SONIA Y LEÓN (47) Un relato desesperado

4

—Pero ¿qué dice, señor? ¿Cómo iba yo a saber algo de su pasado? ¿Acaso me toma por una especie de adivinadora?

—Si supiera todas las cosas que he oído de usted, se quedaría estupefacta. Ya sé que se trata de rumores, quizá exagerados, quizá con una base de verdad. En cuanto a la pregunta que hacía antes, quién mejor para contestarla que usted misma, que es la especialista. ¿Sabe por qué estoy aquí? Desconozco lo que hay de real en su caso, eso sí, estoy seguro de que no me he desplazado hasta su negocio para tratar con una mera aficionada.

—¿Podría ser más explícito, caballero?

—No sé si lo recordará, pero hace ya un tiempo, una persona a la que usted llegó a conocer, me habló de sus “capacidades”. Curiosamente, ese sujeto era mi amigo y claro, él me confesó muchos aspectos acerca de sus cualidades y yo me quedé gratamente sorprendido ante su relato. Al principio, pensé que se trataba de una historia en la que abundaban los excesos o los comentarios inventados; sin embargo, con la reflexión, empecé a convencerme de que tal vez fuera usted la persona más indicada para consultarle por un asunto que tanto me preocupa.

—Interesante. Y ¿cómo piensa, señor Ruiz, que yo, una simple camarera que regenta un negocio, podría ayudarle?

—Sin duda, es usted humilde señorita, lo que concuerda con la historia que me contó mi amigo. Ya veo que no le gusta darse importancia. Alabo su actitud, pero no lo niegue: usted, a pesar de su modestia, le prestó un gran servicio a mi compañero y yo sé que él le estará eternamente agradecido. Bueno, no pretendo cansarla. Si le parece bien, paso ya a exponerle ese tema que tanto me ha marcado y que para mí, resulta fundamental.

—Gracias, don Alberto. Le escucharé con todos mis sentidos.

—Yo no sé cómo lo hará, Sonia, pero su habilidad para resolver ciertos enigmas debe ser prodigiosa. Por eso he acudido a oírla, porque aquí donde me ve, con tanto éxito laboral y tan buena posición económica, en el fondo, me considero un auténtico desgraciado. De hecho, cuando tomé la decisión de acercarme a su bar, lo hice porque cada día que pasaba, se me hacía más urgente hallar soluciones. Todo este infortunio se inició hace unos cinco años, cuando mi mujer se me fue. Me convertí en un viudo relativamente joven, recordando con cariño la ilusión que me hacía volver a casa, después de cada jornada agotadora de trabajo, para besar a mi esposa y compartir con ella nuestros problemas más mundanos. En pocas fechas, ese sueño de mi matrimonio, esa ilusión de envejecer juntos y ese proyecto de convivencia a largo plazo, se fue al traste.

—Un momento, don Alberto, ¿cuál fue esa adversidad que aconteció con su mujer? ¿Se trató de un accidente o de una penosa enfermedad?

—Más bien lo último. Todo comenzó por un bulto sospechoso que apareció en su pecho y que tenía un aspecto amenazador. Ella no le dio mucha importancia, o tal vez, pretendía ocultar la realidad, o pensaría que se le quitaría tarde o temprano. Sin embargo, la evidencia era clara. Cuando comprobó que el dolor aumentaba y que aquello crecía a una velocidad endiablada, se sintió obligada a acudir al médico. Tras unas pruebas, este confirmó el peor de los pronósticos: se trataba de un melanoma que había empezado a desarrollarse, pero que para nuestra desgracia, además de maligno, se había extendido al otro pecho y zonas adyacentes.

—Vaya, no sabe cuánto lo siento. Hoy en día, mencionar la palabra “cáncer” aún nos sigue produciendo náuseas.

—Desde luego. Aún estamos lejos de vencer esa enfermedad. Y eso que solo quedan veinte años para cambiar de siglo. Como se imaginará, caí en un tremendo abatimiento. Ella era más joven que yo, no alcanzaba los cuarenta y ver cómo se iba consumiendo día a día fue algo difícil de digerir. Sabía perfectamente que se me iba, como una vela que se extingue y cada vez que me dirigía al hospital, me notaba más ausente, como si mi mente se estuviese preparando para lo peor. Es curioso, yo me preocupaba porque no deseaba quedarme solo; ella, en cambio, se angustiaba por nuestros dos hijos, para que no se viesen privados de la importante custodia de su madre.

—Disculpe, no sabía que tenía críos.

—Sí. Ese es otro capítulo terrorífico de mi existencia que ahora pasaré a comentarle.

—Le confesaré una cosa, señor Ruiz. Aunque le parezca difícil de creer, nadie viene a este café a charlar conmigo cuando las cosas le van bien. ¿Lo entiende, verdad?

—Sí. Es evidente que deseamos un estado de perpetuo equilibrio, donde no sucedan cosas que alteren nuestra serenidad y ganas de disfrutar de la vida. Sin embargo, ambos sabemos que la realidad no funciona así. Los problemas nos movilizan, nos hacen reflexionar sobre su naturaleza y nos empujan a buscar ayuda. La comodidad, en cambio, nos sume en el conformismo y yo diría que hasta nos paraliza. Como se suele decir, si todo va bien ¿por qué cambiarlo? Pero déjeme acabar con el tema de mi mujer. Las semanas pasaron y un día, consumidas sus fuerzas por su terrible enfermedad, me abandonó definitivamente. A partir de ese triste hecho, intenté apañarme como podía estos últimos años, pero debo reconocer que incluso hoy, aún me duele su ausencia. Es duro y sin embargo, con haber pasado por esa tragedia, esto no es lo más grave.

—¿Cómo? ¿Puede haber algo más espinoso que perder a una esposa de un cáncer fulminante y joven, con tanta vida por delante?

…continuará…

4 comentarios en «SONIA Y LEÓN (47) Un relato desesperado»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada siguiente

SONIA Y LEÓN (48) Un hijo rebelde

Dom Feb 21 , 2021
—Desde luego que sí. Y mucho peor, señorita. Si me lo permite, se lo voy a demostrar con hechos objetivos. —Cuénteme, por favor. —Recuerdo que al inicio, una vez casado, solía llegar tarde a casa. Nada extraño, porque el trabajo se iba incrementando y como soy una persona que me […]

Puede que te guste