—Cada uno, sea quien sea, posee su propia responsabilidad y a su manera, resulta esencial en la vida de los demás con sus actos, con sus pensamientos. ¡Qué curioso! A veces, me planteo qué separa un pensamiento de un hecho. Quizá nada, porque actúas conforme a lo que piensas. Por eso es conveniente tener la mente bien amueblada, para no caer en las distorsiones que nos llevan luego a los malos actos. No hay que ser muy lista para entender que el egoísmo y el orgullo son los cánceres más mortíferos que amenazan la salud espiritual de la humanidad. Mi actitud para con los demás debiera guiarse por ese objetivo: aniquilar poco a poco el ego y concienciarme de que somos todos iguales, cada uno en sus circunstancias y en su momento evolutivo, con su libre albedrío por actuar, pero sencillamente, todos hijos de un mismo Creador que nos susurra antes de dormir y en cuanto nos despertamos un «¡Ven a mí»!
—Uf, me has emocionado con tu mensaje —expresó el Delegado mientras que secaba una lágrima derramada sobre su mejilla—. ¡Qué genial inspiración! Cualquiera diría que la bondad personificada y la sabiduría hablan a través de ti. No digo nada de León porque ya he visto que te ha cogido de la mano para compartir impresionado tu reflexión. Demos gracias a Dios por estar reunidos aquí los tres y por habernos dado la ocasión de conocernos y también a los buenos espíritus, que sin duda, deben visitar este bendito hogar con fecuencia. Me honráis con vuestra hospitalidad. Y ahora, vamos a seguir con nuestra labor…
Y la noche siguió su transcurso, hasta que cada uno de los allí presentes confeccionó sus áreas vitales de actuación así como las tareas a realizar. Ese compromiso conjunto de transformación no había hecho más que empezar.
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Años después, una mujer con un elegante vestido negro, contemplaba a través de un amplio cristal un ataúd al que rodeaban innumerables coronas de flores. Su actitud meditativa en aquel tanatorio era la de una persona embargada por la tristeza, pero también por el recogimiento y el peso de los recuerdos. Recitaba para sí y en voz baja la más sentida de las oraciones.
—«¡Oh, querido Hipólito! Ahora estarás viviendo tu propia turbación. Seguro que es breve y leve, mi buen amigo, porque tú, precisamente, estabas más que preparado para afrontar este momento y para abandonar este destierro que es la carne. Qué convencida estoy de que has cumplido con creces las metas marcadas que te asignaron al entrar en el vientre de tu madre. ¡Qué agradecida te estoy y qué agradecido te está también León, del que fuiste jefe y guía durante tanto tiempo! Desde el silencio de mi intimidad, solo puedo desear que haya sido la mismísima Carmina quien te haya venido a recoger. Tuvimos tantas conversaciones, aprendimos tanto de ti, que ese reconocimiento será eterno. Ya lo sé, este no es un momento de aflicción, sino de alegría. Después de todo, los que seguimos hoy aquí, vivimos el exilio de nuestra patria a la que algún día, felizmente retornaremos. Vuelve tú también a tu casa, con la misma paz y serenidad que nos dejaste. Por tus obras, sé que la luz brilla a tu alrededor. Por fin, podrás hablar con tus amigos y con todos esos seres inteligentes a los que querías hacerles tantas preguntas. Tu gran curiosidad será saciada en la mejor de las escuelas. No sé cuánto tiempo tardarás en venir de nuevo para una nueva aventura. Sea lo que sea, ahora has podido descorrer por completo el velo que separa esta ilusión de la auténtica vida. Te llevaré en mi memoria como uno de los seres a los que más he amado en este planeta. Nada más, querido amigo. ¡Buen viaje, Hipólito! Felicidades, porque llevas en tu pasaporte la mejor de las firmas, la que abre todas las puertas, la de tus buenos actos».
—Sonia, Sonia —se escuchó una voz en un tono bajo que no pretendía elevar su volumen en aquella sala de duelos—. Soy yo, Joaquín, el hijo mayor de Hipólito. Dios mío, cómo me alegro de verte, aunque sea en estas circunstancias.
—Ah, Joaquín, claro, eres tú. Dame un abrazo. Seguro que acabas de llegar de Madrid. Ha sido todo tan apresurado…
—En efecto. Cuando me llamaste, no me lo podía ni creer. Ya hacía unas semanas que no veía a mi padre. Tengo tanto trabajo en la capital y dispongo de tan poco tiempo…
—Es verdad. Recientemente, él me habló de tu ascenso y de tus nuevas responsabilidades. Creo que después de tantos años en Bilbao, trabajando en temas tan delicados como el terrorismo, te merecías llegar a comisario y alejarte de aquella atmósfera complicada para vosotros, los policías.
—Sí, lo que pasa es que ese ascenso supuso un cambio de destino. Es normal en estos casos y hasta beneficioso para la salud mental.
—Supongo. Si supieras lo orgulloso que estaba tu padre de ti. Él anticipaba algo su despedida, yo lo notaba, pero no me quiso alertar para no preocuparme. Ha sido digno hasta el final. ¡Qué hombre y qué honrosa trayectoria! Cuánto deseo que sea tu madre la que le esté abrazando y explicando tantas y tantas cosas que él deseaba conocer.
—Sí, yo también tengo ese mismo anhelo. Ojalá que se hayan podido encontrar y compartir todas sus intimidades. Lo curioso es que, como me dijiste, ayer mismo hablaste con él y parecía estar bien.
—Cierto. Cuando no me podía acercar a su domicilio, le llamaba por teléfono. A su edad, no debía pasar mucho tiempo sin que yo le controlara. Fíjate que anteayer mismo, estuve en su casa leyendo un libro de nuestros temas, tú ya me entiendes.
—Claro, Sonia. Desde que mamá se fue, mi padre se sumergió por completo en ese mundo espiritual del que no quería salir y después, ya sabes, os conoció a vosotros y eso le hizo muy feliz. Era como tener compañeros de viaje con los que compartir los mismos intereses. Yo, la verdad, te estoy tan agradecido…
…continuará…
Amigo, estou maravilhada, por esse capítulo fantástico, em que você leva àqueles que tem ouvido de ouvir. Estou emocionada, pois, é de uma verdade sem igual. Jesus continua abençoando-te .
Grato por teu comentário. Valorizo tudo o que você escreve. Beijos, Cidinha.
Gratidão.
Beijos mil, Cidinha.