SONIA Y LEÓN (46) El señor potentado

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—Sí, creo que tienes mucha razón, Sonia. Dejaré pasar el temporal que me invade y luego, tras madurarlo, haré lo que más me convenga. Mi relación con él ha estado llena de claroscuros. Todo esto me ha venido bien para detener un noviazgo que no iba bien y espero que Dios me ilumine para acertar con la decisión que tome.

—Es tu libertad, Carmen. Nadie, salvo tú misma, debe indicarte lo que puedes hacer o cómo manejar este asunto. Ahora, es tu turno. Sea lo que sea, yo me sentiré alegre por seguir trabajando contigo y por tenerte como amiga. Que sea lo mejor para ti.

—Gracias. Anda, déjame darte un beso —expresó la joven mientras se incorporaba emocionada—. No acabo de ser consciente de la suerte que tuve cuando inauguraste este café y se te ocurrió llamarme por si quería trabajar contigo.

*****

Transcurrieron unas cuantas semanas. Restaba poco para festejar el primer aniversario del vínculo establecido entre Sonia y León, esa fecha primaveral de tan grato recuerdo para la pareja. Unos días antes de la celebración, un señor de unos cuarenta y tantos años que vestía un traje de talla grande debido a su apreciable sobrepeso, atravesó la puerta del café Ágata. Tenía un bigote muy bien cuidado y sus ojos verdes destacaban sobre cualquier otra parte de su rostro. La dueña del local, que desde la adolescencia había desarrollado especialmente su capacidad de observación, intuyó con rapidez que aquel personaje que había penetrado allí presentaba un aspecto diferente al del resto de clientes. En efecto, unos segundos antes, una berlina de alta gama se había detenido justo delante de la puerta de entrada, de la cual había descendido el hombre que acababa de entrar en el café. La primera impresión que tuvo Sonia fue la de que aquel caballero, por su porte e incluso por su forma de caminar, sería alguien que mandaba mucho, un directivo de alguna empresa acostumbrado a dar órdenes y a que estas fueran cumplidas. Presintiendo que aquel señor andaba buscando algo que no fuese el servicio acostumbrado de comida o bebida, la propietaria se adelantó a sus intenciones.

—Buenas tardes —saludó el hombre del traje—. Por la descripción que me han dado, creo que es usted la persona que estaba buscando. Perdone por mi atrevimiento, pero es que su cabello rizado es inconfundible. Entonces, ¿es usted la señorita Sonia, la titular del negocio?

—Ha acertado de pleno, señor. Soy la misma que tiene delante de sus ojos. ¿Podría ayudarle en algo?

—¡Ah, qué suerte! No imaginaba que resultase tan fácil encontrarla. Mi nombre es Alberto Ruiz y soy el dueño de una de las empresas más importantes de Sevilla. No importan los detalles de mi industria porque no viene al caso. Además, no he venido aquí por asuntos profesionales ni nada por el estilo, sino por una cuestión personal que yo juzgo de la mayor importancia.

—Pero, señor, disculpe, yo lo que le puedo servir es un buen café, un buen vino o incluso un cóctel si es lo que desea. Y si tiene hambre, no debe preocuparse: le prepararé un plato que sea de su gusto.

—Ja, ja, es usted muy bromista, señorita. Qué alegría tener ese desparpajo con lo joven que es. Me tiene que perdonar por lo extraño de mi visita, pero no he venido hasta aquí desde Sevilla para almorzar o tomar una copa. No se lo tome a mal: he viajado a su bar para tener una charla con usted, precisamente. ¿Posee un reservado donde podamos hablar con tranquilidad?

—Ah, bien, ya ha dejado usted de entrada sus intenciones claras. Soy persona de prestar oídos, sobre todo si se trata de ayudar a alguien. Por ese motivo, no se preocupe, que le escucharé. Tiene aspecto de moverse por lugares suntuosos y quizá este local le parezca un sitio muy modesto. Lo único que le puedo ofrecer es una pequeña habitación junto a la cocina en la que podremos sentarnos en torno a una mesa para mantener una buena conversación. Al menos, gozaremos de intimidad.

—Ah, eso es lo de menos. Yo, lo que pretendo, es desahogarme y buscar su consejo.

Aquel señor esbozó una amplia sonrisa de satisfacción, como si las expectativas que traía se hubiesen cumplido. Sonia, con un gesto claro de su mano, le invitó a pasar.

—¡Carmen, Elisa, voy a hablar con este caballero! Por favor, haceros cargo de la clientela.

Una vez acomodados ambos personajes en torno a la mesa, se inició un singular diálogo…

—Oiga, tengo una curiosidad. He observado que ha venido con un coche de esos que llaman de representación, e incluso que tiene a un chófer esperándole ahí fuera hasta que termine. Todo indica que el señor es un personaje de importancia. Les he dicho a mis compañeras que le ofrezcan algo de beber a su empleado. Así, la espera le resultará menos pesada.

—Caramba, piensa en todo. Me parece bien su detalle.

—Bueno, don Alberto, pues creo que está deseando comentarme algún problema muy personal pendiente de solución. Cuando quiera, empiece con esa historia.

—Ah, a pesar de lo que me habían comentado, no deja usted de ser sorprendente. Pareciera que sabe hasta de lo que voy a hablarle. Mire, soy una persona que podría comprar cuanto quisiera. En ese aspecto, no puedo quejarme. Lo digo sin menospreciar a nadie. Sin embargo, cuando uno posee tanta riqueza, llega un momento en el que desea tener algo que no se puede comprar con dinero. Tengo a muchos trabajadores que dependen de mí y en Sevilla, me codeo con las autoridades y con lo más ilustre de la ciudad. Sin embargo, ha de saber que mis orígenes fueron humildes. Mi posición social no se debe al azar, sino al esfuerzo invertido y a un trabajo metódico que ha dado sus frutos. Digamos que me he ganado mi estatus con mucho sacrificio. Sin embargo, toda esa “suerte” que he tenido en el campo profesional, se ha convertido en una tragedia si me refiero a mi familia. Lo va a entender pronto con mi relato, aunque quizá ya sepa muchas cosas de mi existencia. ¡Quién sabe, debe ser usted alguien excepcional en sus capacidades!

…continuará…

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