Volviendo a la cuestión primordial del cambio, yo me pregunto: ¿por qué constatamos que existen numerosos individuos que se niegan a asumir el compromiso de la transformación?
Pienso que la respuesta más lógica para explicar esa resistencia es que todo cambio implica un sacrificio, un esfuerzo por nuestra parte. Acertamos de lleno en el quid de la cuestión: no todos están dispuestos a invertir sus energías en reformarse. Y es que aunque algunos no lo quieran reconocer, resulta imposible renovar nuestros esquemas más asentados en el yo más profundo, de la noche a la mañana, sin coste, sin renunciar a la dosis de trabajo que exige. Las actuaciones mágicas en la que los sueños se cumplen con tan solo desearlo son propias de las películas infantiles, pero evidentemente la realidad del día a día camina por otros campos más allá de la fantasía.
Hasta para crecer nuestros huesos deben estirarse. ¿Acaso no tenemos un magnífico ejemplo de ello en la etapa de la adolescencia? Todas esas alteraciones a las que se ve sometido el púber resultan laboriosas e implican un trance enorme que suponen el paso de la mocedad a la adultez. Las modificaciones hormonales, la inestabilidad del ánimo, los conflictos con los padres o con las figuras de autoridad, la rebeldía, implican obstáculos que una vez superados, dan la bienvenida del sujeto a la madurez. Además, los chavales no se hacen mayores en horas, días o meses. Son años en los que su personalidad se verá sometida a una fuerte crisis de identidad hasta llegar a la configuración definitiva que les hará moverse por el mundo con un perfil determinado.
Pero ¿quién dijo que los cambios resultaban fáciles?
Cuanto más nos resistimos a las propias leyes naturales del progreso, más angustia notamos en nuestros adentros. Avanzar tiene un precio, aunque este no se corresponda exactamente con el peso de unas monedas. No hay recibo o factura a pagar, salvo el del propio afán por mejorar. De ser así solo tendrían derecho a la evolución los más ricos y esta cuestión, como es lógico, no atañe solo a unos pocos sino que nos afecta a todos por igual. Gracias a Dios, la naturaleza es sabia, ya que Él mismo la creó así. Es cierto que transformarse cuesta trabajo e implica el uso de una notable voluntad, pero como la otra opción que tiene la persona, o sea, la parálisis, le genera un intenso dolor, ello le empuja a moverse y a reformarse.
Si el ser humano no tuviera que pagar el peaje de la aflicción por su negativa a renovarse, muchos se conformarían con chapotear en el barro de sus propias aguas estancadas. A la larga, dedicar nuestro tiempo y nuestras energías a introducir los cambios pertinentes en la vida, no solo es adaptativo sino alegre y pragmático, pues una vez salidos de las convulsiones que toda alteración provoca, podremos exclamar con voz clara: “me siento bien porque he hecho lo que me correspondía”.
A este respecto, la actitud con la que afrontemos nuestra regeneración será crucial. No es lo mismo resistirse que aceptar el desafío transformador, no es igual negarse a colaborar con las leyes del crecimiento que cooperar con tu propio desarrollo. Al igual que el adolescente no puede comprobar sobre la marcha cómo se está modificando por dentro, tampoco nosotros podemos esperar que los cambios introducidos en nuestros viejos hábitos nos vayan a servir desde el primer instante. Eso sería tan absurdo como la pretensión de sentarse sobre un jardín y esperar a ver crecer el césped que acabamos de sembrar. Hay que tener la dosis necesaria de paciencia; como ocurre en otras facetas de nuestra biografía, si las variaciones fueran muy rápidas no las valoraríamos en su adecuada medida.
Ni se madura en una semana ni se envejece en un mes. Para saber que nos estamos estancando en nuestros antiguos hábitos de conducta, se precisa de una etapa de observación. Es la mejor forma de asegurarnos que no necesitamos transformarnos por capricho sino por las exigencias que la misma vida nos plantea. Por tanto, si nos dotamos de serenidad para distinguir cuándo es el momento del cambio y en qué medida debemos girar la llave de nuestro destino, por qué no iba a ocurrir lo mismo para apreciar en su justo criterio las consecuencias de las variaciones que hayamos aplicado.
Calma y silencio interior, tranquilidad de espíritu. El dolor siempre constituye una sabia señal de que algo va mal o en otras palabras, que necesitamos modificar algo dentro de nosotros. Merced a ello, recibimos los avisos oportunos para cambiar. Así pues, deberíamos estar agradecidos después de todo, porque Dios nos ha proporcionado los mecanismos adecuados de ajuste para saber cuándo tenemos que mudar de hábitos. No podemos actuar contra la corriente de la vida; si nos empeñamos en movernos en sentido contrario, tan solo nos agotaremos y nos frustraremos. Las aguas del río no descienden hacia arriba sino que caminan poco a poco hasta su desembocadura donde se unen al extenso océano de la evolución.
Por último, desechemos de una vez la idea de que el cambio resultará cómodo o que no alterará en exceso nuestra rutina de conducta. La existencia no funciona así. Para valorar correctamente nuestra transformación hemos de ser conscientes de que la misma se está produciendo. Esta será más larga o más corta en función del reto que nos espere, pero es justo reconocer que no podemos entender la magnitud de una metamorfosis si esta se produjera sin invertir esfuerzo alguno.
Finalmente, cuando el dolor evolutivo cesa, abrimos nuestros ojos del alma y nos alegramos hasta el infinito por haber avanzado en la ruta de la existencia. Pasado el tiempo, justo cuando nuestra sonrisa empieza a diluirse, comenzamos a percibir diversas señales. Entonces, surge en lontananza otro objetivo que nos hará entrar en crisis y dificultades y que exigirá de nosotros nuestra mejor disposición. Bendita existencia; cuando conoces las reglas del juego todo se hace más llevadero, te tornas en un ser más despierto y tomas conciencia no ya solo de lo que está ocurriendo en tu interior sino adónde nos conducen nuestros pasos inmortales, los que marcan el discurrir del destino de cada criatura.