No estaría de más acudir a la famosa anécdota narrada por el columnista Sidney Harris al respecto de esta cuestión y que sin duda, muchos de vosotros conoceréis. Decía este autor lo siguiente:
«Nosotros decidimos cuándo, dónde, de qué forma,
y con quién, vamos a mostrar lo que sentimos»
«Es esencial que tomemos el control y el timón de nuestra energía emocional puesto que es peligroso dejar en manos de otros o de las situaciones externas algo tan importante como es nuestro equilibrio emocional».
Cuenta el periodista Sidney Harris que un día acompañó a un amigo a buscar el diario a su quiosco habitual en Nueva York. Cuando llegó al quiosco, su amigo saludó amablemente al quiosquero y le pidió el periódico.
El quiosquero le contestó de manera brusca y desconsiderada y se lo dio despectivamente.
Su amigo, no obstante, sonrió, le dio las gracias y le deseó un buen fin de semana. Al marchar, Sidney le dijo a su amigo:
– Dime una cosa, ¿este quiosquero es siempre tan maleducado?
– Si, respondió su amigo, suele comportarse habitualmente así.
– Entonces, ¿por qué eres tan amable con una persona así?
– Muy sencillo, porque no quiero que sea él quien decida cómo me debo comportar yo.
Digamos que en este caso, este hombre ejerció su indulgencia y perdonó al quiosquero y desde luego, no entró en responder a las bravatas de aquel, ocasionadas por su grosera conducta. Con este ejemplo, comprobamos que la actitud del “perdón” no ha de ser necesariamente sumisa, ni obediente a la irracionalidad, ni por supuesto, pasiva ante el atropello. La benevolencia que se nos recomienda se puede poner en práctica de muy diversas formas y va a depender mucho del carácter del ofensor, de la personalidad del ofendido y del tipo de situación concreta en la que nos hallemos envueltos.
Perdonar no es devolver golpe por golpe ni generar ningún tipo de resquemor por dentro que nos lleve a la frustración y a la ira inhibida, no es permanecer quietos pero al mismo tiempo generar en nuestra mente la ocasión perfecta de venganza, ni tampoco es suscitar en nuestro pensamiento un odio silencioso que nos corroa, aunque en este caso no se traduzca al plano de los hechos externos y observables. Como afirmó el Maestro, el Padre lo observa todo y los espíritus que nos rodean no solo se dan cuenta de lo que hacemos sino de lo más importante, de la intención con la que actuamos.
El perdón es generoso pero no estúpido, el perdón es comprensivo pero no elimina la dignidad de quien lo emite, el perdón es amoroso pero no suprime la coherencia que como seres humanos debemos mantener con nosotros mismos, el perdón no condena a nadie pero no anula nuestra personalidad. Por último, el perdón deja libre al otro y se distingue por su gran empatía, pero no invalida la posibilidad de que podamos o no seguir la estela de nuestro agresor. En este sentido, siempre cabe la oportunidad de retirarnos a una prudente distancia de aquel que pretende dañarnos o que trata de ofendernos con sus actuaciones.
El Espiritismo, entre otros aspectos, resulta una doctrina filosófica y moral convincente porque bebe justamente de la misma fuente de la que el Creador dotó a sus criaturas más queridas: de la razón. Por tanto, hemos de reconocer que perdonar al prójimo constituye uno de los actos más sublimes de cuantos podemos llevar a cabo, pero este no debe estar reñido con el sentido común tan necesario que Dios quiere que apliquemos en nuestra vida diaria. La época de los flagelos inútiles o de los sacrificios absurdos que respondían más al orgullo que a la caridad del que los realizaba, han pasado a la historia, por fortuna. Las acciones que emprendamos deben poseer un sentido útil, un carácter que sirva para acelerar nuestra evolución y la del compañero que tenemos enfrente.
Dios quiere que sus hijos crezcan tanto en inteligencia y conocimientos, como en moral. La Codificación nos aclaró muchas de las dudas que se habían conservado por ignorancia hasta que los nobles espíritus enviados por el Maestro, acudieron a asistirnos hace ahora más de siglo y medio. Por ella, sabemos que buena parte de las enseñanzas impartidas por el carpintero de Nazaret se explicaban a través de parábolas o contenían un significado oculto imposible de descifrar por las mentes poco desarrolladas de los hombres de aquel período. Sin embargo, esas lecciones sí podrían ser entendidas y asumidas por seres posteriores a aquella era, más despiertos de pensamiento y mejor dotados para captar la verdadera esencia de las palabras regaladas por Jesús a nuestros oídos. Y es que él no solo hablaba para las gentes del lugar, sino para las de todas las épocas, pues la Verdad estaba en él y se hallaba contenida en sus mensajes.
En este sentido, la lógica y la coherencia que toda persona debe mantener consigo misma nos invita a ejercer el perdón para con el otro, fuere quien fuere, pero este principio, como otros tantos, no puede suponer un atentado contra nuestra sagrada dignidad ni un quebranto del amor que nos debemos a nosotros mismos. En definitiva, perdonar no puede implicar nunca el desprecio por la propia vida, pues el Padre nos dotó de esta para progresar, no para dilapidarla exponiéndonos a situaciones que comporten un alto riesgo de perder nuestra integridad como seres humanos. Abramos los ojos del alma, pues la conciencia no es un instrumento íntimo que se deja llevar por el desvarío sino que atiende a los criterios de la proporcionalidad y de la sensatez. Cuando nos respetamos a nosotros mismos, estamos respetando también al que nos creó y esta es la mejor forma de ensalzar la labor divina, una obra colosal atravesada por la flecha de la razón en todos sus aspectos.