buenos días, Alonso. Como ves, he invadido tu casa otra vez y por supuesto, me he hecho dueño y señor de tu sofá, donde me siento especialmente cómodo para conversar contigo.
—Bien, tú tranquilo y con toda la confianza del mundo. Acomódate. No me gastas luz ni calefacción, tampoco necesitas agua ni compartir el aire que yo respiro. Parece que en tu dimensión todo resulta gratis.
—Hum, hablas de unos conceptos que, en mis circunstancias, no tengo nada claros, pero pensemos que es así. Me gusta ese punto divertido que has mostrado para iniciar nuestro trabajo. Voy a empezar preguntándote por lo que tú ya sabes. Cuenta, ¿qué tal te fue en esa prueba complicada que para ti resultaba la reunión familiar del fin de semana?
—Pues… he de ser sincero contigo. ¿Qué ganaría yo con mentir en mi relato? Hay luces y sombras. Sin embargo, en comparación con otros encuentros, no tengo esa sensación de fracaso o de haber salido derrotado que era lo habitual. Es más, Marina se quedó gratamente sorprendida de que yo no montase un numerito por ir a comer con ellos el día anterior. Ya lo sabes, había desarrollado una fuerte resistencia a reunirme con los míos y a otro tipo de encuentros sociales, por lo que, en la víspera, ya me ponía especialmente nervioso e irritado.
—Claro, si acudes a un lugar en el que posiblemente te humillen o te notes muy incómodo, es lógico que tengas esa reacción. Sin embargo, ya te adelanto yo que eso cambiará. Venga, dame más detalles de ese acto.
—De acuerdo. Para empezar, ellos no cambiaron su actitud —indicó el maestro mientras que permanecía pensativo, como asimilando lo que acababa de decir.
—Claro, Alonso. Las personas desarrollan unos hábitos estables de relación con los demás que se mantienen en el tiempo, salvo que tú alteres esa rutina frente a ellos.
—Sí, a pesar de que iba con la mejor voluntad, esperaba el mismo trato. Lo que cambió fue que, esta vez y atendiendo a tus consejos, estaba alerta. Nuestra larga charla del otro día debía tener un sentido de utilidad. No es cuestión de escucharte con atención y luego, por miedo o por vergüenza, no hacer nada. Me provocaron una y otra vez con sus ironías e indirectas, como si estuviese atado en una silla de la que no me puedo levantar y a la que de pronto, llega una avispa que sabes que te va a clavar su maldito aguijón sin remedio. Esto refleja mi sentimiento cuando estoy a la mesa con mis parientes.
—Vale. Y ¿cuál fue tu reacción frente a esas habituales provocaciones? No me preocupan sus bravatas sino tu respuesta, porque tú eres el actor principal y el cliente al que estoy tratando. A menudo, es mucho más fácil y rentable cambiar tú que esperar a que los demás lo hagan. Esto es algo muy conocido, pero resulta más «cómodo» adoptar un papel pasivo y esperar a que los otros muden de conducta. Ya ves que esa actitud tiene un pronóstico poco alentador.
—Cierto. La verdad es que creo que respondí bien. Como tú eres el experto en conducta, te lo contaré para que me des tu opinión.
—Dime. ¿De qué tipo son esos comentarios que te suelen hacer?
—Lo normal es que aludan al carácter de mi enfermedad. Ellos no valoran en su justa medida la importancia de mi trastorno. Algunos piensan que me lo estoy «montando» muy bien para así no tener que trabajar. Otros me dicen directamente que soy un cobarde, sin disimular, como si la depresión o la ansiedad fuesen unos enemigos a los que se dispara y ya está, problema arreglado. Estoy cansado de escuchar aquello de que yo me he rendido sin oponer resistencia. Hay otra facción de la familia que introduce elementos «mágicos» en la discusión sobre lo que me pasa. ¿Vendrá mi patología por la parte paterna o la materna? ¿Existirá algún familiar por ahí perdido o incluso desaparecido que es el causante lejano de lo que me sucede? En fin, un debate estúpido y absurdo. Ni que yo fuera una cobaya de laboratorio a la que hay que observar… Lo repugnante de todo esto es que, por mucho que se crean en el derecho de «estudiarme», jamás se ponen de acuerdo, lo que me indigna aún más. Estos son los que me acusan de estar asolado por una especie de fenómeno paranormal, como si fuese una maldición que se ha apoderado de mi cabeza. Lo peor es cuando hablan de Marina refiriéndose a ella como si fuese una santa por aguantarme, una mujer con una paciencia infinita que sobrelleva la pena de haberse casado conmigo. Solo les falta llamarla para animarla a que me pida el divorcio. Aunque no lo creas, alguno ha sugerido que mi hija debería estar más tiempo en compañía de alguno de sus tíos, no vaya a ser que yo resulte un mal ejemplo para la cría o simplemente, que le pueda «contagiar» mi patología. ¿Comprendes ahora el entorno tóxico en el que me muevo? No, si demasiado bien estoy con la familia que tengo a mi alrededor…
—Yo también voy a ser sincero, amigo. La influencia de los tuyos sacaría de quicio a la persona más calmada del mundo. He visto casos similares, porque a mi consulta venía gente con todo tipo de alteraciones, muchas de ellas surgidas y promovidas dentro del ámbito familiar. Dicho esto, mi obligación es ser positivo, no por un insensato optimismo, sino como una forma práctica de afrontar esta situación. Parece claro que entrar en la casa de tus padres no es algo muy motivador, debido a las cosas que allí ocurren. Hiciste bien en no negarte a acudir a ese encuentro familiar. No te estoy acusando de masoquismo, es que huir de ese evento hubiese resultado la respuesta más fácil, una escapada en toda regla. Hay mucha gente que evita a toda costa este tipo de coyunturas. Lo difícil y costoso es afrontarlas, pero si lo sabes resolver, los resultados son del todo inmejorables. La evitación te introduce en un círculo vicioso del que no puedes salir y a la larga, te amarga y te sume en la impotencia. No estamos hablando de un vecino o de alguien con quien te vas a cruzar pocas veces. Me refiero a los propios miembros de tu familia, gente a la que no puedes esquivar eternamente. Es curioso, pero hay muchas situaciones que cuanto más tratamos de eludir, más nos persiguen.
—Ojalá que desaparecieran todos, excepto mis dos Marinas, claro. Para lo que me sirven mis padres y hermanos…
…continuará…
Que bom! Alonso ter participado da reunião familiar. Sinal que a terapia está fazendo efeito.
Sim, às vezes é preciso despertar essas forças que dormem em nosso interior. Abraços, Cidinha.