—Cierto. Yo ya no sabía cómo pedirle a Dios para que la salud de mi madre mejorase, pero no había medicación ni palabras que hicieran recuperar el equilibrio a una mujer, ya tan frágil por su tristeza, que estaba a punto de romperse. Aún recuerdo perfectamente aquel otoño. Yo había iniciado mis estudios de turismo, era algo que me atraía y cada vez se hablaba más en España del auge de ese sector, como si fuésemos el refugio vacacional de Europa. En fin, que se trataba de una profesión de futuro, de una época en la que más y más turistas llegarían a nuestro país a dejarse sus ahorros aquí disfrutando de nuestros paisajes y de nuestros hoteles. Esa tarde de infausto recuerdo, conforme me acercaba a mi casa andando, como el resto de jornadas después de acabar las clases, vi una ambulancia que estaba esperando junto al portal de mi vivienda. Desconcertada y preguntándome por lo que podía estar pasando, me fijé en dos hombres vestidos de blanco que se llevaban en camilla a lo que parecía una persona muerta, porque su rostro estaba cubierto por una sábana, hasta introducirla en el vehículo. ¿Cómo iba yo a imaginar semejante tragedia? Por aquel entonces, la que te habla, solo tenía ilusión por conocer nuevos compañeros en la universidad y por estudiar. El asunto de la depresión de mi madre, ya lo daba casi por imposible, como un mal necesario con el que habría que convivir. Al alcanzar mi casa, tras subir por las escaleras, me di cuenta de que la puerta de mi piso se hallaba entreabierta y al contemplar el rostro abatido de mi padre y de algunos vecinos que le daban el pésame, comprendí de golpe la magnitud de la catástrofe.
—¡Dios mío, qué horror! ¿Y cómo murió tu madre exactamente?
—Mi padre había llegado a casa desde su oficina a primera hora de la tarde. Gabriel, que era como se llamaba mi progenitor, no la encontró en la cocina preparando algo para el almuerzo. La llamó por su nombre varias veces sin respuesta, hasta que la buscó finalmente en el dormitorio. Lo que vio allí le heló la sangre. Se había atiborrado de todo tipo de pastillas para la ansiedad, para dormir, para los nervios… Todo lo había mezclado en un cóctel farmacológico que ingirió y que le produjo una sobredosis mortal. ¡Dios mío, cómo estaría la pobre de Ágata para tomar esa drástica decisión! Se la tuvieron que llevar a un sitio, cuyo nombre no recuerdo ahora, para verificar realmente que se trataba de un caso de suicidio y al día siguiente, tras confirmarse esa hipótesis, nos llamaron para poder enterrarla. Al narrarte todo esta historia tan triste, creo que eres consciente de la gravedad de lo ocurrido. Para mí, no era fácil asumir el hecho de que mi propia madre se había quitado la vida por desesperación, por una profunda amargura interior o simplemente, porque no contemplaba ninguna luz en su horizonte. En aquellas jornadas tan lamentables, yo solo tenía una idea instalada en mi cabeza: impotencia. Ya fuese porque era una chica con poca experiencia de la vida o porque desde la adolescencia no supe afrontar ese descomunal problema, lo cierto es que me vi sumida en una incapacidad para responder, en una culpabilidad por no haber hecho algo más, por no haber evitado ese penoso desenlace que me había dejado sin la figura esencial de mi madre.
—Me has dejado paralizado, Sonia. No sé ni cómo responder. Debió ser horrible para ti pasar por esa coyuntura tan negativa.
—Así es. Y sin embargo, pese a pasarlo mal, lo mío no fue nada en comparación al efecto aciago que aquel hecho tuvo sobre mi padre. Gabriel se sentía el hombre más desgraciado del mundo, cargando sobre sus espaldas todo el dolor por lo sucedido, como si él fuese el último responsable de la enfermedad de su esposa. Su salud física y mental, aun siendo una persona de mediana edad, se fue deteriorando más y más.
—¿Cuánto tiempo hace de la muerte de tu madre?
—Unos cuatro años y medio, aproximadamente.
—Entonces, ¿qué pasó con tu padre? No quiero hacer conjeturas, pero tu cara lo dice todo.
—La cuesta abajo que recorría Gabriel fue descendiendo hasta acercarse al abismo. No quiso darse de baja médica en su trabajo, porque sospechaba que su pensamiento se transformaría en obsesión y que su labor podía ser lo único que le mantuviese a flote en esa delicada etapa. En casa, existía un pacto no escrito: no hablar de ese tema para no recordar un suceso tan luctuoso, para no reconocer que yo ya era una huérfana con dieciocho años y que él era un viudo de cuarenta y tantos. Lo cierto es que conforme transcurrían los días, yo le notaba peor. No superaba lo ocurrido, se encerró en sí mismo en una actitud nada positiva, perdió el interés por salir con sus amistades y las visitas a casa dejaron de existir. Estaba vivo, pero se había desconectado del mundo. Era como vivir en una burbuja, donde le daba una y mil vueltas a lo acontecido, mas sin hallar una explicación satisfactoria a la pérdida de su gran amor.
—¿Y él no acudió al médico en busca de ayuda profesional?
—Verás, León, yo, como hija preocupada por su estado de salud, se lo sugerí en varias ocasiones. Luego, observando que mi actitud le incomodaba profundamente, dejé de insistir. Se ponía agresivo, a la defensiva, y eso me hacía daño. Se había convertido en un autómata, alejado de su entorno habitual, preso de una horrible culpabilidad, encarcelado en su caverna más recóndita. Por unas fechas más, siguió trabajando como administrativo en su oficina. Una jornada, tenía que desplazarse a Sevilla para realizar una gestión. No era un viaje largo y por tanto, debería estar de vuelta por la tarde. Nunca supe exactamente lo que ocurrió, lo que pasó por su cabeza durante el tiempo que estuvo conduciendo. Eso fue como hace un año y medio. El mazazo que recibí por teléfono te lo puedes imaginar. Aquella llamada resultó digna de una película de terror. Según la versión de la compañía de seguros, mi padre circulaba a una velocidad elevada y en una de las curvas de la carretera, perdió el control del coche, cayó en una zanja y ¡adiós, mundo cruel! El informe oficial descartó cualquier otra hipótesis.
…continuará…