LA MUJER DEL VELO (y II)

 

Ni siquiera pude responder. Una luz intensa brilló y al disiparse, la figura de la chiquilla mendiga había desaparecido. Pasaron días, semanas y meses. Ya no sabía si mi conversación con la niña había sido real o una ilusión, las dudas me corroían pero yo continuaba obsesionado con el rostro maravilloso de aquella mujer tras el velo. No había ni una sola mañana en que me despertara sin ver en el espejo su anhelada figura llamándome con sus ojos. ¿Y si todo era un delirio de mi ego? A mi pesar, todavía me preguntaba por lo que era un sueño, pues nunca me levantaba con esa sensación que otros describían con detalle. Mares de lágrimas derramé, porque ansiaba soñar pero no podía. Hasta había aprendido a escribir poesía con mi mano izquierda pero ni siquiera eso calmaba mi sed de descorrer el velo de aquella enigmática mujer pues si era irreal ¿por qué su rostro se me aparecía a cada alba?

Transcurrió el tiempo. Una tarde, tanto yo como el grupo de soldados del que era su capitán, habíamos estado entrenando duro. Por desgracia, corrían rumores de guerra con los señores vecinos y bajo ningún concepto podía descuidarse el adiestramiento militar para en caso necesario, saber defender nuestras vidas y las de aquellos que dependían de nosotros. Muy cansados pero alegres por el trabajo desarrollado nos sentamos sobre la pradera, a la vera del río más caudaloso de la comarca y decidimos realizar una comida de hermandad, en la que pese a la preocupación creciente por la probabilidad de conflicto, pudimos hablar de nuestras cosas y reírnos un poco para relajarnos de la tensión.

Mediada la tarde, llegó la hora de regresar al castillo. Sin embargo, les indiqué a mis compañeros de armas que yo volvería más tarde y que ellos se adelantaran, pues me sentía inspirado en aquel momento. Acomodado bajo la sombra de un árbol, deseaba como nunca componer otro de mis habituales poemas. Todos rieron contentos dada mi particular ocurrencia, aunque ya conocían mi emotiva vocación y finalmente, me quedé a solas y cerré mis ojos para dejar volar mi imaginación antes de que esta se convirtiese en letras.

De nuevo y al igual que todas las mañanas de los últimos doce meses, el bello rostro de aquella joven señora ante el que se desplegaba un impenetrable velo, apareció en las ventanas de mi alma. Mis ojos se afanaban por retirar aquel tejido de gasa que me impedía contemplar directamente la expresión de su tierna cara. Sabía que resultaba imposible, mas mecido por un suave viento que refrescó mis cabellos, comencé a escribir sobre el grueso papel los versos que me dictaba mi espíritu.

Al terminar aquella poesía de la que permanecía tan prendado, me incorporé dichoso, como persona que palpa la inmensa satisfacción del deber cumplido. Me puse la armadura, cuyas piezas más importantes descansaban sobre el tronco del árbol y coloqué mi pie izquierdo sobre el estribo de mi caballo. Justo cuando iba a iniciar el camino de retorno, el reflejo de algo brillante captó toda mi atención. Fue así como dirigí mi vista hacia el río hasta observar cómo entre las aguas había lo que parecía ser la silueta de una mujer que inconsciente o tal vez muerta era arrastrada por la corriente.

Los latidos de mi corazón se aceleraron hasta sentir perfectamente mi sangre corriendo por las venas. Sin pensarlo, cubrí la corta distancia hasta la ribera y me lancé impetuoso a rescatar el cuerpo de aquella dama que flotaba extrañamente en el centro del cauce. Movido por el instinto y guiado por la vaga impresión de que aquel rostro que solo veía de perfil me resultaba del todo familiar, de pronto, me sentí desfallecer. No sé cuánta distancia avancé por aquellas aguas pero cuando más cerca me hallaba de rescatar a la muchacha de misterioso aspecto, me quedé sin fuerzas por completo. No pude dar ni una sola brazada más. La situación se había desarrollado tan deprisa que… ¡ni siquiera me había desprendido del metal de mi cuerpo antes de empezar a nadar!

Noté cómo me hundía irremisiblemente, no podía perdonarme por mi terrible error al no usar mi razón y me encomendé a Dios para que me recogiese. Conforme iba descendiendo en las cada vez más turbias aguas, percibí una terrible opresión en mi pecho y cerré mis ojos porque la oscuridad me envolvía. Abrí mi boca y escuché el sonido sordo de numerosas burbujas incoloras de aire que ascendían hacia la superficie. Perdí la noción del tiempo y cuando más desesperado me encontraba, un punto de luz que crecía en intensidad se me fue acercando.

Ya no me restaban fuerzas ni para abrir de nuevo mis ojos pero al hacerlo, recibí la mayor sorpresa de mi existencia. El rostro de aquel ser angelical se hallaba justo delante de mi mirada. Una paz infinita rodeó mi silueta hasta olvidar cualquier atisbo de angustia. Toda mi atención se centró en sus manos, las cuales y con parsimonia, realizaron el gesto que llevaba tantos amaneceres anhelando. Al fin, retiró el velo de su cara y después de tan interminable espera, pude contemplar sin impedimentos el rostro de aquella criatura celestial que se me había aparecido todas las mañanas durante los últimos meses. Me aprecié ligero de equipaje, sin peso alguno sobre mis espaldas y extasiado por la belleza de aquel ser escuché en mis sienes las palabras que me dirigió sin mover sus labios…

—Querido, a partir de este instante ya nunca más serás guerrero sino el más blanco de los poetas. La última vez que nos encontramos te reclamé pan y me diste trigo para un año, nada más te pedí y me cediste tu capa. Gracias a tu gesto no pasé hambre y no padecí frío. Por eso estoy aquí, porque superaste la prueba a la que te expuse, aguardar por la esperanza hasta abrazarla. Ahora, estréchame dulcemente con tu corazón y vuela conmigo. Durante el día, yo te mostraré cómo soñar entre nubes y por las noches, podrás contemplar de cerca lunas y estrellas junto a mí para que nos hablen de sus afectos. Pero sobre todo, te enseñaré a amar, no de pieles y huesos que mueren, sino para que envueltos de bondad y ternura podamos inspirar a los infortunados que anhelen versos de ánimo. Nosotros, como soles eternos que se levantan entre montañas, ampararemos a cuantos precisen de palabras dulces y aliviaremos el dolor de cuantos sufren. Mi poeta de la lírica y de los sentimientos, toma mi mano y acompáñame en este infinito viaje hacia el bien. Recuerda nuestro primer verso conjugado en armonía: no existe el mal, tan solo alejamiento de la Verdad. La voz de los mensajeros de Dios nos acompañará. Mi amor, bienvenido a la casa de la poesía, desde las que se infunden las palabras que nuestro aliento lleva a las mentes del mundo. Homero y Sófocles, Horacio y Virgilio, aguardan tu presencia…

Dedicado a todos los que buscan…

 

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