Tres, dos, uno… ¡Ya! Ahora, ¡salta, salta! Despierta allí donde estés y dime lo que ves. Con esa cuenta atrás de varios segundos, una de las más importantes de su vida, Juan había efectuado un brinco a su pasado de varios siglos. Parecía increíble, pero animado por su amigo Vicente a enfrentar todo el proceso de preparación, al fin, había accedido a descubrir parte de ese material oculto que residía en su interior y ahora mismo, se notaba envuelto en un escenario que poco antes le hubiera costado trabajo imaginar.
Todo se había iniciado unos meses atrás cuando Juan y su amigo Vicente, de profesión psicólogo, habían estado charlando en diversas ocasiones sobre el fenómeno de la reencarnación, de las vidas pasadas y especialmente, de cómo acceder a ese banco de datos “oculto” que permaneciera donde permaneciera, parecía que podía dar un vuelco interesante a la existencia de las personas que experimentaban ese proceso de recuerdo, el de un pasado sepultado en la memoria más escondida del inconsciente.
Tras unos primeros encuentros en los que se comentaron diversos aspectos sobre otros temas relacionados con la cuestión principal, hubo acuerdo entre las dos partes. De este modo, Vicente ya se hallaba preparado para realizarle a su amigo Juan una regresión y aunque este presentaba algunas reticencias al principio, transcurrido un tiempo, se mostró abiertamente partidario de acometer esa prueba, que para él no dejaba de significar un desafío. En el fondo, no es que Juan no quisiera someterse a esa exploración, simplemente, temía encontrarse de golpe con algún aspecto desagradable o incluso traumático de un pasado remoto, lo que de algún modo, le preocupaba.
Sin embargo, la amistad que unía a ambos personajes y el interés común que existía por bucear en la mente más profunda o en los aspectos más enigmáticos del espíritu, convirtieron aquella idea inicial surgida en una charla informal en un deseo intenso de ambas partes por realizar el experimento. ¿Qué ocurriría?
Aquella tarde de viernes, más tranquilos los dos amigos al haber completado su semana laboral, se reunieron en el despacho del terapeuta, donde existía un cómodo sillón desplegable que permitía al sujeto allí tumbado situarse en una posición casi horizontal, lo ideal para favorecer cualquier trabajo de índole psicológica. Juan no se percibía como “paciente”, sino como una persona que había desarrollado un notable interés por la vida espiritual, por conocer datos sobre el más allá de la muerte, y en este caso, iba a centrar su atención en un asunto que le apasionaba: la reencarnación.
En este sentido, si esa tarde lograba acceder a algún conjunto de recuerdos sobre su pasado, para él constituiría una fuente de aprendizaje esencial, algo que le permitiría alterar o reconducir el curso de su biografía actual, lo que a su vez, acrecentaría sus convicciones acerca de la existencia de vidas pasadas.
Aquel viernes de un verano recién iniciado, justo a las 18 horas, todo se hallaba preparado. Tras las oportunas explicaciones y una vez realizada una pequeña recogida de datos por parte del profesional de la conducta, Juan recibió las instrucciones sobre qué actitud mantener durante la regresión entre las cuales estaba, como era lógico, el comprobar por parte de Vicente que su amigo no se quedaría dormido en aquel mullido sillón. El sueño no dejaba de ser un elemento que podía interferir con un adecuado estado de alerta, necesario para completar la sesión.
Los primeros minutos, siempre con los ojos cerrados, sirvieron para efectuar una inducción a una relajación profunda en la que las diferentes partes del cuerpo de Juan fueron recorridas y visualizadas hasta soltarlas por completo, liberándolas de cualquier foco de tensión. Una vez completada esa fase, se inició un viaje hasta la edad infantil de los diez años. Era el momento en el que Juan debía recorrer con todo detalle las estancias de su antigua casa cuando era un niño, fijándose en todos los pormenores de la decoración, muebles, objetos o incluso la textura de las paredes. En esa fase se descartó la presencia de figuras familiares u otras parecidas, como amigos.
Unos minutos más tarde, acompañando el control de la respiración durante todo el desarrollo del método, se procedió a trabajar la técnica de la “escalera descendente”. Se trataba de ir bajando poco a poco por una serie de escalones (10), al final de los cuales, una puerta misteriosa estaba disponible para ser abierta y penetrar en lo desconocido.
Traspasado ese umbral, una pradera inmensa, casi infinita, se descubrió ante la mirada interna de Juan. ¡Qué gran belleza se observaba! Fue así como él fue situado en un contexto bellísimo, con la presencia de algunos árboles majestuosos y un cielo azul de atmósfera clara y temperatura ideal. En aquel ambiente de relajación, el terapeuta indujo a su amigo a que saliera verticalmente de su cuerpo ganando altura a modo de vuelo. Poco después, había llegado el momento cumbre: el instante definitivo del salto hacia atrás. Pero… ¿hacia dónde? ¿A qué lugar? ¿A qué época? Pasados unos segundos que parecieron eternos, la mente de Juan aterrizó en un escenario impensable que le estremeció desde la cabeza a los pies…
—Bien, dime dónde te hallas y lo que ves —indicó el psicólogo con voz pausada.
—Estoy en una iglesia, o mejor dicho, creo que se trata de una catedral, porque veo a mucha gente y el ambiente es grandioso, por eso la altura de la bóveda es enorme —respondió Juan.
—De acuerdo, ahora quiero que te fijes en la ropa que llevas puesta. ¿Puedes identificarla?
…continuará…
Bom