LA MUJER DE PIEDRA (I)

  

(Dedicado a mi madre, la persona que más me amó en el mundo)

Leía y leía, sí, a todas horas leía. Lo reconozco. Tenía todo el tiempo del mundo porque el mundo me pertenecía. Terminada mi adolescencia, mis padres mudaron de plano después de un terrible accidente y me legaron su inmensa fortuna así como todos sus negocios. En efecto, era hija única y nada de lo heredado tuve que compartir. Pero yo no aspiraba a una existencia complicada, quería leer, no gestionar, por lo que contraté a un administrador de confianza que se ocupó de esas pesadas cargas humanas y burocráticas. Ese hombre era tan efectivo que mi riqueza continuaba aumentando mientras yo seguía leyendo.

Muchos caballeros llamaron a la puerta de mi corazón. Algunos poseían aviesas intenciones como compartir mi hacienda o vivir a mi costa. A estos se les notaba a distancia y yo era hábil para darme cuenta. Otros, los menos, me admiraban y pensaban que estarían muy bien a mi lado. El mejor hombre que conocí, sin ninguna duda, fue Alexandre. Su interés por mí era sincero y por fortuna, no guardaba relación con mi patrimonio. Era simpático, derrochaba energías, una persona abierta, cariñosa, optimista y con proyectos de futuro. Su afecto me conmovió durante una época pero cuando comprobé que pretendía unir su existencia a la mía y que me hablaba del matrimonio, me asusté y cómo no, me refugié en la lectura.

Llegó un momento en que ya no quería observar la verdad, solamente la realidad mostrada en las palabras de los libros. Mi biblioteca fue creciendo y miles de volúmenes se acumulaban en las estanterías de mi gran casa.  Si iba al campo, no me fijaba en el canto de los pájaros o en el límpido cielo azul, solo hallaba en el bello paisaje la excusa perfecta para seguir devorando letras. Si me acercaba al mar, no prestaba atención al frescor de la brisa, al aroma a sal o al rugido de las olas, sino que mi mirada tan solo veía lo impreso sobre más y más páginas blancas.

Y transcurrieron los años y no dejé de leer. Una mañana, sucedió lo imprevisto. Luego, con el paso del tiempo, lo entendí todo. Y es que había llegado la hora de mirar hacia dentro para transformar lo de fuera. Tras desayunar, agarré un libro nuevo entre mis manos para seguir ojeándolo por el jardín. Al bajar las escaleras, la lectura ya me envolvía tanto que no calculé bien las distancias y entonces, perdí el equilibrio y caí rodando hasta llegar al suelo. Sentí en mi cabeza un fuerte golpe que me hizo perder el conocimiento. Cuando desperté en el hospital, todo era oscuridad. Los médicos dijeron que el trauma sufrido me había privado del sentido de la vista. Y para colmo de males, aquello no tenía cura. Las probabilidades de volver a ver eran mínimas, por no decir imposibles. Viviría ciega el resto de mis días.

Me derrumbé. Me enfadé con Dios y con el mundo, pues advertía en aquel suceso una especie de venganza por mi gusto por los libros. Pero ¿a quién había yo hecho daño con mi afición? ¡Qué tragedia para alguien que vivía de sus ojos! Sin embargo, una tarde, vino a mi mente un dato. Como mi memoria era prodigiosa, podía recordar la inmensa mayoría de las líneas argumentales de todas las obras que había leído a lo largo del tiempo. Fue así como rememoré las aventuras de un caballero del siglo XIX, un personaje que amaba la lectura y que al ver con dificultad ya por su edad, hizo que su mujer, sus hijos y sus nietos le fueran leyendo páginas y páginas en voz alta hasta el mismo instante de su muerte. Y eso hice. Contra los obstáculos del destino, había que contraatacar.

Realicé varias pruebas de selección junto a mi fiel administrador y al final, me decidí por contratar a un señor que al parecer era joven y el cual estaba encantado de leer para mí, pues compartía el mismo interés que yo por los libros. Y comenzamos con tan exigente tarea. Le pedía que me acompañase a diversos lugares como el bosque o la playa, o que diésemos paseos por los senderos de mi amplio jardín, eso sí, yo cogida a su brazo mientras él se afanaba en relatarme lo contenido en el texto. A veces, le decía que me llevase a algún café en la ciudad donde entre el bullicio de la gente y el intenso aroma de la negra bebida, disfrutaba como una niña de todas aquellas palabras que entraban por mis oídos.

Pasadas unas semanas, unas cosas muy extrañas empezaron a suceder. Yo no podía observar a ese joven con mis ojos pero tenía muchas horas al día para escucharle. De pronto, una tarde me di cuenta de que un hecho peculiar estaba aconteciendo en mi interior. Ya no me interesaba tanto lo que aquel hombre describía como el timbre de su voz. Una rara pasión se apoderó de mí, cuando percibí que mi interés por el relato era cada vez menor a medida que aumentaba mi apego a su verbo, a la forma que tenía de hablar, tan melódica, tan dulce, tan sugerente…

Me asusté. Llevaba tantos años fuera de la realidad que cuando la realidad acudió a mi encuentro, me sentí desorientada. De pronto, mis emociones no se centraban tan solo en la narración de historias sino que de alguna forma, estaba apreciando algo parecido a lo que experimenté hacía años con el bueno de Alexandre, el único ser que de verdad me había querido tal como yo era, aceptando incluso mi extrema obsesión por la lectura. Fue así como mis paseos con Edward, aquel hombre que trabajaba para mí, se convirtieron en una delicia y en una tortura al mismo tiempo. Delicia porque gozaba desde mi silencio de su agradable compañía y amaba su invisible aspecto para mis ojos; tortura, porque fui desarrollando un cúmulo de emociones de amor hacia ese gentilhombre que no sabía cómo explicarlas sin que un manto de vergüenza envolviera todo mi cuerpo. ¿Qué caballero joven se sentiría atraído por una mujer de mediana edad que además no podía ver?

…continuará…

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