LA PRINCESA MENDIGA (III)

 

—Sin duda, mi buen esposo. El asombro me invade por dentro. Es la primera vez que uno de nuestros invitados es capaz de articular más de una frase seguida de carácter inteligente. Mirad, Curiosa, no os sintáis incómoda pero habéis de saber que normalmente las personas que vienen aquí adoran tomar el baño, cenar hasta reventar y luego ir a dormir; eso sí, doy crédito que desean ir a la cama porque después del vino ingerido me temo que no tienen fuerzas para otra cosa.

—Claro, lo comprendo. Tal vez piensen que esa invitación no les vuelva a ser ofrecida a lo largo de su existencia —contestó la princesa.

—Mi apreciada joven —continuó el comerciante—, os haré una pregunta con toda sinceridad. ¿Vos estaríais dispuesta a desarrollar una conversación con nosotros mientras la noche se extiende?

—Por supuesto que sí, caballero. Para mí constituirá un gran honor. Creo que la ocasión no puede ser más propicia.

Y la charla entre los tres comensales se alargó durante horas. Multitud de temas se fueron abordando mientras que el ambiente de cordialidad crecía y crecía. El matrimonio formado por Wilfred e Isolda no salía de su admiración mientras que la princesa se encontraba cada vez más cómoda departiendo con sus dos amables anfitriones. Pasado un buen trecho de tiempo, Wilfred no pudo aguantar más su ansiedad ante lo que había presenciado y sobre todo, ante lo que había escuchado de boca de aquella mujer desconocida…

—Mirad, Curiosa, llegados a este punto de nuestro diálogo, debo decir que me niego a seguir llamándoos con ese nombre que más bien parece un apodo adaptado a las circunstancias que otra cosa.

—Bien, como queráis, lo cierto es que los nombres poco importan, sino el recuerdo que de las miradas quedan en nuestra memoria.

—De nuevo, manifestáis una portentosa sabiduría y mesura en vuestras palabras, querida —añadió Isolda.

—Mi señora, hablo tal y como lo siento. Me hallo tan feliz en esta casa que no podía traicionaros con mi silencio sino transmitiros mi verdad a través de mis labios.

—De vuestro rostro emana paz —comentó el comerciante— y de vuestros mensajes tan solo se aprecia la erudición que os embarga por dentro. ¿Cómo es eso posible si vivís en la calle bajo terribles condiciones y dependiente de la caridad ajena?

—La vida a veces nos depara sorpresas o como una vez leí en un libro, no resulta aconsejable valorar a una persona tan solo por su apariencia externa.

—Estoy completamente de acuerdo, joven —declaró la anfitriona con un gesto de aprobación en su cara—. Es una gran lección que habremos de considerar en el futuro.

—Mi señora, está claro que guardáis un gran secreto en vuestro interior —prosiguió Wilfred—, mas no seré yo el que os obligue a desvelarlo. Nunca antes os vi pero vuestra expresión me resulta conocida, incluso familiar. No sois de esta tierra y sin embargo, moráis por aquí con toda confianza.

—Es cierto que no soy de aquí pero me siento de aquí. Eso es lo fundamental, mi señor. Tal vez haya estado dormida hasta estas fechas pero siempre hay un día para despertar. Lo esencial no es tanto el momento como el hecho en sí de nacer de nuevo.

—Cómo no, joven. Mi profesión es la de comerciante pero mi esposa puede corroborar que en mis días libres siempre intento acumular conocimientos del tipo que sean. Vos sabéis leer, es obvio y eso, siendo mujer, no deja de ser algo solo accesible a las más afortunadas. Disculpad por la pregunta pero… ¿sois acaso una noble dama llegada de otra comarca que ha decidido exiliarse en medio de la pobreza y las necesidades por propia voluntad? Puede parecer raro, pero alguna vez he oído historias sobre este tema, personas que tras un desengaño amoroso o debido a una fuerte decepción vital renunciaron a su vida normal. Y que conste que su forma de vida no era precisamente de miseria.

—Sí, yo también he oído hablar de relatos cuando menos fantásticos, o quizá asimilados a leyendas. Nunca se sabe lo suficiente sobre las aventuras de los seres humanos. En cuanto a mi caso, ya que preguntáis, mi señor, prefiero mantenerlo en secreto, por ahora. Lo único que os puedo desvelar es que me hallo en una etapa de mi vida que calificaría como de aprendizaje. Este nunca se agota y siempre es aconsejable. Contemplar la realidad desde una única perspectiva resulta limitador. No es bueno recibir la luz desde solo una ventana, aunque esta se halle en la más alta torre de un castillo. Os ruego me disculpéis.

—Respetamos vuestra soberana decisión —contestó Isolda—. Entended la curiosidad de mi marido y también la mía. En veintitrés años, es la primera vez que tenemos el gusto de aceptar a una “mendiga” como vos.

—Y yo que me alegro de vuestra actitud. No sabéis el provecho que me está suponiendo esta grata charla.

…continuará…

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