—Al principio, todo iba bien. Como Marina consiguió un buen empleo como enfermera en un hospital no muy lejos de aquí, pues nos decidimos a casarnos. Ya llevábamos más de tres años como novios y la verdad, teníamos muchas ganas de hacer vida en común como pareja, para no seguir en casa de nuestros padres. Con el esfuerzo y las horas que le estaba dedicando, yo estaba seguro de que aprobaría los exámenes para ser profesor. Imagina, tendríamos dos fuentes de ingresos. Nuestra luna de miel y toda esa alegría que compartimos, no pudo prolongarse por mucho más. Yo tenía que invertir en el estudio, al menos ocho horas diarias. En estas oposiciones, ya no se trata de sacar una buena nota, no es eso; es que tienes que competir con miles de candidatos que desean justamente lo mismo que tú, quedar por encima de tu calificación para obtener la ansiada plaza como maestro y funcionario. Un día, en la academia a la que yo acudía para repasar el temario y prepararme mejor, estaba sentado en una mesa, escuchando atentamente las explicaciones del preparador. De repente y por sorpresa, algo debió llegar a mi cabeza porque sin esperarlo, se me metió en el pensamiento una idea absurda.
—¿Cuál, Alonso?
—La idea de que no tenía sentido lo que estaba haciendo. Recuerdo ese acontecimiento como si me hubiese ocurrido ayer. Estaba sentado en aquella aula, tan tranquilo y empecé a preguntarme por el motivo por el que permanecía allí, junto a otros compañeros, intentando competir para ser el mejor, como si aquello fuese una batalla en la que estaba obligado a vencer. De pronto, todo aquel proceso me resultaba absurdo, el procedimiento de la oposición, el sistema que lo amparaba, la estupidez de estar cientos de horas sentado frente a una mesa, en mi habitación, para ganar una lucha que al final, me permitiría aguantar durante toda mi vida a una serie de alumnos imbéciles.
—¿Alumnos «imbéciles»?
—Sí, eso fue lo que creí. Seguro que me fastidiarían mi día a día con su indolencia, con sus ridículas preguntas, con su escasa motivación por estudiar y por prosperar en la vida, por esa extendida vagancia que afecta a tanta gente, sobre todo a los más jóvenes…
—Vale. Y en aquel momento tan crucial, en vez de dejarte arrastrar por esa idea, ¿no reflexionaste sobre la falta de lógica de ese planteamiento?
—No. No pude, o no quise hacerlo. Ignoro la razón de mi falta de voluntad para haber desterrado ese pensamiento de raíz, justo esa misma tarde. Lo cierto es que, en las siguientes jornadas, toda esa sensación de absurdo se fue asentando en mi mente. Poco a poco, en vez de luchar contra esa tendencia tan perjudicial para mí en esa fase de preparación para examinarme, comencé a sentirme como si estuviese en una barca perdida en medio del océano, que tú no diriges, que es el viento quien la mueve hacia donde quiere. Y claro, pasaron las semanas y los meses. Me agobié, me derrumbé por dentro y por supuesto, tomé una resolución crucial acorde a esos pensamientos que se habían instalado en mi cabeza: la decisión de no presentarme ese año a las oposiciones. ¿Para qué iba a hacerlo? Yo mismo me había condenado de antemano porque ya no me podía concentrar en el estudio. Por tanto, si no iba a aprobar ¿para qué presentarme? ¿Para qué perder más horas? ¿Para qué fustigarme aún más? Con mi falta de energía y mi nula motivación por seguir estudiando, ya te puedes hacer a la idea de lo mal que lo pasé.
—Y, ¿cuál fue la reacción de tu familia, de los más cercanos?
—Creo que eso fue lo que más daño me hizo, aunque yo también les comprendo. Ellos se habían formado unas expectativas sobre mí que luego, no se cumplieron. Mi mujer, al principio, estaba confusa y recuerdo que tuvimos más de una discusión sobre ese tema. Luego, su familia y también la mía, empezaron a criticarme, a decirme en mi propia cara que yo había perdido el juicio, que un matrimonio donde solo hay un sueldo y más viviendo aquí en Madrid, con los alquileres por las nubes, no iba a funcionar, que si queríamos tener hijos necesitaríamos dos fuentes de ingresos. Por fortuna, cuando Marina se dio cuenta de que ellos me estaban acorralando con sus comentarios, recapacitó y me apoyó en todo. No quería que su marido se sintiese tan agobiado y actuó en consecuencia. Hasta el día de hoy, su apoyo ha sido incondicional. Se ha comportado conmigo como un ángel, ¿lo entiendes, David? Te lo juro; si no hubiese sido por su amor, por su entrega hacia mí, yo estaría ahora como tú y esto sería una conversación entre dos muertos.
—¿Eh? ¿Cómo es eso? —preguntó asustado el psicólogo.
—Justo lo que has oído. Con el paso del tiempo, noté un empeoramiento en mi estado. Ya no quería darme paseos por la calle, me negaba a disfrutar de las cosas que antes me gustaban y me iba hundiendo en un pozo del que no podía salir. Fíjate si la cosa era grave que empecé a odiar el sistema social que me rodeaba, a los gobernantes, a los políticos, a todos aquellos que tenían algún poder sobre mí y que podían tomar decisiones que me afectasen. En suma, lo veía todo negro y cuando sucede eso, es mucho más fácil que todo te dé igual, incluso precipitarte al vacío y acabar de una vez por todas con el sufrimiento que se ha alojado en tu cabeza.
—Por tanto, llegaste a tener ideas suicidas… ¿es eso?
—No estoy seguro de llamarlo así, pero deja que te explique. Una tarde, antes de que Marina regresara del hospital, se me ocurrió ducharme. Ese día estaba fatal, con unas ganas enormes por desaparecer del mapa. Supongo que si has tratado a pacientes depresivos, estarás acostumbrado a oír este tipo de relato.
—Claro que sí, Alonso. Eso forma parte de mi trabajo, resulta inevitable. Continúa, por favor…
…continuará…