—De forma repentina, cambié de planes. En vez de ducharme, decidí darme un baño. Era como si quisiera mantenerme consciente de que estaba limpiando mi cuerpo de los males que le aquejaban. Llené la bañera hasta las tres cuartas partes con agua caliente y conforme transcurrían los minutos, me fui relajando cada vez más. De vez en cuando, si notaba que bajaba la temperatura, abría el grifo y añadía más agua caliente para compensar la diferencia. Cuando ya me estaba adormeciendo, una idea siniestra empezó a rondar mi cabeza. Recordé la historia de muchos patricios romanos, que por las razones que fuesen, se vieron en la obligación de poner fin a sus vidas cortándose las venas y desangrándose. Era una muerte digna, que salvaba el honor del afectado y que aseguraba la pensión a su mujer e hijos, especialmente cuando había sido el emperador el que había dado la orden de hacerlo desaparecer. Ante esa circunstancia, para un romano de noble cuna, siempre resultaba más honorable quitarse la vida que ser ejecutado en público.
—¿A tanto llegó tu desesperación como para protagonizar un intento de suicidio?
—Yo me sentía fatal, desesperado, tienes que entender el ambiente al que me enfrentaba y cómo yo estaba respondiendo a esa situación. Fue así como tomé una cuchilla bien afilada, de las que se usan para el afeitado, y con mi mano derecha me hice un corte en mi muñeca izquierda. No fue muy profundo, pero sí lo suficiente como para contemplar lentamente cómo la sangre se mezclaba con el agua y la iba tiñendo, poco a poco, de una tonalidad roja.
—Dios mío, no lo puedo creer.
—Deja que acabe, David. Fue precisamente ese colorido que se iba formando en la bañera el que me hizo reaccionar. Sentí como nunca el instinto de supervivencia en mis carnes. Yo no quería morirme de golpe como el que se tira a un tren, sino que henchido de orgullo y también de una profunda desolación, quería ser el observador de mi propio fin, dándome cuenta de cómo me iba abandonando la vida hasta perder el conocimiento. Sin embargo, esa fuerza que es el instinto, me hizo comprender en segundos que mi actitud tampoco iba a resolver mis problemas. Quizá pensé que, incluso muerto, mis circunstancias podían ser aún peores. Me levanté de golpe de la bañera y yo mismo, con la mente más clara que nunca, busqué una venda y me curé la herida. Por fortuna, no tuve que acudir a urgencias y al poco, la pérdida de sangre cesó.
—Uf, menos mal que reaccionaste bien…
—Ya. Sin embargo, cuando Marina regresó y se dio cuenta de lo que había ocurrido, la tragedia que había estado a punto de afrontar, aquello fue demasiado para ella. Al poco, me llevó a un psiquiatra, a ese tal doctor Cabral, un hombre que se portó bien conmigo, que me escuchó como tú estás haciendo ahora conmigo, pero que, ante mi relato, se vio en la necesidad de atajar a través de la farmacología mi terrible depresión y mi alarmante ansiedad.
—¿Y notaste alguna mejoría con la medicación?
—¿«Mejoría»? No sabría qué decirte. Tal vez sí. Los síntomas físicos remitieron en su mayor parte, la capacidad para angustiarme descendió y dormía más o menos bien con los ansiolíticos. Mi esposa se puso contenta al comprobar mi «evolución», aunque me temo que ella me veía más por fuera que por dentro. De hecho, nos invadió una especie de locura compartida y he aquí que decidimos tener un bebé. Fue así como llegó la pequeña Marina, con el mismo nombre que su madre. El embarazo resultó un proceso de reactivación, como si el reto al que nos enfrentásemos, hubiese aumentado nuestro vínculo como pareja. No obstante, al nacer la cría, al poco me di cuenta de que yo no estaba preparado para una coyuntura tan complicada como es la paternidad. Conforme pasaban las semanas, la niña iba representando una pesada carga para mí y de nuevo, volví a refugiarme en los pensamientos más negativos. Mi razonamiento era el siguiente: si no había sido capaz de enfrentarme a una oposición como la de maestro… ¿cómo iba a asumir un papel mucho más dificultoso como era el de ser padre?
—Te entiendo.
—Menos mal que Marina ya ha crecido y con sus siete años, parece más autónoma. Es toda una mujercita y muy responsable en todo lo que hace. Para mí, que cada vez se parece más a su madre. Solo le ruego a Dios, que la niña no herede esta tendencia mía a hundirme, porque si yo, algún día, la veo sufrir como yo he sufrido, entonces, esa fecha, subiré los cuarenta pisos de la Torre de Madrid y en esa ocasión, no hablaríamos de un suicidio frustrado. Te aseguro que no fallaría. ¿Me comprendes?
—Sí, Alonso. Ya me lo imagino.
—Queda mucho para que mi hija se convierta en adulta pero, gracias a Dios, ella es abierta, expansiva, simpática, es decir, todo lo contrario a mí. Es más, el hecho de que yo viera a mi hija con esa disposición me hizo alejarme de ciertos fantasmas del futuro. Por eso y estudiando mis circunstancias, decidí dar un pequeño paso adelante. Evidentemente, no quería que la ansiedad se me disparase de nuevo, por lo que pensé en demorar el proceso de la oposición sine die. Para rellenar mi tiempo y obtener algún ingreso, formé un pequeño grupo de alumnos a los que darles clases particulares en mi casa, como has podido comprobar estos días. ¿Te puedes creer, David, que a veces he pensado incluso en dejar esto último? Porque… ¿qué voy yo a aportar a esos críos? Nada bueno, seguro. Si en un pozo no hay agua, por mucho que intentes llenar el cubo… En fin, amigo, espero no haberte contagiado mi tristeza, porque no se la deseo ni siquiera a un muerto como tú. Debo parecerte patético o cosas aún peores, yo que sé, pero esa es la realidad de mi relato. Creo no haber olvidado nada de mi deprimente biografía. Supongo que ya habrás sacado tus propias conclusiones acerca de un caso perdido.
…continuará…
Penso que a pessoa que tenta o suicídio e não consolida o ato é candidato a repetir o mesmo. O trabalho com Alonso será um desafio para David, mas terá ajuda Espiritual.
Verdade. Vamos ver se o trabalho do David pode melhorar esse aspecto. Beijos, Cidinha.