SONIA Y LEÓN (61) Rosa, la mentora

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—Con relación a su figura, me dijo que no importaba, porque ella podía alterar a voluntad su apariencia. Me explicó que, para mí, era mejor contemplarla con ese aspecto de anciana sabia de cabellos blancos, mas con voz de joven, de quien está dispuesta a brillar de bondad, a escucharme, a abrazarme ante mis inseguridades. Ese espíritu tenía ese cometido y había sido instruido para ello, para rescatar a los desesperados, a los ignorantes, a los confundidos que aún permanecían perdidos en sus lúgubres meditaciones.

—¡Qué gran alegría, mamá! Entonces, debo deducir, que ahora tu vida es diferente, que has cambiado a mejor desde la aparición de esa mujer tan llena de luz.

—Sí, mi niña, así es. Más allá de la forma, yo valoro su fondo. Es ella quien me ayuda a mirar hacia adentro y no al exterior, donde antes solo hallaba estériles lamentos. Te aseguro que mi perspectiva ha mudado, Sonia. Ya no soy el ser desesperanzado de hace un tiempo y mi reunión de hoy, bajo el beneplácito de Rosa, ha sido para compartir contigo mi inmensa alegría de esta etapa. Ya te dije antes que tu padre se hallaba magníficamente acompañado, lo que aumentará tu regocijo. Con este encuentro, mi querida hija, tan solo quería mostrarte las dádivas de la dimensión espiritual. Tú has sido agraciada con un don sublime y he venido hasta mi antiguo hogar para confirmar tu principal misión, tu trayectoria, la de propagar el bien a través del amor.

A pesar de los síntomas gripales, la joven se sentía más despierta que nunca, escuchando las palabras de su querida Ágata. Numerosas lágrimas acudieron a su rostro en medio de la más sentida de las emociones. Aquello constituía una forma de reconocer su destino a través de la voz de su propia madre.

—Hija mía, eres una intermediaria entre la tierra y el cielo, entre lo visible y lo invisible, y como tal, solo por rozar la auténtica realidad que le corresponde al alma, deberás repartir felicidad allá por donde vayas. Esa es y será tu misión. Jamás lo olvides. Si superas este gran desafío que te compete y que tanto sacrificio implica, entre otras cosas la renuncia a ti misma y a buena parte de tu tiempo, entregarás afecto allí por donde hables y escuches. Si continúas con tu camino, alejarás la posibilidad de enfrentarte a una coyuntura como la mía, y una vez que alcances tu meta, serás recibida en mi mundo por una criatura tan hermosa y resplandeciente como Rosa. Dios mío, que no tardes ni un segundo en sentir en tu pensamiento el acompañamiento de una presencia como la que a mí me asiste. Discúlpame, Sonia, conserva en tu memoria este importante mensaje. Ahora, estoy cansada, no por hablarte, sino por la enfermedad por la que pasé y porque mi tiempo de convalecencia aún no se completó.

—Madre, gracias infinitas por tu embajada de amor. Comprendo tu cansancio por todo lo que debiste sufrir antes de marcharte. Solo quiero pedirte una última cosa. ¿Podría yo ver a ese ser tan luminoso que te acompaña?

—Ya se lo pedí yo antes. ¿Qué madre no querría compartir su dicha con su propia hija? Me dice Rosa que seques las lágrimas de tus ojos, que ella pasará sus manos sobre ti para que tu imaginación sienta la luz de su afecto, para que durante un minuto habites en la morada de la esperanza, esa casa del silencio donde la más dulce música inunda sus paredes de viento. Presta atención a tus orejas, porque las más sublimes voces de los portadores de la paz, sonarán para ti. ¡Adiós, hija mía, yo siempre estaré contigo! Adelante, persevera en tu camino.

En unos instantes que le parecieron infinitos, Sonia, cerró sus ojos y abrió las puertas de su alma, dejándose embriagar por las armónicas vibraciones que esa criatura celestial ejercía sobre ella. Fue así como mirando para dentro, apreció lo invisible y experimentó el color, la ternura y la fragancia de la más simple rosa, tal y como se llamaba la mentora de su madre, un ser que ya no se movía entre la niebla y las dudas, sino que había abierto su corazón al más puro entendimiento, el de comprender las verdaderas razones para existir. Todavía extasiada por aquella extraordinaria sensación del más allá, Sonia abrió sus ojos, se tumbó en el sofá y sin dejar de contemplar el blanco del techo de la habitación, tuvo una fenomenal intuición: lo más emocionante y crucial de su vida no había hecho más que empezar. Notándose ligera y sin cansancio, se incorporó, se tomó la fiebre y se dio cuenta de que esta había desaparecido. Se palpó la cabeza y diversas partes de su cuerpo: el dolor muscular y en sus articulaciones había cesado. De repente, se percibió completamente sana y ya de pie, notó sed en su garganta, por lo que bebió un poco de agua de un vaso que había sobre la mesa y que le supo a rosas y a néctar. Renovada en sus energías, la joven se movió varias veces por el pasillo para confirmar su increíble mejoría. Pudo poner orden en sus ideas y darle un significado en su mente a la trascendental experiencia por la que había pasado aquella tarde, un aprendizaje propiciado por su misma madre y por los habitantes del mundo espiritual, una lección que nunca olvidaría.

No transcurrió mucho tiempo cuando se escuchó el sonido de una puerta cerrándose. León ya había vuelto tras realizar sus encargos.

—Pero, mi amor, ¿cómo es que estás levantada? Cuando me fui te encontrabas fatal y no podías ni con tu alma. Ay, Dios, que te vas a poner peor y luego te sentirás mal por tu ausencia en el café. Venga, anda, échate en el sofá que te voy a arropar. A ver, déjame que te ponga la mano en la frente…

—León, guarda las medicinas para quien las necesite. A mí no me ha curado la química, sino la compasión.

—Uy, uy, tú estás ardiendo y has empezado a delirar. Por eso te has puesto a dar vueltas por la casa. ¿Es que no te das cuenta, mujer? Pero, si tienes la piel completamente fría. No entiendo nada… Pareces normal…

Tras las oportunas explicaciones, el joven tomó asiento, como intentando ordenar el relato que había escuchado de labios de su novia. Trataba de encajar aquella historia en sus esquemas racionales. Pasados unos momentos de silencio, este fue roto por la voz de Sonia, la cual, en un estado muy emotivo, comenzó a pronunciar de forma repetitiva un nombre:

—¡Hipólito, Hipólito, Hipólito…!

…continuará…

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