La grandeza de Dios (y III)

       

Proseguimos con este interesante análisis que estamos efectuando acerca de la grandeza de Dios. Se dice que el premio es inimaginable, incomprensible en el actual escalón evolutivo que afecta al ser humano que vive en este planeta, que resulta imposible concretar en el interior de nuestras limitadas mentes lo que sería habitar junto al Creador. Sin embargo, este nos ha dotado de la capacidad de abstracción y de la posibilidad de traspasar la dimensión del tiempo viajando hasta el infinito. Así pues, corramos el «riesgo» y pensemos por un instante en lo que debe suponer permanecer junto a nuestro Padre, obedecer directamente sus órdenes y escuchar cara a cara sus palabras, sus mensajes. Vamos allá, respiremos lento y profundo, detengámonos solo unos segundos, concentrémonos y cerremos los ojos para abrir las ventanas de nuestra alma…

¡Cuesta trabajo! ¿Verdad? Seguro que hemos notado una extraña sensación en el estómago o en nuestra espalda o tal vez un cierto escalofrío que ha recorrido la geografía de nuestro cuerpo. Desde luego, se trata de un ejercicio delicioso para nuestra mente. Me pregunto… ¿Cómo serán las reuniones que mantendrá el Todopoderoso con sus más íntimos colaboradores, es decir, con los espíritus que ya han alcanzado el nivel más elevado al que se puede aspirar? ¿Precisarán verse entre ellos o una simple muesca de telepatía les sobrará para entrar en conexión y comunicarse? Maravilloso… ¿De qué hablarán? ¿Habrá temas prioritarios en sus encuentros o todos los asuntos que traten serán primordiales?

De tarde en tarde pero puntual a su cita, siempre llega a mi pensamiento una cuestión tan esencial como esta, es decir… ¿Cómo se gobierna el Universo infinito, un número ilimitado de galaxias, estrellas y planetas? Y por supuesto, ¿cómo se administra la existencia de tantas y tantas criaturas que habitan en un espacio incalculable? Sabemos que el discurrir de todo lo visible y lo invisible fluye conforme a las leyes que Dios puso en funcionamiento pero ¿interviene el Creador directamente con su voluntad en la gestión del orbe o delega esta función en la inteligencia y el buen hacer de los seres que por méritos propios han logrado situarse junto a Él? Ah, preguntas sin respuestas, imaginación desbordada, limitaciones por nuestra condición evolutiva… Lo único cierto es que existirá un futuro día en el que todos estos misterios serán desentrañados por nuestros propios ojos y entonces la felicidad nos envolverá hasta lograr el éxtasis. Habremos completado nuestro ciclo de perfección, curiosamente para seguir trabajando con más ahínco que nunca… eso sí, junto a la presencia del Padre.

Dios es inmutable, el Motor inmóvil aristotélico. Si no fuera así, confieso que sentiría inseguridad por depositar toda mi confianza en un ser que una jornada puede pensar de una manera y pasadas las fechas pude alterar su criterio. El enunciado de esas leyes divinas que gobiernan la Naturaleza y el transitar humano, constituye la expresión perfecta de que estamos siendo observados de continuo por un Arquitecto universal que ideó, diseñó y armó un edificio colosal y habitado de dimensiones infinitas, y en el que no sobra ni falta ni la más minúscula partícula de arena. Oh, contemplando alguna de las innumerables portadas de ese templo, se produce el gran silencio, ese sonido alejado de toda perturbación que nos permite intuir desde la conciencia ante Quién estamos… Suspiro y me abandono a sus designios por su inmutabilidad, porque el gesto de su mano es permanente y el chasquido de sus dedos corazón y pulgar todavía resuena en el henchido espacio que se originó tras desatarse el viento de su voluntad.

Dios es eterno. Este axioma, al igual que el anterior, apuntala en nuestros adentros esa idea de absoluta grandeza que reside en lo más íntimo de las paredes de nuestra conciencia. Como ocurre con otras nociones relativas al Padre, el concepto de “Causa incausada” penetra en nuestros oídos para invadirnos de certezas, esas que el ser humano precisa para mantenerse a flote y seguir navegando en medio de la constante tormenta que supone la singladura de su transformación. Si el Creador no fuera perpetuo, perenne en sus manifestaciones, la vida humana carecería de sentido y el recio castillo de nuestros proyectos se derrumbaría como una alta torre de naipes a la que acabáramos de soplar. Lo eterno carece de principio y tampoco posee fin, existe desde siempre. Nosotros, creados por Él como espíritus simples e ignorantes pero a la vez inmortales, compartimos y participamos de alguna forma de esa sensación de perdurabilidad que se nos hace complicada de entender, pero que se halla en absoluta relación con esa feliz imposibilidad de “morir”.

Por último, cabe hablar de lo más crucial de este asunto, del verdadero motivo por el que Dios es grande. Hace dos mil años, alguien asumió un compromiso que dividiría el curso de la Historia en un antes y un después: “descender” desde las alturas y como alma perfecta, tomar sobre sus hombros la trascendental misión de revelarle al mundo la auténtica naturaleza del Padre. En efecto, el hombre de la época y de los tiempos venideros debía tomar conciencia de que el Creador era ante todo y por todo, AMOR. ¡Qué misterio tan sublime se nos hizo por aquel entonces transparente, tan diáfano a nuestros ojos como las aguas cristalinas de donde nace un río! Fue el momento cumbre para la Humanidad. ¿Por qué iba a enviarnos Dios a su celestial mensajero salvo para mostrarnos su genuino rostro a través de las enseñanzas y de los hechos protagonizados por el carpintero de Nazaret?

Él resultó su excelso portavoz, el más digno emisario de sus intenciones, el ejemplo más insigne que las criaturas de un apartado rincón del Imperio plagado de polvo y escorpiones, pudieron percibir con sus pupilas y sus oídos y cuyas palabras se extenderían por los confines de la Tierra. Desde aquel entonces, nadie podría alegar ignorancia acerca del verdadero semblante de Dios. Y a través de los labios de Jesús y de su ejemplo, advertimos la mirada redentora del Creador de todo. Amor y amar, ni más ni menos, conociendo desde ese instante que solo se puede querer a ese Padre misericordioso y justo a través del cariño profesado al hermano, aquel que ha sido situado a nuestro lado para recorrer el camino de la metamorfosis juntos. Y en su infinita generosidad, Él nos dejó libres como aves del cielo y por boca del Maestro sus sandalias pisaron el barro de la huella que resume el devenir del hombre: “El que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt. 16, 24). Más de veinte siglos después, continuamos nuestra andadura. ¿A que Dios es grande?

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